María Seoane y Héctor Ruiz Núñez, 1986, de "La noche de los lápices", Ed. Planeta, 1986
Prólogo a la edición de 1992
HAN PASADO YA SEIS AÑOS desde la madrugada del 7 de junio de 1986, primeras horas del Día del Periodista, en la que escribimos la última frase del prólogo a la primera edición de este libro. En esa vigilia tensa y conmovedora, nos debatimos en la imposibilidad de escribir un epilogo a la historia que, por primera vez, contaríamos a los jóvenes de las generaciones venideras.
Aún hoy, podemos recordar a los estudiantes secundarios que nos acompañaron en la búsqueda de la verdad, la alegría por el advenimiento de la democracia, la mordaza ferrosa de los organismos de seguridad, las definiciones y balbuceos de la Justicia, el movimiento zigzagueante de la memoria histórica en la conciencia de los argentinos. Aún hoy, recordamos la impotencia por desconocer el destino final de los chicos secuestrados el 16 de setiembre de 1976 en el operativo ordenado por el general Ramón Camps, pero también nuestras esperanzas: que la impunidad jurídica sería reparada por la justicia porosa de la condena social; que mientras existiera un joven que deseara un mundo más solidario y justo, ninguno de los adolescentes secuestrado en la Noche de los Lápices desaparecería para siempre.
En la delgada película del tiempo transcurrido en nuestra historia sin fin, han quedado impresos, sin embargo, numerosos acontecimientos. Lo que era esperanza, fue certeza. Lo que era temor, fue realidad. Seis meses después de terminar este libro, entre gallos y a medianoche fue sancionada la ley de Punto Final. Un año más tarde, la de Obediencia Debida. Los miembros de las fuerzas de seguridad y civiles responsables de los hechos aquí narrados fueron sucesivamente desprocesados, y algunos procesados y condenados. Sus nombres figuraron en todas las listas de acusados del juicio a las juntas militares y en el informe de la Conadep. Los delitos que se les imputaron no fueron sólo la elaboración y ejecución de "un plan criminal", el detalle de esta sentencia genérica incluía la terrible certeza de que no sólo habían exterminado a miles de opositores adultos sino también a más de 232 adolescentes entre 13 y 18 años, en la noche y niebla (NN) de la represión ilegal iniciada el 24 de marzo de 1976.No repetiremos la cadencia de acontecimientos políticos que llevaron a los presidentes Raúl Alfonsín y Carlos Menem a esgrimir razones de Estado, o simplemente humanitarias, para desprocesar primero e indultar luego a los máximos responsables de la mayor tragedia argentina del siglo XX, como fue definido por el fiscal Julio César Strassera en su alegato final en el juicio a las juntas militares. Tampoco repetiremos los nombres de los criminales porque alimentamos la utopía de que sus acciones se perderán en la noche de los tiempos, mientras aquéllo que quisieron matar vivirá en otros cuerpos.
Es sabido por todos los ciudadanos que ninguno de los indultados ha podido eludir la condena pública cuando intentaban vivir como si nada hubiera ocurrido. Fueron bíblicamente castigados, aunque no eran piedras sino palabras las arrojadas, cuando tramitaban sus registros de conductor (Emilio Massera), cuando trotaban en los bosques de Palermo (Jorge Videla), cuando tomaban café en una confitería de Palermo (Ramón Camps), cuando eran descubiertos conduciendo su auto (Luis Vides), cuando peinaban su perro pastor inglés con la ternura de un padre en una plaza de la ciudad (Miguel Etchecolatz). El veredicto de la sociedad los declaró culpables y construyó cárceles invisibles pero invulnerables. Los motivos de este repudio cívico no parecen radicar en un deseo atávico de venganza: sí en las ansias de justicia plena, en la necesidad de escuchar una sola palabra de arrepentimiento, jamás pronunciada por los indultados, que consolidara la esperanza de que nunca más la lógica de los fusiles mutilará y segará la vida de los argentinos.
Muchas veces en estos años, sentimos el impulso de continuar investigando sobre el destino final de los chicos desaparecidos. Nunca dejamos de preguntar a funcionarios del gobierno, a familiares, a miembros de las entidades humanitarias, a los científicos del Equipo Argentino de Antropología Forense si sabían algo más sobre ellos. La respuesta era: nada. Nada. Ningún cuerpo, ni una sola tumba. La nada que confirmaba el asesinato.
Sin embargo, hubo una puerta entornada en esa búsqueda: un testimonio decisivo nos permitió probar lo que la Justicia, entonces, no pudo probar por la sola declaración de Pablo Díaz. Uno de los autores de este libro mantuvo una prolongada conversación con Emilce Moler, una de las adolescentes secuestradas en la noche del 16 de setiembre de 1976, reaparecida algunos meses más tarde y que por decisión personal no había prestado aún declaración ante la Conadep ni ante la Cámara Federal que juzgó a las juntas militares.
