jueves, 14 de marzo de 2013

UN HOMBRE MODESTO, POR ALEJANDRO REBOSSIO OPINION

Un hombre modesto acostumbrado a ser el primero Jorge Mario Bergoglio, el primer papa latinoamericano, está acusado de colaborar con la dictadura argentina Por Alejandro Rebossio | El País Jorge Bergoglio, el nuevo papa Francisco, era hasta hace horas el arzobispo de Buenos Aires, pero se lo podía ver andando en metro para llegar a la catedral argentina. En ese cargo ha protagonizado un largo enfrentamiento con los Kirchner que llegó a su punto de máxima tensión cuando la presidenta de Argentina, Cristina Fernández, impulsó la ley del matrimonio gay. Conservador moderado, los sectores más ortodoxos de la Iglesia católica lo criticaron por su supuesta tibieza en el rechazo a aquel proyecto. Bergoglio, hijo de italianos nacido en Buenos Aires hace 76 años, se ha convertido en el primer jesuita que llega a máximo pontífice. Fue provincial de los jesuitas argentinos entre 1973 y 1979, tiempo durante el cual fue acusado de haber entregado al régimen militar (1976-1983) a dos sacerdotes de su orden. En 1998 llegó a arzobispo de Buenos Aires y como tal protagonizó en la crisis argentina de 2001/2002 un papel importante como impulsor del diálogo político y social. En 2003 llegó a la presidencia del país sudamericano Néstor Kirchner, que desde un principio mantuvo una mala relación con Bergoglio. En 2004, el arzobispo criticó "el exhibicionismo y los anuncios estridentes", en un mensaje implícito contra Kirchner, que entre otras medidas había reabierto los juicios contra los criminales de la dictadura. Bergoglio se ha distinguido por sus discursos denunciando la pobreza, la corrupción y lo que él llamaba “crispación” política. Siempre se ha mostrado austero y reservado. Los discursos que irritaban a Kichner y Fernández eran pronunciados en homilías. Ha hablado pocas veces con la prensa, como cuando en 2010 negó en una entrevista con el periódico Perfil cualquier colaboración con la dictadura y contó que había ayudado a los jesuitas perseguidos. Bergoglio llegó a ser citado para declarar como testigo en los juicios por los crímenes del régimen. El primer papa latinoamericano siempre se ha mantenido fiel a la doctrina católica. No proviene de las corrientes progresistas ni de la Teología de la Liberación. Incluso, cuando se discutió el matrimonio gay en Argentina, llegó a escribir una carta a unas monjas carmelitas que la oposición a esa ley era una “guerra de Dios” ante una “movida del diablo”. Fernández comparó su campaña con la Inquisición. Bergoglio, no obstante, lejos está de representar el ala más conservadora de la Iglesia católica. Él siempre representó la alternativa frente a los más ortodoxos del catolicismo argentino. Este sacerdote de la Compañía de Jesús, poderosa orden de intelectuales dentro de la Iglesia, muchas veces enfrentada con Roma y en los últimos tiempos con el Opus Dei, también se ha distinguido por permitir que los curas más progresistas de su diócesis se desempeñaran con bastante libertad. En 2005, cuando fue elegido papa Benedicto XVI, Bergoglio fue el candidato opositor, el que representaba a la moderación frente al más extremo conservadurismo. El papa argentino además no tiene nada que ver con la burocracia vaticana. Es más: poco le gustaba tener que viajar a Roma. Bergoglio nació el 17 de diciembre de 1936. Hijo de inmigrantes italianos: él era empleado ferroviario y ella, ama de casa. Fue a la escuela pública. Estudió para ser técnico químico y como tal trabajo en laboratorios hasta que a los 21 años, en 1957, decidió entrar al seminario jesuita. Estudió humanidades en Chile y en 1960, de regreso a Buenos Aires, obtuvo la licenciatura en Filosofía en el Colegio Máximo San José, de los jesuitas. Entre 1964 y 1966 fue profesor de Literatura y Psicología primero en un colegio de la ciudad de Santa Fe y después en otro de Buenos Aires. De 1967 a 1970 cursó Teología en el Colegio Máximo y se graduó de licenciado. Solo en 1969 se ordenó sacerdote, a