En 1829 Tomás Sánchez de Bustamante pidió que el gobierno de Jujuy reconociera deudas por ganado que le fuera confiscado durante la Guerra de la Independencia. Cuando se quejó por tal situación, un comandante le recomendó que “no se fatigase la cabeza con esas prolijidades, que el orden es el desorden”.
Las prolijidades que desdeñaba aquel comandante no eran otra cosa que los límites a los desbordes de ambiciones y pasiones, a los que deberían haberse ajustado personas y gobiernos no sólo en períodos de relativa normalidad, sino también en tiempos de guerra evitando, como dijo San Martín, se faltara el respeto al “sagrado derecho de las gentes”.
Aunque el acta del 25 de mayo de 1810 dejó establecido que los integrantes de la Junta estaban excluidos “de ejercer el poder judicial”, dos meses después la Junta ordenó el fusilamiento de los conjurados de Córdoba. No resultó extraño que los enunciados no se compadecieran con los hechos.
En el siglo XIX en Catamarca, como en la mayoría de las provincias, pese a “todas las garantías de la propiedad que contenía el Reglamento” o Constitución local, las confiscaciones fueron una práctica corriente. El respeto al domicilio no fue “sagrado”, pues las casas eran asaltadas por los déspotas locales, y las garantías a la libertad de prensa eran arrojadas como las imprentas empasteladas.
A lo largo de la historia argentina el desprecio a la ley aparece como una constante que la impregna y atraviesa. A su lado galopan reiterativos pretextos y sofismas para explicar esa conducta que se justifica y presenta como inevitable en periodos de excepción, olvidando que, en plena guerra, San Martín se sometió al imperio de la ley.
Pensaba que la causa fundamental de la inestabilidad de América y su estado de permanentes trastornos políticos “no pende tanto de los hombres como de las instituciones”. Estaba convencido que “mientras el problema de las instituciones no fuera resuelto no habría paz”.
Esta idea difiere y se contrapone a la de muchos de los que combatieron en esas guerras. Al colocar la guerra y el conflicto como centro y periferia de las preocupaciones, esa visión relegaba y desplazaba las preocupaciones institucionales del centro de interés, cuando la nuestra es, en primer lugar, una anomia institucional.
Esa visión puso al revés la idea de San Martín: mientras no se terminara la guerra el problema de la organización institucional no podía ser encarado y, menos aún, resuelto. De este modo, el desorden seguiría siendo la forma que, fatalmente, debía asumir el orden. La construcción institucional quedaba diferida sin término. Los argentinos no debíamos fatigar nuestras cabezas con tales prolijidades.
Para Bolívar, en América, “los tratados son papeles; las Constituciones, libros”. Lasalle comparó la Constitución con una “tira de papel”, que no podía interponerse entre un déspota y Dios. Rosas dijo que la Constitución -”ese cuadernito” o “libro soñador”- debía sancionarse cuando las provincias se organizaran. Sus seguidores tuvieron poder vitalicio y no lo hicieron. Ibarra gobernó 31 años y no organizó Santiago del Estero.
Los golpes de Estado y el deterioro de la calidad institucional son las dos expresiones más visibles y letales de ese desprecio a la ley. No son las únicas. Una constelación de conductas sociales e individuales, son correlato de aquel desprecio practicado desde el poder. Los golpes de Estado, la falta de respeto a las instituciones por parte de sus responsables y la viveza criolla forman un sólido entramado.
Esa tendencia alcanzó su punto de mayor degradación en 1976, al instaurarse la dictadura que consumó la proeza de violar el andamiaje de su propia y discutible legalidad condenando a las instituciones a la ilegalidad, y de usar procedimientos criminales equiparables, y de mayor alcance, que los utilizados por bandas armadas.
En junio de 1966, Onganía justificó el derrocamiento del gobierno constitucional de Illia por el supuesto desorden de esa administración. Justificó su deseo de mantenerse sin término en el poder con la teoría de los tres tiempos, inspirada en los pretextos que retrasaron medio siglo nuestra organización como país.
Esa teoría postulaba que el gobierno de facto se ajustaría a tres periodos. En primer lugar, en el “tiempo económico” debía resolver problemas estructurales. Una vez cumplido ese objetivo, abriría el “tiempo social”. Por último, en plazo incierto, se llevaría al país al “tiempo político”.
La realidad se encargó de hacer añicos aquella ingeniería política que, lejos de imponer el orden basado en la ley, terminó abonando el camino a la mayor violencia política de la Argentina en el siglo XX. La dictadura implantada en 1976 repetía que “el proceso no tenía plazos sino objetivos”, y que tendría las urnas guardadas bajo siete llaves.
Esos regímenes olvidaron que el estado de guerra no impidió a San Martín poner las bases institucionales del Perú, creando la Corte Suprema de Justicia. Frente a las tentaciones del poder absoluto, dijo: “me abstendré de mezclarme jamás en el solemne ejercicio de las funciones judiciarias porque su independencia es la única y verdadera salvaguardia de la libertad del pueblo”.
Aquel orden que otros creían legítimo era el sustentado en la voluntad, en la arbitrariedad personal y en la fuerza. No se apoyaba en la ley sino en su inobservancia y en el desprecio a las normas morales, jurídicas, sociales y religiosas. Era un orden recostado en un desorden, con una “justicia administrada sin formas y sin debates”, observó Sarmiento.
Para Sarmiento, la extensión geográfica, la inmensidad del paisaje, las distancias, la escasez y el aislamiento de la población, explican el predominio de la violencia brutal, el culto al coraje, la justicia por mano propia y la debilidad de la justicia civil, alimentos de “la autoridad sin límites y sin responsabilidad de los que mandan”.
Hace veinte años Carlos Nino, uno de los pensadores más importantes de la Argentina, redactó Un país al margen de la ley, obra fundamental para comprender esta mentalidad que registró como una causa de nuestra declinación. La ley se acata pero no se cumple, o se cumple de forma ritual ignorando “valores y objetivos” a los que sirve.
Nino reconoce que son complejas y combinadas las causas de ese proceso; otorga relevancia a los factores institucionales, políticos y culturales. En los años ‘60 estuvo de moda predicar la necesidad de cambiar estructuras. Las distintas versiones ideológicas de ese cambio evitaban incluir el respeto a los valores y a las instituciones.
De derecha a izquierda se coincidió en despreciar la Constitución “formal” y la legalidad “burguesa”, percibidas como obstáculos para demoler estructuras, condición necesaria para implantar la revolución. ¿Se puede predicar una justicia particular, y construirla, negando la justicia en general y despreciando valores universales?
Alberdi advirtió que la caída Rosas no colocaba al país en posesión de cuanto necesitaba. El fin de las dictaduras tampoco proporciona condiciones suficientes para consolidar una democracia. Remover el autoritarismo no es un punto de llegada, sino de partida de una democracia no exenta de contradicciones y carencias.
“Cuando la ley está sujeta a alguna otra autoridad y no tiene ninguna por sí misma, el colapso del Estado, en mi opinión, está a la vista”, leemos en Platón. Aún perduran remanentes de nuestra inclinación a despreciar la ley. Algunos siguen creyendo que el desorden de la arbitrariedad es el único orden posible.
Gregorio A. Caro Figueroa[Editorial del número de mayo de 2011 de la revista "Todo es Historia"]