viernes, 17 de febrero de 2012

NO ROMERO LAS MALVINAS SON NUESTRAS.

El historiador en cuestión es hijo de José Luis Romero, otro historiador de renombre al servicio de la historia oficial, ya que en el año 1955 fue designado por la autdenominada Revolución Libertadora interventor de la Universidad de Buenos Aires.
Su padre era un ferviente militante del antiperonismo.

Luis Alberto continuó en esta línea pero es cierto que es un académico de fuste en relación a la Historia Argentina; claro que, al servicio de la Historia de Mitre, oficial y elitista.
Pro-oligárquica y pro-británica.
Lo cual no ofrece inconvenientes ya que la pasión y la ideología también son parte del hacer Historia, y así lo demuestra este historiador cuando desde sus cátedras en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA "baja línea" a los jóvenes estudiantes en concordancia con sus ideas alejadas de lo nacional y popular.

En la nota publicada en este blog copiada textualmente del diario La Nación aparecen definiciones sobre el tema Malvinas, propias de quien está en las antípodas del pensamiento nacional.
Esboza conceptos como "preocupante" en relación a la acción del gobierno, "estamos a punto de repetir conductas" preconiza aludiendo a un peligro inminente de militarización galteriana.

"Debemos escuchar las premisas británicas, las nuestras no son del todo seguras", ratifica, "las ideas acerca de la pertenencia de las islas a nuestro territorio no son compartidas por muchos"
( no aclara aquí qué, quienes, cuantos muchos son , serán)y por supuesto los habitantes, para él, como nunca hubo una población argentina, deben decidir qué quieren o consideran mejor para ellos.

Coincidimos en que la India o Indochina son casos diferentes de colonización, y el nuestro Malvinas incluídas,desde 1806, también fue un caso particular de agresión imperial, hasta la llegada del peronismo que logró poner en caja a los ingleses, hasta que, en 1955, retornó la dominación semi-colonial de la mano de los EE.UU..

Defiende finalmente la postura a futuro de los kelpers y atemorizado él, recomienda no caer "en nacionalismos de infaustas consecuencias",
o "nacionalismo enfermizo".

No, creo que no, nuestro nacionalismo no es patriotero u oportunista , abreva en la Historia de las luchas populares, que reiteradamente en este espacio tratamos de reproducir.

Será por eso, que en sus textos de Historia Argentina Contemporánea, solo le dedica dos renglones al bombardeo a la Plaza de Mayo en el año 1955, que su padre apoyara.

Expiar, instrospección, son dos conceptos que utiliza pontificando antes de hablar sobre la necesidad de reivindicar Las MALVINAS.
Expiar, Introspección, también, y para escuchar no solo a los falklanders; a la vos de un Pueblo décadas silenciado en los libros de Historia escritos por muchos como ud.

Prof GB

LAS MALVINAS NO PERTENECEN A NADIE?

Malvinas Martes 14 de febrero de 2012 | Publicado en edición impresa.Dos miradas sobre un conflicto que sigue perturbando a los argentinos

¿Son realmente nuestras las Malvinas?

Por Luis Alberto Romero | Para LA NACION

Ver comentarios .El Gobierno acaba de convocar a la unidad nacional por las Malvinas. Afortunadamente, en tren de paz. Pero es imposible no recordar la convocatoria, treinta años atrás, a una "unión sagrada" similar, que no apela al debate y los acuerdos sino al liderazgo autoritario y a la comunidad de sentimientos. Otra vez, los argentinos se ven en la disyuntiva de aceptarla o ser acusados de falta de patriotismo.

En este revival hay algo profundamente preocupante. El 15 de junio de 1982 -en rigor, la fecha más adecuada para conmemorar estos desdichados sucesos- hubo un amplio consenso para repudiar a los militares. La derrota abrió las puertas a la recuperación democrática, y nadie quiso indagar mucho sobre los términos del consenso. Creo que todos decidimos postergar la cuestión, pero como ocurre en estos casos, hay un momento en que hay que saldar las cuentas. En 1982 hubo quienes reprocharon a los militares el haber ido a la guerra. Pero la mayoría solo les reprochó el haberla perdido. La mayoría aclamante reunida el 2 de abril probablemente habría estado muy satisfecha con un triunfo, cuyas consecuencias no es necesario explicitar. Creo que el ánimo mayoritario no ha cambiado.

La convicción de que la Argentina tiene derechos incuestionables sobre esa tierra irredenta está sólidamente arraigada en el sentido común y en los sentimientos. No es fácil animarse a cuestionarlos públicamente. Malvinas es una de las claves del nacionalismo, una tradición política y cultural que a lo largo del siglo XX fue amalgamando diversas corrientes. Hubo un nacionalismo racial: hasta hace poco en los libros de geografía se decía que la población argentina era predominantemente blanca. También hubo un nacionalismo religioso: la Iglesia sostuvo que la Argentina era una "nación católica", y colocó al resto en un limbo de metecos. Hay un nacionalismo cultural, eterno buscador de un "ser nacional" que exprese nuestra "identidad". Y hay un nacionalismo político: el yrigoyenismo en su momento, y el peronismo luego, se presentaron como la expresión de la nación.