los 33 años. Pero después comenzó una rápida carrera en la Compañía de Jesús. Con solo 37 años llegó a ser el jefe de los jesuitas de su país. En aquel tiempo, el régimen militar secuestró a dos sacerdotes de su congregación que actuaban en barrios de chabolas de Buenos Aires y que tenían posiciones progresistas, Orlando Yorio y Francisco Jalics. En organismos de defensa de los derechos humanos se lo acusa de que, como provincial de los jesuitas, denunció ante la dictadura que ambos eran guerrilleros. Bergoglio dijo, en cambio, que hizo gestiones ante el entonces dictador argentino, Jorge Videla, para que fueran liberados, lo que finalmente sucedió. En 1992 fue nombrado obispo auxiliar de Buenos Aires y se convirtió en el jefe de la Iglesia de su ciudad, una de las más pobladas del mundo, en 1998. En 2001 Juan Pablo II lo nombró cardenal. Después llegó a presidente de la Confederación Episcopal Argentina, y como tal atravesó una de las crisis políticas, sociales y económicas más graves de su país y el periodo de enfrentamiento con los Kirchner. En la crisis se distinguió por su llamado a la lucha contra la pobreza y la resurrección moral de su abatido país. Años más tarde, Bergoglio, sin nombrar a los Kirchner, decía que el “peor riesgo es homogeneizar el pensamiento” y también criticaba los “delirios de grandeza”. En el conflicto entre los Kirchner y los agricultores, el cardenal también dio algunas señales críticas hacia el Gobierno. Los Kirchner lo veían como un opositor político que no reconocía la reducción de la pobreza lograda durante sus años de gobierno, pero Fernández calmó el enfrentamiento cuando congeló los últimos proyectos de ley para la despenalización del aborto. El nuevo papa, al que se lo podía ver celebrando misas con cartoneros (personas que buscan metales, botellas y cartones en la basura para revenderlos), dejó la presidencia de la Confederación Episcopal Argentina en 2011. En el kirchnerismo respiraron tranquilos. No se imaginaban que acabaría como sucesor de San Pedro. Pero las batallas de Francisco ahora ya no serán las de la política argentina. Sus desafíos serán globales. Ha tenido experiencia de rivalizar con los sectores más conservadores de su país, que le exigían más dureza contra el matrimonio gay o el aborto. Por ejemplo, Bergoglio nunca se puso al frente de marchas callejeras contra las bodas de personas del mismo sexo, como sucedió con la Iglesia española. Tampoco se lo ha escuchado nunca pronunciándose a favor del uso del latín o en contra manifestaciones populares o modernas de la liturgia. Los que esperan un papa revolucionario tal vez no lo encuentren en Francisco I, pero al menos podrán conformarse con que no se trata de otro Joseph Ratzinger. Doble sorpresa en Roma Por Juan Arias | El País La elección revela que en la pugna no ha ganado la curia, sino la periferia de la Iglesia Una monja reacciona al anuncio de que Bergoglio es el nuevo papa. / GABRIEL BOUYS (AFP) La Iglesia ha quebrado un tabú importante en la historia reciente y el papa esta vez ha salido de Europa para volar hacia uno de los países del nuevo mundo donde se juega especialmente su futuro. A pesar de que el cardenal Bergoglio había sido el que más votos había recibido en el cónclave anterior que eligió al cardenal Ratzinger, esta vez nadie hubiese apostado por él. Hará falta un poco de tiempo para poder medir mejor el significado último de esta elección, en este momento crucial que vive la Iglesia atravesada por escándalos y luchas intestinas en la Santa Sede. Está claro que los cardenales han desoído el consejo de elegir a un papa joven, con fuerzas y pulso para imponerse a la curia y a sus luchas internas. Francisco I tiene casi la misma edad que tenía Benedicto XVI cuando fue elegido papa y hoy se decía que no debía ser escogido un papa de tanta edad. Quizá haya pesado en la decisión de los cardenales que no son de la curia, la biografía en materia de pobreza de Bergoglio, que ha escogido el significativo nombre de Francisco