miércoles, 4 de septiembre de 2013

Lenguaje: detrás de las palabras Por Hugo Presman

Cada vez que a numerosos entrevistados se les pide que expliquen su posición acerca de algún tema, intentan ganar tiempo para explicitar la misma con un “a ver”, que además pretende colocar su respuesta desde una supuesta superioridad sobre el interlocutor que formuló la pregunta. El que introdujo la muletilla hace muchos años fue el ex jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires Aníbal Ibarra. Otra muletilla de reciente difusión es introducir le expresión “digo” antes o en el medio de una frase. Es evidente que el que acude a este bastón verbal está hablando, y por lo tanto su digo es una reiteración innecesaria. Algunos periodistas, Jorge Lanata por ejemplo, concluye buena parte de sus frases con la muletilla “¿me entendés?”; lo mismo hace Elisa Carrió con una pequeña variante: “¿se entiende?”. En ambos casos, la muletilla juega como una forma de exteriorizar una superioridad intelectual sobre el que escucha, que prima facie estaría imposibilitado de entender la pretendida complejidad de pensamiento de quien lo formula. Dos periodistas de larga trayectoria como Magdalena Ruíz Guiñazú y Marcelo Longobardi, rematan la mayoría de sus frases con un “¿no es cierto?”. Es como si necesitaran que el que escucha confirme sus afirmaciones. Varios periodistas utilizan en medio de una frase la expresión nada, que actúa como un punto y coma oral; como mera expresión se podría deducir que el silencio hubiera sido preferible al vacío o desconocimiento de lo que se acaba de decir. Algunos periodistas y entrevistados suelen concluir cada frase con un si interrogador que implica preguntarle al escucha si ha entendido. En el brutal asesinato de Ángeles Rawson, el periodismo en forma generalizada, denominó a la infortunada adolescente de 16 años como “la nena”. Alguien a quien la ley electoral le permite votar ha dejado de ser una nena y a su vez el Código Civil le autoriza a tener relaciones sexuales consentidas con un mayor, no puede ser denominada de esa forma infantil. Ni hablar de los que se expresan con diminutivos y entonces a las amigas de la estudiante pasan a denominarlas como sus amiguitas. En ese aspecto, un consumado cultor de los diminutivos es el locutor Fernando Bravo a los que se suman muchos movileros que tratando de poner un pretendido azúcar en las palabras, una especie de diabetes verbal, denominan a todo jubilado como abuelito. Un vocablo adoptado del lenguaje juvenil, y tomado por todo el equipo radial de Lanata, es el término “obvio”. Si a un comentario que se realiza, el que escucha responde con la palabra “obvio”, es decirle al otro que lo que está expresando es algo innecesario o demasiado conocido, una verdadera perogrullada. Una variante en el mismo sentido es la que utiliza el periodista Nelson Castro que mientras habla un entrevistado o un colaborador repite con persistencia “por supuesto”, “por supuesto”, con lo que parece decirle: estás diciendo obviedades. Otra muletilla juvenil adoptada por gente que ya ha entrado en la madurez, es concluir cada frase con la palabra “boludo”. En algunos casos es una forma de llamarse y ha reemplazado al “che” que nos identificaba verbalmente como argentinos. Es tal la extensión de uso que si eso hubiera ocurrido en los finales de la década del cincuenta, Ernesto Guevara no hubiera pasado a la historia como “EL CHE”, sino posiblemente como Ernesto “boludo” Guevara. El periodista Nelson Castro intenta ser original y ha acuñado un saludo con el que inicia cada conversación: Fulano, bella tarde de …..y ahí le agrega el día de la semana que corresponde. El problema es que el programa es una sucesión de pálidas, sus comentarios sobre el gobierno son de un rencor visceral y entonces el saludo entra en contradicción con el deseo que expresa. El contraste se acentúa cuando la naturaleza descarga lluvias intensas con caída de granizo, vientos huracanados, inundaciones en diferentes puntos de la ciudad, y el conductor continúa con su meloso y amanerado saludo. A su vez un saludo importado de Brasil en la década del noventa que tiene un rico trasfondo es el “¿todo bien?” con sus respectivas variantes “¿todo tranquilo?” y la que parece derivada de la época de la dictadura establishment militar “¿todo en orden?”