Todas esas versiones, que buscan la unanimidad nacional, están llenas de contradicciones y aporías: en el país hay demasiados morenos, judíos, borgeanos o no peronistas, que desmienten la unanimidad. Lo que las conjuga en un territorio que es el sostén último de la argentinidad. Se supone que las bases de una nación deben estar más allá de las contingencias de la historia. Por eso, nuestro territorio fue siempre argentino, quizá desde la Creación, y todo quien lo habitó fue argentino. Incluso los aborígenes, que desde hace diez mil años ya se ubicaban a un lado u otro de las fronteras.

Base de nuestra nacionalidad, el territorio es intangible, y la amenaza sobre su porción más pequeña conmueve toda la certeza. Allí reside el callejón sin salida de Malvinas. Pocos argentinos las conocen. Pocos podrían decir que les afecta en su vida personal. Pero la "hermanita perdida" está enclavada en el centro mismo del complejo nacionalista. La argentinidad de las Malvinas, menos alegada en el siglo XIX, ha sido afirmada en el siglo XX en todos los ámbitos, comenzando por la escuela. Las islas irredentas están incluidas en todas las versiones del nacionalismo. Cualquier acción destinada a establecer el dominio argentino será celebrada o al menos aprobada. Muchos critican algunas consecuencias de esa idea, particularmente el militarismo. Pero no basta. Es necesario revisar las premisas, si no queremos repetir las conductas, como parece que estamos a punto de hacerlo.

Es cierto que la Argentina tiene sobre Malvinas derechos legítimos para esgrimirlos en una mesa de negociaciones con Gran Bretaña. Pero no son derechos absolutos e incuestionables. Se basan en premisas no compartidas por todos. Del otro lado argumentan a partir de otras premisas. Si creemos en el valor de la discusión, debemos escucharlas. El argumento territorial que esgrimimos se basa en razones geográficas e históricas. Las primeras se expresan en un mapa de la Argentina; lo hemos dibujado tantas veces en la escuela que terminamos por creer que era la realidad. Muy pronto nos llevaremos una sorpresa, cuando descubramos que son muchos los aspirantes a la soberanía sobre nuestro Sector Antártico. En cuanto a Malvinas, debemos enterarnos de que nuestras ideas sobre la Plataforma Submarina y el Mar Epicontinental, que tan convenientemente se extienden hasta incluirlas, no son compartidas por muchos.

En cuanto a la historia, los derechos sobre Malvinas se afirman en su pertenencia al imperio español. Pero hasta el siglo XIX los territorios no tenían nacionalidad; pertenecían a los reyes y las dinastías y en cada tratado de paz se intercambiaban como figuritas. Antes de 1810, Malvinas cambió varias veces de manos, como Colonia del Sacramento -finalmente uruguaya- o las Misiones, que en buena parte quedaron en Brasil. Sobre esta base colonial se puede construir un buen argumento, pero no un derecho absoluto e inalienable.

Luego de 1810, lo que sería el Estado argentino prestó una distraída atención a esas islas, que los ingleses ocuparon por la fuerza en 1833. De esa ocupación quedó una población, un pueblo, que la habita de manera continua desde entonces: los isleños o falklanders , incluidos en la comunidad británica. En ese sentido, Malvinas no constituye un caso colonial clásico, del estilo de India, Indochina o Argelia, donde la reivindicación colonial vino de la mano de la autodeterminación de los pueblos. En Malvinas nunca hubo una población argentina, vencida y sometida. Quienes viven en ella, los falklanders , no quieren ser liberados por la Argentina.

Me resulta difícil pensar en una solución para Malvinas que no se base en la voluntad de sus habitantes, que viven allí desde hace casi dos siglos. Es imposible no tenerlos en cuenta, como lo hace el gobierno argentino. Supongamos que hubiéramos ganado la guerra, ¿que habríamos hecho con los isleños? Quizá los habríamos deportado. O encerrado en un campo de concentración. Quizá habríamos pensado en alguna solución definitiva. Plantear esas ideas extremas -creemos que lejanas de cualquier intención- permite mostrar con claridad los términos del problema.

Podemos obligar a Gran Bretaña a negociar. Y hasta convencerlos. Pero no habrá solución argentina a la cuestión de Malvinas hasta que sus habitantes quieran ser argentinos e ingresen voluntariamente como ciudadanos a su nuevo Estado. Y debemos admitir la posibilidad de que no quieran hacerlo. Porque el Estado que existe en nuestra Constitución remite a un contrato, libremente aceptado, y no a una imposición de la geografía o de la historia.