I, considerado en la Iglesia el más parecido al profeta de Galilea en su preocupación por los pobres. Los escándalos de la banca vaticana habían sido la semana pasada una de las mayores preocupaciones de los cardenales llegados de fuera de Italia, y, más aún, de fuera de Europa. La elección de Francisco I revela que en la pugna no ha ganado la curia, sino la periferia de la Iglesia que ha preferido dar carpetazo esta vez a una tradición milenaria de papas europeos, aunque también es cierto que Bergoglio ha necesitado de votos europeos para poder ser elegido. Lo más importante en la elección del papa argentino, hijo de italianos, es que a partir de esta elección que ha quebrado el tabú geopolítico del papado, las puertas quedan abiertas en el futuro para que el papa pueda ser elegido en cualquier otro continente. No sabemos si Francisco I ha sido votado con la intención de ser un papa de transición, como lo fue la elección del anciano Juan XXIII. Aún así, los papas de transición suelen ser a veces los más propicios a dejar abiertas las puertas como lo hizo Angelo Roncalli convocando sorpresivamente el Concilio Vaticano II Al nuevo papa se le presentan retos más importantes que los de poner orden en la curia y en las finanzas vaticanas. Tiene por delante la posibilidad de quebrar otros tabúes que la Iglesia hasta hoy no ha conseguido doblegar. Basta dar un vistazo a las redes sociales en estos días de cónclave, para entender el abismo que existe entre lo que sobre la Iglesia piensan los cristianos de la calle y las escenas medievales que se están escenificando en el Vaticano. Y no me refiero a los cristianos rebeldes. Son muchos los blogs y redes que albergan comentarios de grupos cultivados de cristianos de fe que no acaban de entender por qué la Iglesia de Cristo continúa aprisionada por tantos prejuicios que son ajenos a su tradición original. Tan arraigados están esos tabús que llegan a aparecer intocables. El enrocarse en esos convencionalismos que contradicen el pulso del mundo y desconciertan y desalientan a millones de católicos, es lo que impide a la Iglesia abrirse a la realidad en la que vive. Una de las supersticiones de la Iglesia es que no puede seguir el paso del mundo porque ella vive en otras categorías de tiempo. Son mitificaciones que han acabado fosilizándola. En sus orígenes, las que están en la raíz de su existencia, la nueva Iglesia que comenzaba a pergeñarse bajo la inspiración del profeta rebelde de Galilea era todo lo contrario: se adelantó a su tiempo, fue rasgadora de tabús. Los primeros cristianos fueron todos iconoclastas, se rebelaron contra la tradición y abrieron caminos nuevos, a costa las más de las veces de la propia vida. Con el tiempo, la Iglesia se ha ido revestiendo de todos los trajes del poder y se ha aferrado a la defensa de la tradición para defenderse de lo nuevo que nacía en el mundo, carcomiendo su poder y abriendo espacios de democracia, libertad y defensa de los derechos humanos. Hoy la Iglesia es la más atrasada de todas las otras instituciones políticas y sociales. Mantiene aún una monarquía absoluta con el plus de la infalibilidad para el monarca. Es la única institución que sigue discriminado a la mujer sin permitirle entrar en el sacerdocio. Hoy la mujer, en el mundo civil, puede serlo todo menos sacerdote. Lo pueden ser en otras comuniones cristianas. Hasta el judaísmo empieza a aceptarlas como rabinas en las sinagogas. La Iglesia mantiene el tabú de su poder temporal con el papa jefe de Estado y su tentación de intervenir en los asuntos temporales. Su figura, hoy totalmente mitificada por el tiempo y los oropeles medievales que persisten en la Iglesia, es algo arcaico y que no corresponde a la tradición de la Iglesia donde existían patriarcas regionales, con poderes sobre sus iglesias, que todos se llamaban papa y que convocaban sus propios concilios y sólo en momentos de graves conflictos doctrinales o disciplinares se reunían para resolverlos. Sin tocar un ápice la fe, y menos la fe