La entrevista con ella se realizó un día de setiembre de 1986, en la sala de estar de un hotel en Mar del Plata, y se extendió desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde. El compromiso de quien escuchaba respetuosamente los secretos celosamente guardados durante una década fue no reproducir jamás los detalles revelados. Sólo podemos afirmar que el conmovedor testimonio de Emilce Moler refrendó, lo sucedido en los primeros días del secuestro de los adolescentes alojados en el campo clandestino de detención Arana, División Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, incluida su tortura. El 5 de agosto de 1986, Emilce y su padre, el comisario inspector Moler, declararon finalmente por exhorto ante la justicia, brindando un testimonio decisivo para el conocimiento de todo lo sucedido durante aquellos días trágicos.
Al escuchar ese testimonio, pensamos que, simultáneamente al tiempo del dolor, se gestaba un tiempo nuevo, vital, definitivo en la historia de los más jóvenes, que seguían leyendo las aventuras de Sandokán, que continuaban escuchando las canciones de Charly García, pero en un país distinto al que habitaron los chicos que los habían precedido. Y, efectivamente, los adolescentes que se iniciaron en la edad de la razón con el renacimiento de la democracia, crecieron más libres al poder comprender muchas de las causas de los enfrentamientos y las pasiones sociales y políticas de los años setenta.
Si en el período comprendido entre 1973 y 1976 había ocurrido el bautismo político de los estudiantes secundarios en el seno de una sociedad turbulenta y atormentada por la violencia y las proscripciones, fue sólo a partir de 1984 cuando su organización gremial se extendió masivamente en paz como un derecho democrático adquirido. El 12 de noviembre de 1984 fundaron la Federación de Estudiantes Secundarios (FES) con la participación de 450 delegados, representantes de 77 centros de estudiantes de la Capital Federal y de más de 100.000 estudiantes.
Pero fue durante 1986 cuando lograron la mayor presencia en actos, marchas, reuniones y en la constitución de su propia memoria histórica. El testimonio de Pablo Díaz, sobreviviente de la Noche de los Lápices, escuchado en los lugares más recónditos del país y del mundo; la aparición de las siete ediciones de este libro, traducido al italiano, alemán y portugués, y la difusión de la película dirigida por Héctor Olivera, vista por 3 millones de argentinos, que el 26 de setiembre de 1988 alcanzó en Canal 9 49,7 puntos de rating, uno de los más altos en la televisión nacional, luego del conseguido por las imágenes del viaje de los hombres a la Luna, y de la final de un mundial de fútbol, potenciaron la actividad de los adolescentes, y el aprendizaje de los adultos. Ya nunca más los padres dejarían solos a sus hijos en el reclamo de sus derechos civiles y políticos, como ocurrió amargamente en los años setenta. Las movilizaciones en defensa de la escuela pública durante 1992 han sido un ejemplo elocuente, entre otros, de este aprendizaje.
Tal vez porque los adolescentes intuyeron que estaban fundando su propia historia, tal vez porque eran la herida más abierta de una sociedad que emergía de una larga pesadilla, o porque sabían que muchos de sus sueños habían quedado truncos, se asumieron de inmediato como herederos naturales de las banderas estudiantiles y del compromiso social de los chicos secuestrados aquel 16 de setiembre de 1976. El reclamo por el boleto estudiantil gratuito se extendió a todo el país. El Congreso Nacional y numerosos parlamentos provinciales legislaron sobre su aplicación. En la mayoría de los centros de estudiantes de los colegios secundarios florecieron agrupaciones bautizadas "16 de setiembre", en homenaje a los chicos desaparecidos en La Plata y, al mismo tiempo, como una nueva identidad unitaria de los adolescentes que exigía, siempre, un país más justo en el que valiera la pena crecer y soñar.
Y es esa herencia vital en los ideales inquietos y conmovedores de nuestros jóvenes lo que engarza a los militantes secundarios desaparecidos en los años setenta en la cadena memoriosa de las generaciones venideras; la misma herencia que seguramente impulsó a los estudiantes del colegio Otto Krause a crear en 1987 una consigna que se propagó veloz como la luz:
"Vano intento el de la noche, los lápices siguen escribiendo".
La misma cadena memoriosa que inspiró en 1991 a los estudiantes del colegio Nicolás Avellaneda para escribir en un mural el epílogo trascendente de esta historia:
"Los lápices eran de colores".
(…)
GB
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