En tiempos prehistóricos -se cuenta- los hombres elegían su pareja, le daban un garrotazo y la llevaban a su casa. En etapas posteriores los matrimonios se concertaban entre familias o Estados. Hoy lo normal es una aceptación mutua, y eventualmente el cortejo por una de las partes. Hasta ahora intentamos el matrimonio concertado, y probamos con el garrotazo. No hemos logrado nada, salvo alimentar un nacionalismo paranoico de infaustas consecuencias en nuestra propia convivencia. Queda la alternativa de cortejar a los falklanders . Demostrarles las ventajas de integrar el territorio argentino. Estimularlos a que lo conozcan. Facilitarles nuestros hospitales y universidades. Seguramente a Gran Bretaña le será cada vez más difícil competir en esos terrenos. Durante varias décadas, la diplomacia argentina avanzó por esos caminos. Había aviones, médicos y maestros argentinos al servicio de los isleños. Probablemente hubo avances, en un cortejo necesariamente largo. Pero en 1982 recurrimos al garrotazo. Destruimos lo hecho en muchos años. Creamos odio y temor, perfectamente justificados. Perdimos las Malvinas. Y, además, perdimos a muchos argentinos.

Hoy debemos resignarnos a esperar que las heridas de los falklanders se cierren. Pero también necesitamos un trabajo de introspección, para expurgar nuestro imaginario del nacionalismo enfermizo y construir un patriotismo compatible con la democracia institucional. Si no lo hacemos, siempre estaremos listos para el llamado a una "unión sagrada".


Prof GB

miércoles, 15 de febrero de 2012

EL VUELO DE LOS CONDORES POR ROBERTO BARDINI PARTE I



El vuelo de los cóndores

Por Roberto Bardini

...esas olvidadas islitas del sur,
en una fría mañana del Onganiato,
se incendiaron al paso de aquellos nacionales.
[Jorge Falcone, Un dardo clavado en el sur]


Un día de primavera, 38 años atrás, dieciocho muchachos peronistas desviaron un avión de pasajeros en pleno vuelo, aterrizaron en las Islas Malvinas e hicieron flamear banderas argentinas en el lejano territorio usurpado. Fue uno de los primeros secuestros aéreos del siglo XX. La excluyente y selectiva historia oficial argentina -liberal antes, neoliberal hoy, conservadora siempre- continúa ignorando esa pequeña gran gesta patriótica.

El 28 de septiembre de 1966 cayó miércoles. En Buenos Aires fue un día soleado. Hacía tres meses que el general Juan Carlos Onganía, alias La Morsa, estaba el poder en nombre de una autodenominada revolución argentina. Noventa días antes, un pelotón de la Guardia de Infantería de la Policía Federal había desalojado de la Casa Rosada al presidente Arturo Umberto Illia, de la Unión Cívica Radical del Pueblo (UCRP), quien había llegado al gobierno con poco más del 20 por ciento de los votos y con el peronismo proscrito.

Illia era un apacible médico originario de Cruz del Eje (Córdoba), con hábitos provincianos. Acostumbraba a dormir la siesta después de comer y cruzaba a la Plaza de Mayo sin custodia para darle de comer a las palomas o sentarse en un banco a leer el diario. La gran prensa de la época -tan antipopular como la de ahora- lo ridiculizaba constantemente. La revista Tía Vicenta, dirigida por el dibujante Juan Carlos Colombres (Landrú) lo caricaturizaba como La tortuga.

Un príncipe en la corte del general de ganadería

Onganía, a quien sus compañeros de promocióny apodaban El Caño -recto y duro por fuera, hueco por dentro- no dormía siesta y detestaba a las palomas. Era un mediocre führer autóctono que aspiraba a un( módico Reich de alrededor de 20 años, tiempo suficiente para acabar con el incorregible peronismo. Con esa brillantez teórica propia de algunos oficiales de caballería -a quienes, según el periodista Rogelio García Lupo, se debería denominar generales de ganadería- el militar había proclamado sin ruborizarse que la Revolución Argentina tiene objetivos pero no tiene plazos. Dos periodistas habían aportado su intelecto para desplazar a Illia e instaurar a Onganía: Jacobo Timmerman, desde la revista Confirmado, y Mariano Grondona, en Primera Plana. El primero hoy está considerado casi como un héroe del cuarto poder; el segundo, es un lamentable neodemócrata que da lástima por televisión.


Familia Cabo: De izquierda a derecha: Dardo, Armando y Susy (padres), en el centro Vicky

Como ocurre casi siempre que los hombres de uniforme suplantan a los ciudadanos de civil, se anunció que un Estatuto de la Revolución Argentina -aprobado por los tres comandantes en jefe del ejército, la marina y la fuerza aérea- reemplazaría a la Constitución Nacional. Para servir mejor a la patria, se prohibieron los partidos políticos y la actividad sindical, se impuso una estricta censura de prensa y se persiguió a estudiantes, intelectuales y artistas.