de la primera comunidad cristiana, la Iglesia podría cambiarlo casi todo. Lo sostienen todos los teólogos modernos. Para volver a sus orígenes, la Iglesia debería bucear más en las escrituras, que son su constitución, y menos en la teología escolástica o en los códigos del Derecho Canónico. No acaso, después del Concilio, la mayoría de los sacerdotes que habían cursado estudios bíblicos y habían estudiado más los orígenes del cristianismo que la teodicea o el derecho eclesiástico, acabaron dejando a la Iglesia. Veían su estructura actual más como un montaje de poder operado a lo largo de los siglos que como un verdadero motor de espiritualidad y de fermento para hacer crecer la esperanza del mundo, sobretodo la de los más desesperados, la de aquella caravana de últimos que fueron la primera iglesia del profeta perturbador de sacerdotes y fariseos judíos. El cristianismo fue fruto de una herejía, y hoy la Iglesia se atrinchera en sí misma y en sus dogmas y condena a sus mejores teólogos y biblistas bajo el miedo de fantasiosas posibles nuevas herejías. La Iglesia, en espera de una revolución tranquila Por Lola Galán | El País Reformar el Gobierno vaticano y recuperar el prestigio, desafíos del nuevo Papa “Hay que gobernar la Iglesia de otra forma. ¿Cuál? Colegialidad es la palabra. Se necesita un gobierno horizontal. Hay que salir de este centralismo, que no tiene nada que ver con el centro”. Son palabras del cardenal alemán Walter Kasper, pronunciadas en vísperas del cónclave, en el que ha podido entrar, porque cumplió a principios de marzo, después de la sede vacante, los 80 años. Las declaraciones de Kasper, que ha pasado años en la curia, y es representante de una Iglesia dinámica y rica como la de Alemania, ponen el acento en uno de los graves problemas de la Iglesia. Un verdadero desafío para el nuevo Papa, pero no el único. Teniendo en cuenta las muchas intervenciones que se han oído estos días dentro y fuera de las congregaciones generales estos serían los principales retos que tendrá que afrontar el nuevo Pontífice. Colegialidad y reforma de la curia romana. El Gobierno vaticano está dividió en dicasterios o ministerios que se ocupan de las cuestiones fundamentales de la Iglesia. Pero no existe un consejo de ministros propiamente dicho en el que se discutan los problemas globales. Cada prefecto o ministro funciona por su cuenta. El secretario de Estado es el único que, teóricamente, les coordina, pero Tarcisio Bertone, el elegido por Benedicto XVI, ha sido un elemento de desunión, más que otra cosa. Es evidente que escándalos como la filtración de documentos privados del papa Benedicto XVI a la prensa, Vatileaks, o los protagonizados por la banca vaticana (Ior), cuya opacidad ha puesto en serios aprietos a la Santa Sede, son cuestiones ligadas a este imperfecto Gobierno vaticano. Son escándalos que han puesto de manifiesto también la imposibilidad de que una sola persona, el Papa, lleve las riendas de una institución tan compleja. Sería necesaria mayor participación de los obispos en las decisiones vaticanas. Es una aspiración casi general, como señalaba recientemente la presidenta del movimiento de focolares, María Voce. Transparencia, sobre todo en lo tocante a la gestión del IOR Los propios cardenales presentes en Roma para las congregaciones generales han puesto de relieve la necesidad de que el IOR se adecue a la normativa fijada por Moneyval (agencia del Consejo Europeo que vigila la limpieza del dinero que manejan los bancos). La banca vaticana, que maneja bienes por valor de 7.000 millones de euros, en 33.000 cuentas que en más de un 60% pertenecen a personas o instituciones religiosas, ha funcionado hasta hace poco como si el Estado vaticano fuera un paraíso fiscal. La situación no puede mantenerse. Mayor debate sobre la nueva evangelización Angelo Sodano, el cardenal decano, recordó en su homilía de la misa Pro eligendo Romano Pontifice, del martes, unas elocuentes palabras pronunciadas por Benedicto XVI poco antes de iniciar