. Son preguntas que carecen de una respuesta precisa y demuestra el vaciamiento de la pregunta en el sentido que al que la formula realmente no le importa la respuesta, ya que difícilmente a alguien le vaya bien en todos los aspectos de la vida. Por eso la pregunta se contesta, se salva, con la única respuesta posible que es la misma frase sin los signos de pregunta. Distinto es el cálido “¿cómo estás?” con lo cual el interrogado en función del balance de aspectos positivos y negativos puede contestar: bien, más o menos o mal. Las expresiones se han extendido y generalizado y constituyen una continuación de la lógica epistemológica de los noventa, en el que el otro no importaba. Entrelazada entre la inseguridad real y su superlativa y sesgada repercusión mediática, los jóvenes han generalizado una expresión de despedida pronunciada en forma de consejo: ¡Cuidate! Una de las costumbres más remanidas es el saludo del que ingresa a un lugar donde hablará a un grupo de gente, o invitado a la radio o a la televisión, dice: “Buenos días a todos”; con decir buenos días es suficiente. No conozco a nadie que haya dicho: “Buenos días a todos, menos a fulano y mengano.” Otro error de las mismas características es el que dice: “Mi opinión personal”; al decir mi opinión, se debe descartar lo de personal ya que queda implícito en el mí. Otra malversación lingüística es “tener códigos.” Ello importa haber incorporado la acepción mafiosa del término; mientras que bien se puede decir: “es necesario tener reglas.” En los últimos años, algunos comunicadores, al cumplirse un nuevo aniversario del nacimiento de una persona muerta, les desean ¡feliz cumpleaños! Es elemental que alguien muerto no puede cumplir años, que es precisamente una celebración de la vida. Ni hablar de aquellos que son invitados a un programa, son aplaudidos al empezar y al terminar y el homenajeado también aplaude. Desde la presidencia de Cristina Fernández, el “todo” que englobaba a hombres y mujeres, fue desmembrado arbitrariamente en todas y todos. Más allá de acentuar una mirada de género, la división del concepto es más una batalla política que un aporte idiomático terminando en este campo en un pleonasmo. La presidenta, una oradora notable, cae sin embargo, en un excesivo uso de la primera persona del singular, ignorando sistemáticamente la primera del plural. Para decirlo simplemente: el yo eclipsa al nosotros. Por otro lado repite en forma superlativa la expresión “ en la República Argentina”, lo que resulta innecesario pues es el país que gobierna. La prolijidad expositiva de Víctor Hugo Morales se empaña con una expresión que incorporó desde su país natal, el Uruguay, donde es habitual como una fórmula de cordialidad: “a sus órdenes”. Más allá de la gentileza, la expresión arrastra un pasado que expresa brutalmente la relación del mandado con respecto al mandante. El lenguaje tiene carga ideológica; y en muchos casos, poderosa intencionalidad política. Ante la implosión de los partidos políticos, los mismos políticos han dejado de referirse prioritariamente a su marco de referencia y prefieren reemplazarlo por “espacio político”. Así no es inocente tampoco que se titulara y se repitiera hasta el cansancio la palabra campo en el conflicto del gobierno con las patronales campestres. Bajo el concepto geográfico campo se diluían los conflictos sociales, y la mesa de enlace quería dar la imagen que en las actividades agropecuarias las relaciones entre empleadores y empleados es una nueva versión de la familia Ingalls. Cuando se habla del paro en el campo, parece sugerirse que el trigo y la soja deciden no crecer, el gallo no canta a la madrugada, las vacas cierran sus ubres, los chanchos abominan del chiquero, las ovejas dejar de balar y las vacas se niegan a los toros y a la inseminación artificial. Con la caída del Muro de Berlín y la hibernación de