El 29 de julio de 1966, Onganía decretó la intervención de las universidades nacionales. El jefe de la Policía Federal, general Mario Fonseca, ordenó a la Guardia de Infantería expulsar violentamente de los recintos universitarios a estudiantes y profesores. Sáquenlos a tiros si es necesario, exhortó a sus huestes. La destrucción alcanzó a los laboratorios y bibliotecas de las casas de estudio y la adquisición más reciente y novedosa para la época: una computadora. Ese recio aporte castrense a la cultura se conoce hasta hoy como La noche de los bastones largos. Muchos profesores e investigadores partieron al exilio y fueron contratados por universidades de América Latina, Estados Unidos, Canadá y Europa.

Esa mañana del 28 de septiembre de 1966 una de las mayores preocupaciones del general Juan Carlos Onganía era la preparación del partido de polo que jugaría con Felipe de Edimburgo, el príncipe consorte inglés, quien se hallaba de visita en Buenos Aires.

Los kelpers

Ese mismo miércoles amaneció nublado en Puerto Stanley, capital de las Islas Malvinas. El día anterior había llovido. En esa época habitaban las islas poco más de mil personas, a los que ya se denominaba kelpers. Kelp es un alga marrón que se reproduce las frías aguas del Atlántico sur. Kelper quiere decir recolector de algas. La mayoría de ellos vivía en Puerto Stanley y un centenar en Puerto Darwin. El resto estaba distribuido en el campo, en grupos de 20 o 30 personas. Trabajaban en los settlements, establecimientos rurales dedicados a la cría de ovejas. Un explorador inglés visitó las Malvinas en 1914 y describió a Puerto Stanley como -una calle que costea la bahía, con un matadero a un extremo y un cementerio al otro.

El poblado conoció el pavimento recién en 1920. El archipiélago tiene una superficie de alrededor de 12 mil kilómetros cuadrados, lo que equivale a la mitad de la provincia de Tucumán. El conjunto de las islas es más grandes que Hawai, Puerto Rico y Jamaica.

Ese día de septiembre, hace 38 años, había 554 mujeres y 520 hombres en el archipiélago. Asistían a la escuela 321 alumnos (146 varones y 175 chicas) y desconocían el origen de los actuales pobladores de la isla. Los malvinenses carecían de enseñanza superior y dependían de becas para enviar a los muchachos a estudiar a Gran Bretaña. Accedían a estas becas los ocho mejores promedios.


El grupo de los cóndores en Malvinas. Fotografía Revista Extra, octubre 1966

La avenida costanera de Puerto Stanley, llamada Road Ross, tenía aproximadamente 12 cuadras. Iba desde el muelle -que era, por supuesto, de La Compañía- hasta el Battle Memorial. Este monumento se levantó en homenaje a un combate naval durante la Primera Guerra Mundial (1914-18) entre alemanes y británicos en las inmediaciones de las islas.

Una pequeña emisora de radio, instalada en 1942, transmitía entre cinco y siete horas diarias, y divulgaba programas de la BBC de Londres. También existían muchos radioaficionados que se comunicaban con los settlements, otras islas y el exterior. Cumplían una labor importante durante las emergencias.

Tedio, alcohol y sexo

Entonces, como hoy, anochecía temprano, y los malvinenses tenían dos opciones: ir a dormir a la casa o a beber a los pubs. Había cinco cantinas: Rose, Globe, Pictroly, Ship y la de los militares. En todas se escuchaba música y se organizaban torneos de dardos. En alguna, se aceptaba la presencia femenina.

Los puritanos del lugar aseguraban que esa apertura convertía a Puerto Stanley en la capital de la infidelidad. No andaban muy errados. Los habitantes se entretenían practicando equitación, tiro al blanco, pesca deportiva y rugby. Pero había otra forma de esparcimiento que no figuraba en las estadísticas oficiales: las relaciones extramatrimoniales. Las Malvinas poseían el más alto índice de divorcios en el mundo.

Las islas también tenían el récord mundial de consumo de alcohol per capita. En 1963 se habían vendido 80 mil litros de whisky, gin y cerveza. El horario de los pubs se cumplía rigurosamente, al estilo británico: de 8 a 12 y de 17 a 22. A las 10 de la noche, la radio transmitía el Himno Real y cesaban las actividades. Los domingos, las cantinas sólo abrían una hora, después del oficio religioso.

El Darwin era el único barco que una vez al mes vinculaba al archipiélago con el continente, desde Montevideo. Tras cinco días de navegación, el buque descargaba ropa, víveres, combustible, vehículos, materiales de construcción, muebles y artefactos electrodomésticos. El local comercial que ostentaba mayor surtido de mercaderías pertenecía, por supuesto, a la Falkland Islands Company. El Darwin también traía correspondencia, algunas revistas de Buenos Aires y el Times, de Londres. Desde Argentina -el tercer importador de productos- llegaban alimentos, especialmente manzanas. Hacia Gran Bretaña salía medio millón de kilos en lanas y cueros.