su retiro. “A veces se tiende a circunscribir el término caridad a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria. Es importante, en cambio recordar que la máxima obra de caridad es precisamente la evangelización, o sea el servicio de la palabra”. Este impulso renovado para fomentar la fe en los países de vieja tradición católica ha sido uno de los grandes caballos de batalla de Benedicto XVI. Europa no es ya el continente fundamental para la Iglesia. Al contrario, como ha explicado el cardenal Christoph Schönborn, en el Viejo Continente “la Iglesia es vista casi como un cuerpo extraño”. ¿Cómo recuperar al Viejo Continente para la fe? Dos líneas de pensamiento se enfrentan aquí. Una, que propone el regreso a las esencias, dando la batalla de la educación católica, negando legitimidad al matrimonio homosexual, defendiendo la vida hasta extremos que implican la condena de los anticonceptivos más utilizados. Otra, que propone mantener las esencias pero adaptándose más a la realidad del mundo moderno. Es la línea de los episcopados que aceptan administrar anticonceptivos a mujeres violadas, o ven con mayor comprensión el uso del preservativo para prevenir el sida. No será fácil intentar una síntesis entre ambas. Purificación y recuperación de la buena imagen Es cierto que los problemas relacionados con la estructura interna del Vaticano que es, a fin de cuentas, un Estado político, aunque con un pequeño territorio, pueden parecer secundarios. Pero no lo son, porque gravitan sobre la institución, en la medida en que el mensaje del cristianismo se basa en el ejemplo. El buen ejemplo. Y la imagen que ha proyectado la Iglesia al mundo en los escándalos de Vatileaks o en las zonas de sombra del IOR no es buena. Es esa imagen la que tendrá que limpiar el sucesor de Benedicto XVI de forma prioritaria. También en el capítulo, todavía irresuelto, de los escándalos de abusos sexuales, que la acosan desde principios del tercer milenio. Joseph Ratzinger ha dado grandes pasos en este sentido, pero su sucesor tendrá que llevar a término el proceso, para permitir a la Iglesia pasar página definitivamente, y dejar atrás un escándalo que ha sido agitado también de forma interesada por muchos sectores enemigos de la institución. Renovación La esperan los cerca de 1.200 millones de fieles, un cuerpo enorme y global, desfallecido o acosado, en unas partes del globo, vigoroso y dispuesto a batallar en otras. Sería algo así como una revolución moderada, sin sangre ni levantamientos violentos, que salve a esta institución de la actual postración. El primer paso lo ha dado el propio Benedicto XVI presentando su renuncia al pontificado, un gesto revolucionario que ha causado un enorme impacto en el mundo. Si el Papa ha sido capaz de romper una tradición de 600 años, ¿por qué no va a poder la Iglesia romper con una inercia de gobierno y de vida que la deja inerme ante el mundo y le resta capacidad de acción? Hay una larga lista de aspectos a cambiar. Desde la inclusión mayor de las mujeres en una Iglesia demasiado masculina, donde cuenta demasiado la gerontocracia, a la discusión del celibato como un posible requisito optativo. El problema es que el gesto de Benedicto XVI es enormemente paradójico. Implica mucho valor y mucha libertad personal. Tiene una gran carga progresista. Y, sin embargo, el pontificado de Joseph Ratzinger ha estado marcado por una reforma muy criticada por los sectores progresistas. Ha hecho hincapié, por ejemplo, en el carácter misionero de todas las organizaciones religiosas que trabajan en el mundo atendiendo a los pobres, a los inmigrantes, a los refugiados políticos, en zonas de guerra. Ha reformado hasta sus estatutos porque, ha venido a decir, no se trata de que funcionen como simples ONGs. Debe prevalecer en ellas el impulso evangelizador. Una reforma que no ha encontrado aceptación general. Como tampoco ha sido bien acogida la preferencia de Ratzinger por la liturgia preconciliar. Benedicto XVI ha dedicado enormes energías a