los sueños de una sociedad socialista, a la potente palabra pueblo se la reemplazó por la pasteurizada gente. Pueblo es una clara categoría política, mientras la palabra gente puede tener cierta equivalencia pero desde una mirada posicionada desde afuera de una concepción política. Había que castrar la potencialidad del sujeto de la historia que es el pueblo y entonces se la despolitizó con la expresión gente. Pero ahí no terminó la ofensiva descafeinada y era necesario quitarle toda pasión. Convertir el concepto ciudadano en el dietético vecino. Se reduce a un ciudadano con derechos, civiles, políticos, sociales, a un simple consorcista a quien sólo le interesa la administración de su edificio; perdón, de su ciudad. En el mismo camino la ideología se trasmutó en gestión, como si un cuchillo podría independizarse de la mano que la maneja y del cerebro que la dirige. Otro manejo discrecional, intencionado o ignorante del lenguaje, es decir que el Estado paga en negro. Este error es cometido por periodistas económicos bien intencionados, por otros que aborrecen al Estado y aún por sindicalistas que son trabajadores del Estado. Un trabajador está en negro cuando cobra sin un recibo oficial; cuando no existe para las leyes laborales y no está registrado en el ANSES; quien no tiene cobertura de obra social y a quien no se le hacen retenciones ni aportes. Cuando se dice que el Estado paga en negro, se describe una situación diferente. El trabajador está registrado, tiene obra social, figura en el libro de sueldos. Ahora bien, ocurre que en su recibo oficial figuran conceptos denominados “no remunerativos” sobre los cuales no se efectúan contribuciones ni aportes y no se consideran para el cálculo de algunos beneficios, pero ello en manera alguna transforma su relación laboral en “negro”. Ello sí acontece cuando increíblemente el Estado obliga a un empleado a facturarle como monotributista encubriendo una relación real de dependencia. Si no se usa la terminología correcta, lo aprovechan los privados que pagan realmente en negro, sin recibo oficial y sin inscripción del trabajador y se escudan que también el Estado paga en negro. Con la misma carga ideológica, los medios dominantes modificaron el superávit fiscal que siempre ponderaron para denominarlo “hacer caja” en forma despreciativa e insinuando un manejo oscuro que siempre atribuyen a un gobierno popular. La estatización de los fondos de las AFJP, recuperando para el Estado el manejo de la seguridad social, lo denominan tendenciosamente como una confiscación. Los críticos sufren de amnesia y “olvidan” que el artículo 14 bis dice: “El Estado otorgará los beneficios de la seguridad social, que tendrá carácter integral e irrenunciable.” Otro equívoco intencionado es confundir los fondos para los jubilados como técnicamente debe decirse en un sistema de reparto y no el dinero de los jubilados. El intento más grosero actual de adulteración conceptual y del lenguaje, lo concreta la periodista Silvia Mercado, ponderada por los periodistas Jorge Lanata y Jorge Fontevecchia , quien en su libro “El inventor del peronismo, Raúl Apold, el cerebro oculto que cambió la política argentina” reduce, en una jibarización sorprendente, al peronismo, su historia y sus logros, a un mero relato fabricado por Raúl Apold, Subsecretario de Prensa y Difusión. Actualmente, los economistas del establishment denominan al control de cambios como cepo cambiario. Que la derecha, que aplicó desde el cepo real al terrorismo de estado, pasando por todo el arsenal de torturas, utilice ahora esa denominación identificándola como una forma grosera de restricción de la libertad, es una hipocresía insultante. George Orwell escribió: “Si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también corrompe el pensamiento”. Samuel Clemens, conocido como Mark Twain, sostenía correctamente: “La diferencia entre una palabra casi justa y la palabra justa no es una pequeña cuestión, es como la diferencia entre una luciérnaga y la luz eléctrica.” www.presmanhugo.blogspot.com.ar

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