Un jefe de policía, un inspector, un sargento y cuatro aburridos agentes mantenían la ley y el orden. La delincuencia casi no existía y los uniformados actuaban generalmente en riñas de ebrios. Ni siquiera se generaban problemas de tránsito: había 77 camiones, 159 automóviles, 239 jeeps Land Rover y ocho motonetas, pero la mayoría de los vehículos estaba en el campo.

No había ministerio de Trabajo y existía un solo sindicato: el Falkland Islands General Employee Union. Richard Goss era el secretario general. Goss también ostentaba el grado de capitán de la Fuerza de Defensores Voluntarios, una milicia de reservistas. Seis ex comandos ingleses que participaron de la Segunda Guerra Mundial entrenaban una o dos veces por año a los voluntarios. En el arsenal local, cada uno de los habitantes que integraba la milicia poseía su fusil, la provisión de municiones y el equipo militar; algunos, incluso, guardaban el arma en la propia casa.

Veinte soldados constituían la fuerza militar del Reino Unido. Se cree que muchos de ellos eran mercenarios belgas que combatieron el ex Congo en los primeros años de la década del 60.

Prof GB

LOS CONDORES


Con pensión y acceso a obra social

Por Diego Martínez

El 28 de septiembre de 1966, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía, un comando de estudiantes, obreros y sindicalistas peronistas desvió un avión hacia las islas Malvinas, donde hizo flamear banderas argentinas. La CGT los calificó de héroes; el dictador, de facciosos. En la década siguiente, los miembros del Operativo Cóndor tomaron caminos distintos: unos fueron víctimas de la dictadura, otros como Alejandro Giovenco se integraron a la ultraderecha. A 44 años de aquella reivindicación de la soberanía y a casi tres años desde que la Legislatura bonaerense aprobó una ley para otorgarles una pensión y acceso a una obra social, el gobernador Daniel Scioli firmó el decreto que concretará el beneficio.

El núcleo duro pertenecía al Movimiento Nueva Argentina, que se había desprendido de Tacuara en 1961. El jefe era Dardo Cabo, hijo de un legendario dirigente gremial. Cabo militó luego en Montoneros. Fue arrancado de la U9 de La Plata y ejecutado en 1977. El segundo era Giovenco, que después se integró a la CNU, participó como custodio de la UOM en la masacre de Ezeiza y murió desangrado por la explosión de una bomba que llevaba en su portafolios. La tercera, única mujer, fue Cristina Verrier, periodista y dramaturga que en la cárcel se casó con Cabo.

Según una investigación de Roberto Bardini, el Cóndor fue planificado durante tres años. A las seis del 28 de septiembre, Cabo y Giovenco le ordenaron al comandante del vuelo con destino a Río Gallegos desviar el Douglas DC-4 hacia Malvinas. Un radioaficionado registró el aterrizaje a las 8.42. Habían pasado 133 años desde la última presencia oficial argentina en las islas. El objetivo de tomar la residencia del gobernador y difundir una proclama no fue posible. El avión se enterró en la pista y fue rodeado por un centenar de isleños armados. El sacerdote Rodolfo Roel intercedió y a pedido de Cabo dio misa en el avión. A la mañana se formaron frente a un mástil con la bandera argentina, entonaron el Himno y entregaron las armas al comandante, única autoridad que reconocieron. Un buque los trajo de retorno. “Fui a Malvinas a reafirmar nuestra soberanía”, repitieron ante el juez. Quince fueron liberados nueve meses después. Cabo, Giovenco y Juan Carlos Rodríguez estuvieron tres años presos.

No sólo Cabo y Giovenco tuvieron un final violento. Miguel Angel Castrofini fue ultimado por un comando del ERP-22 de Agosto. Rodríguez y Jorge Money fueron asesinados por la Triple A. Pedro Cursi y Edgardo Jesús Salcedo están desaparecidos. Andrés Castillo estuvo secuestrado en la ESMA y desde que volvió del exilio milita en el gremio bancario. La ley provincial 13.808 de noviembre de 2006 los calificó como “ejemplo de entrega, compromiso y patriotismo para las nuevas generaciones, siempre ansiosas y necesitadas de encontrar referentes de desinteresado amor a la Patria”.

Página|12, 22/07/09


Antecedentes de la disputa de soberanía

Integrantes del Comando Cóndor (28/09/66):

Dardo Manuel Cabo, 25 años, periodista y metalúrgico; Alejandro Armando Giovenco, 21, estudiante; Juan Carlos Rodríguez, 31, empleado; Pedro Tursi, 29, empleado; Aldo Omar Ramírez, 18, estudiante; Edgardo Jesús Salcedo, 24, estudiante; Ramón Adolfo Sánchez; María Cristina Verrier, 27, periodista y autora teatral; Edelmiro Ramón Navarro, 27, empleado; Andrés Ramón Castillo, 23, empleado; Juan Carlos Bovo, 21, obrero metalúrgico; Víctor Chazarreta, 32, metalúrgico; Pedro Bernardini, 28, metalúrgico; Fernando José Aguirre, 20, empleado; Fernando Lizardo, 20, empleado; Luis Francisco Caprara, 20, estudiante de ingeniería; Ricardo Alfredo Ahe, 20 estudiante y empleado y Norberto Eduardo Karasiewicz, 20, obrero metalúrgico.