superar las diferencias con la Fraternidad de San Pío X, que no reconoce las aportaciones del Concilio Vaticano II. Con escaso éxito. La fraternidad sigue, de momento, en sus trece. No se han dado pasos, en cambio, en la descentralización que otros reclaman. Giulio Albanese, un misionero comboniano, consideraba imprescindible una mayor flexibilidad en la liturgia y hasta en el derecho canónico, en declaraciones al semanario Sette de Il Corriere della Sera. “Hay que tener en cuenta que hay otros continentes con sus peculiaridades y problemas propios, tanto en la vida familiar como en la eclesiástica”. Problemas doctrinales También en el plano doctrinal, la Iglesia se enfrenta a interpretaciones muy diferentes de lo que es la esencia del cristianismo. Un ejemplo: mientras en el mundo occidental muchos teólogos son partidarios de considerar como meramente simbólica la presencia del cuerpo y la sangre de Jesús en la eucaristía, y restan importancia, por la falta de base bíblica al dogma de la Inmaculada Concepción o de la Asunción de la Virgen, en otras partes del mundo el catolicismo parece girar en torno a hechos milagrosos de gran potencia emocional. Por ejemplo, las apariciones de la Virgen en Medjugorje (Bosnia-Herzegovina). ¿Cuál es la verdadera Iglesia? Todas, probablemente. Mantener el equilibrio entre las diferentes fuerzas, tendencias, intereses, poderes y contrapoderes parece una tarea ímproba. Con razón declaraba hace unos días el historiador y experto en el Concilio Vaticano II Alberto Melloni que se necesitaba una especie de rambo al frente de la institución. Por supuesto, era un comentario más bien humorístico, pero que encierra una verdad objetiva: los problemas son muchos y no hay persona humana que pueda afrontarlos con éxito. En suma, una situación grave, como lo atestigua la pérdida de Europa, pero dentro de la Iglesia hay quien mantiene un espíritu optimista pese a todo. El cardenal Schönborn, que acaba de publicar en Italia un libro titulado Cristo en Europa. Una fecunda situación de exterioridad, considera que la crisis actual puede ser ventajosa después de todo. “Es un error pensar que se puede reforzar la religión en Europa yendo de la mano del Estado y del poder político”, escribe. El cristianismo “ha florecido siempre cuando no aspiraba a los mismos objetivos que el Estado, cuando mostraba el poder inspirador y formativo del credo auténtico”. La interpretación es libre, y variada. Los católicos americanos copan la población mundial de fieles Por María Antonia Sánchez-Vallejo | El País Los latinoamericanos y estadounidenses propician un vuelco geográfico, que pone fin al dominio demográfico de los europeos. Si en el último siglo la población mundial se ha cuadruplicado, pasando de 1.500 millones a casi 7.000, la proporción de católicos se ha mantenido estable, tanto en términos globales como en el porcentaje que suponen dentro de la cristiandad. En 1910, los católicos eran el 48% de todos los cristianos, y el 17% de la población mundial (291 millones); en 2010, representan el 50% de los cristianos y el 16% de los habitantes de la Tierra (1.100 millones), según revela el informe La población católica global del Pew Center. Lo que ha cambiado, y mucho, es su distribución geográfica: hace un siglo tenían en Europa su feudo (65%), seguido a bastante distancia por Latinoamérica (24%); hoy son mayoría en América y el Caribe (el 39% de los católicos del mundo viven en esa región) y en Europa suponen solo un 24% del total mundial. Todo un vuelco demográfico y geográfico al que parece ajena la preponderancia europea en el cónclave: el 53% de los cardenales que elegirá al nuevo papa son del Viejo Continente. En estos últimos 100 años, pues, el catolicismo ha hecho buena la etimología de la palabra: “católico” significa “universal”, “general”. Los datos del Pew Center reflejan cómo en un periodo tan corto —para los siglos de historia de su fe— se han diseminado por el mundo, desde Alaska a Oceanía, en paralelo a su decadencia en