Fotografía: Dardo Cabo y María Cristina Verrier
Prof GB

Antecedente : El vuelo de Miguel Fitzgerald en 1964


Miguel Fitzgerald fue el primer argentino en volar a las islas y plantar la bandera nacional. Lo hizo en 1964, piloteando un Cessna, el día de su cumpleaños. Dejó una proclama y regresó.

Miguel Fitzgerald había hecho dos años antes otra hazaña, un vuelo a Nueva York sin escalas.

Por Sandra Russo, septiembre 2006


En la casa de Miguel Fitzgerald hay mucho movimiento, porque le festejan sus 80 años. Y él, hijo de padre y de madre irlandeses, acomoda su cuerpo alto y flaco en un sillón del living para relatar la hazaña de su vida. Es su propio festejo. Quizá Miguel no lo sabe. Al menos por la forma en que lo cuenta, pareciera que aterrizar en las islas Malvinas en l964, difundir una proclama y plantar una bandera argentina en ese suelo fue una ocurrencia que tuvo. Va desgranando paso a paso esa historia tan familiarizada con él, que una primera impresión puede hacerle a uno pensar que Miguel no le da demasiada importancia, que hizo algo que creía que debía hacerse, y ya. Pero Miguel llevó a cabo, hace 42 años, un sueño que tuvo, y su Cessna quedó estampado en ese año que lo tuvo por protagonista.

Ser piloto civil, dice, es una vocación. "Ya a los seis años tenía esa chifladura", sintetiza. A los 16 voló planeadores y a los 20 aviones con motor. Trabajó en Aerolíneas, hizo fotografía aérea, taxi aéreo, remolque de carteles. El aclara: "Menos fumigación y contrabando, hice de todo".


Emisión del programa radial Atrapados en libertad por AM 530, La Voz de las Madres
Ese año, 1964, Malvinas estaba en la agenda de la ONU. No por iniciativa del gobierno argentino, sino por decisión de la Asamblea, se iba a tratar el tema de las colonias en América. Y en los hangares del país, en las charlas entre pilotos, aparecía y reaparecía un sueño: mandarse, plantar bandera.

Miguel decidió que lo haría. Un amigo suyo trabajaba en La Razón y averiguó si al diario le interesaba la cobertura. A Miguel a su vez le interesaba la difusión, porque podía ser sancionado por la Fuerza Aérea con una suspensión severa. El viejo Félix Laiño (editor del diario de los Peralta Ramos) no se interesó para nada. Pero acababa de salir otro diario, Crónica, y a su joven director se le subió ese viaje a la cabeza. "Me ofreció el avión, la nafta, los gastos, si viajaba conmigo un fotógrafo del diario. Pero ese viaje era mío. Yo solamente quería que me hicieran una nota cuando volviera, para cubrirme."

El Cessna se lo prestó finalmente Siro Comi, el presidente del Aeroclub de Monte Grande, que era representante de esa marca de aviones. Fue redactada la proclama que reivindicaba a las islas como argentinas, y Miguel partió rumbo a Río Gallegos, hacia su hazaña personal. Era el 8 de septiembre de 1964 y ese mismo día él cumplía 38 años.

Quince minutos

"Cuando uno está volando y está haciendo algo arriesgado, no piensa en nada más que en eso. Está concentrado en lo que está haciendo. Yo soy así, muy cerebral", dice Miguel, como si haber hecho lo que él hizo no exigiera al menos un impulso fenomenal. En Río Gallegos, su pista de despegue fue la del Aeroclub, que no tenía torre de control monitoreada por la Fuerza Aérea. Y se mandó. Y cuando lo cuenta vuelve atrás.



(Proclama que Fitzgerald entregó en mano a un poblador de Malvinas)

"Yo salgo de Gallegos, vuelo mar adentro, a las tres horas y quince minutos veo el archipiélago. Desde arriba se ve un rectángulo como de cien islas e islotes. Voy diciendo ‘operación normal’, y en Gallegos hay gente que entiende lo que digo. Cuando sobrevuelo el archipiélago, una capa muy densa de nubes me impide ver. No puedo zambullirme entre las nubes, porque en alguna parte de ese rectángulo hay un cerro de seiscientos metros de altura. Espero un claro. Lo veo. Y me lanzó hacia debajo de la capa de nubes, identifico Puerto Stanley, busco la pista de cuadreras, y aterrizo. Me bajo del avión, saco la bandera y la cuelgo del enrejado de la cancha. Viene un hombre de los que se habían juntado a ver el aterrizaje. Me pregunta si necesito combustible. No se le ocurre que soy argentino. Le doy la proclama y le digo: ‘Tome, entréguele esto a su gobernador’. Me subo al avión y vuelvo a Gallegos. Habré estado en Malvinas unos quince minutos."
Cuando llegó a Río Gallegos, Héctor Ricardo García, el director de Crónica, empezó a jugar su papel. Crónica tenía la primicia. El título en letra catástrofe fue: "Malvinas: hoy fueron ocupadas". Ese día, 8 de septiembre de l964, no se habló de otra cosa. La Razón registró uno de los días de más bajas ventas de su historia. Su competidor llamó la atención e inauguró un estilo periodístico. Cuenta la leyenda que hasta ese día los diarios no aceptaban devoluciones, pero los canillitas presionaron tanto a La Razón para devolverle sus ejemplares que ese antecedente después modificó el negocio y la relación entre los dueños de los diarios y los repartidores.

Al volver a Buenos Aires, en Aeroparque, los muchachos de Tacuara esperaban a Miguel. Lo subieron a un jeep y lo llevaron a dar vueltas por la ciudad, como a un héroe. Ese recibimiento y el festejo popular impidieron a la Fuerza Aérea suspender la matrícula de piloto de Miguel: fue solamente apercibido.

Miguel busca la tapa de Crónica, y no la encuentra. No es de extrañar en un hombre que hizo lo que hizo y ni por un momento se lamentó de no tener una foto que hubiese registrado la hazaña. Miguel es un piloto solitario que ya dos años antes había hecho el primer vuelo sin escalas desde Nueva York a Buenos Aires. Ayer, cumplió ochenta años, y parecía satisfecho de la vida que ha vivido.

Fuente: Página/12, 09/09/06

Prof GB

viernes, 10 de febrero de 2012

LA OEA SI CLARIN NO


Insulza: “La presidenta argentina cuenta con todo el respaldo de la región”
El secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA) aseguró hoy que el planteo pacífico de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner “cuenta con el respaldo de toda nuestra región” en la denuncia de la militarización del Atlántico Sur.


José Miguel Insulza destacó que al “reivindicar el derecho que asiste” a la Argentina sobre las Malvinas, la mandataria “ha recurrido al único instrumento válido para quienes creen en la paz y en la democracia: el diálogo pacífico, y en esa perspectiva, ella cuenta con el respaldo de toda nuestra región”.

Asimismo, el máximo titular del organismo hemisférico, sostuvo que “la decisión de repudiar la “militarización del Atlántico Sur” expresada por la presidenta Fernández, quien también aseguró que preservará una región donde la paz impera, donde hemos tenido conflictos que hemos resuelto sin armas, entre los propios sudamericanos”, según informó la OEA a través de un comunicado.

En ese sentido, Insulza advirtió respecto a la peligrosidad del envió de naves de guerra al Atlántico Sur y subrayó el “contrasentido de poner tono belicista a un conflicto con un país que en los últimos años ha expresado su voluntad de paz y no ha dado ninguna señal de querer cambiar esa política”.

Al hacer referencia a la determinación de los gobiernos de los países del Mercosur de negarse a recibir barcos con bandera de las islas, Insulza expresó su total coincidencia con esta postura, señalando que “Gran Bretaña no debería tratar de forzar el ingreso a los puertos de América Latina y el Caribe de una bandera no reconocida por la comunidad internacional”.

En consonancia con el respaldo a la Argentina expresado por el Secretario General, “año a año la Asamblea General de la OEA reitera la vigencia de la resolución adoptada por consenso el 19 de noviembre de 1988”, reiteró el organismo interamericano.

La misma pide “a los gobiernos de la República Argentina y el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte que reanuden las negociaciones, a fin de encontrar, a la brevedad posible, una solución pacífica a la disputa de soberanía”.

Fuente Apegeba.
GB

N° 784 - Epopeya de una nación mutilada Agende de Reflexion.





Libro de culto en los años 60 y 70, Historia de la Nación Latinoamericana, el texto de Abelardo Ramos, es crucial para entender el sueño inconcluso de la unidad americana.

Por Horacio González
[Director de la Biblioteca Nacional]

La mordacidad combatiente, el ojo aguzado para la ironía y el chascarrillo constante no le impedían a la obra de Jorge Abelardo Ramos (1921-1994) transitar por los grandes panoramas históricos. Al contrario, el espíritu satírico de Ramos proviene de su concepción histórica: la promesa y el resquebrajamiento de los significados de una historia de gesta.

Hay un tema casi obsesivo en Historia de la Nación Latinoamericana , libro que estaba prefigurado por el muy temprano América Latina: un país y cuya versión actual es producto de numerosas reescrituras, en las que se hallaba trabajando Ramos al momento de su muerte. Es el tema de una agonía colectiva de la empresa que no por hipotética deja de coleccionar fracasos trágicos, esa Nación Latinoamericana, gran personaje de Ramos casi forjado a la manera de una obra de Gogol, cuya “corrosiva comicidad” había festejado de joven en un artículo firmado con uno de los tantos pseudónimos que cultivaba. Esa persona colectiva produce cumbres iluminadas y abismos frustrantes que exigen el concurso de un aliento cáustico, que es el contrapunto necesario con el sentido épico de la historia. Sin estos traspiés contrastantes no se entiende la obra de Ramos.

En efecto, Ramos escribe un vigoroso cantar de gesta con un concepto que extrae de uno de sus maestros, León Trotsky -los Estados Unidos de América Latina-, pero con un estilo que sin ser su secreto mejor guardado, no siempre figuró en primer plano a la hora de interpretarlo: Ramos fue un gran escritor satírico que no expulsaba de sus narraciones el excedente picaresco que tiene toda historia.

El mismo era un gran contador de historias a las que sabía ponerle el ingrediente socarrón que en el fondo traducía la hendidura por la cual aparecía el desengaño por una gran epopeya extraviada.

Historia de la Nación Latinoamericana es una obra de un vastísimo despliegue bibliográfico, lo que permite considerar a Ramos uno de los más importantes bibliófilos argentinos, una suerte de Ernesto Quesada tensionado por un pathos político que ponía en las penumbras su formidable y despareja erudición.

Su vocación política es la de un fundador de partidos, pero antes, la de un gran editor y publicista, y aún antes, la de un apasionado librero.

Al releer esta Historia de la Nación Latinoamericana saltan a la memoria del lector libros que hoy parecen enterrados en un submundo, una prehistoria de la lectura social e histórica argentina, como el clásico del historiador y economista italiano Antonello Gerbi, La disputa por el nuevo mundo (que tanto le sirviera al socialista José Aricó para su trabajo sobre Marx y América Latina), hasta la Autobiografía de Victoria Ocampo, uno de los nombres reconocibles sobre los que ensaya una regocijada befa.

Gran aficionado a metáforas perdurables, la figura de la balcanización es una de las que se sitúa en el centro de su obra, y sin que Ramos la haya inventado, hizo pertinaz ese nombre para el análisis de la tendencia a la disgregación de los Estados latinoamericanos luego de las guerras emancipadoras.

Sin embargo, Ramos le da un dramatismo -diríamos una teatralidad explicativa- que pone a cada personaje, un Bolívar, un Martí, un Artigas, un Perón, un Prestes, ante un ramillete de opciones que es la libertad de índole trágica que posee la historia en su esencia última, y que Ramos percibe desde su “marxismo de Indias”, al que siempre se le vio su dimensión nacional y social, pero mucho menos lo que podría ahora percibirse, su tesis nunca escrita sobre la condición agónica de los procesos históricos.

Un lugar común del debate argentino consiste en contraponer a Tulio Halperín Donghi con Jorge Abelardo Ramos. No es así, si nos adentramos a un pequeño cotejo de la Historia de la Nación Latinoamericana de este último, con Historia contemporánea de América Latina , de Halperín. Las diferencias ya las sabemos y ambos las dijeron de sí mismos y del otro. Halperín denominó historia satanizadora a la que hacía Scalabrini Ortiz al juzgar el papel de Inglaterra en las historias latinoamericanas. El mote sería aplicable a Ramos, pero dice Halperín de Bolívar: “A los veintiún años ya era un hombre íntimamente desesperado y pese a su aparente movilidad de carácter, este rasgo estaba destinado a durar”.

¿Es posible evitar siempre un sentido destinal en las cosas, como lo revela este juicio de Halperín, y al mismo tiempo, no es posible ver al Bolívar de Ramos en su propia congoja, “hablando de una nación latinoamericana pero fundando una provincia, Bolivia” o “parecía un espectro y toda su política se veía espectral”? Hay una “larga agonía” de las voluntades históricas de Ramos como una ironía de la historia, con suaves demonios que nunca logran lo que buscan, bajo la mordiente mirada de Halperín.

Historia de la Nación Latinoamericana es un libro trabajado con su rara erudición, sus delicias sediciosas y su incesante espíritu burlón, con el que traducía la dolorida cuestión de la “inconclusión” de la unidad entre naciones que postulaba Ramos.

La obra merece ahora un juicio más atento de los lectores actuales. Es un libro crucial, desordenado, hijo de una pasión y de un humor paradojal, que era la marca registrada de las más recordables invectivas de Ramos.

Dice del historiador boliviano Alcides Arguedas: “Se pasaba la vida en Cuilly, cerca de París; cortaba rosas de Francia por la mañana y redactaba dicterios contra los indios de su país por la tarde”. A un escritor así le gustaba el goce de vivir. Como gran esgrimista del ensayo político, su deleite y su agonía podía consistir en una buena estocada, dibujando un exacto arabesco en el aire.

Prof GB