Europa. El crecimiento exponencial más rápido se ha producido en el África subsahariana (del 1% en 1910 al 16% actual; es decir, de 1 a 171 millones de personas) y en la región de Asia-Pacífico (del 5% al 12%; de 14 a 131 millones). Los católicos de Norteamérica han aumentado de manera mucho más lenta (del 5% al 8% en 100 años), y los de Oriente Próximo, pese a la raigambre del cristianismo en la región —cuna de las tres grandes religiones monoteístas y granero de las iglesias orientales—, prácticamente son los mismos que hace un siglo: no llegan al 1% de la población, y su sangría no cesa por culpa de los conflictos, bélicos o de cariz religioso. Aunque los datos relativos a Norteamérica son en apariencia los más discretos, revisten una importancia capital en la distribución del orbe católico. “El fenómeno del catolicismo en Estados Unidos indirectamente ha marcado algunas tendencias en la expansión del catolicismo en el mundo, porque subraya el rumbo y la confianza de la Iglesia fuera de Roma”, explica el jesuita Alfredo Verdoy, profesor de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas. “Muchas iglesias de Norteamérica se convierten en los últimos años del pontificado de León XIII en canteras de misioneros para América del Sur”. En la repartición urbi et orbe de los católicos desde Roma destacan, según Verdoy, “los esfuerzos misioneros de Pío X . Pero es en los pontificados de Benedicto XV y Pío XI cuando esta difusión se pone de manifiesto. Benedicto XV escribió una encíclica misionera, que subrayaba la importancia de que los indígenas gobernasen su propia iglesia, y les invitaba a formarse en Roma, pero también en sus lugares de origen. Pío XI ordena por primera vez a bombo y platillo a cuatro obispos negros y chinos. Para entonces la Iglesia tiene claro su papel en África y Asia”. El arranque del siglo XX, una vez recuperada la Iglesia del embate de las revoluciones liberales-burguesas de las décadas anteriores, marca el inicio de la expansión, a la que no han resultado ajenos factores tales como la demografía —el envejecimiento de la población por la caída en picado de la natalidad en el Primer Mundo, gracias a la generalización de los métodos anticonceptivos—, el desarrollo económico de zonas alternativas (Asia) o la geopolítica, del rediseño geopolítico del mundo tras el fin de la guerra fría a los grandes conflictos bélicos o el proceso descolonizador. La II Guerra Mundial frenó en seco la expansión de la Iglesia, hasta que el papa Pío XII retomó la evangelización con un modelo de clara inspiración colonialista. “Con él la Iglesia empezó a expandirse por el África subsahariana bajo el patrón de las iglesias de Francia, Bélgica y Alemania y las sociedades misioneras que se crearon esos años —explica Verdoy—. En China y el sureste asiático, la expansión avanza en paralelo al crecimiento demográfico y la pujanza de las economías nacionales: las clases populares se convierten en clases medias, y el catolicismo arraiga”. El fenómeno migratorio como epítome de la globalización no es ajeno tampoco a la redistribución del mapa católico, y desempeña un papel primordial en los más de 75 millones de católicos de Estados Unidos: 22,2 millones han nacido fuera del país (el 30%), más del doble del porcentaje total de población de origen inmigrante. La mayoría de los católicos extranjeros que viven en el país son latinos. El tirón de la teología de la liberación La distribución geográfica de la población católica mundial y su correspondiente plasmación en el colegio cardenalicio que ha elegido al nuevo Papa es desigual e incluso poco ajustada a realidades como la pujanza de la Iglesia en América Latina: solo 19 purpurados de los 115 electores han sido latinoamericanos. El influjo de Norteamérica en la Iglesia del siglo XXI se deja sentir en la existencia de un claro eje euroatlántico: es decir, en la sobrerrepresentación europea y norteamericana en el cónclave. Aunque aún predominan los italianos (28 cardenales; el 24% de los electores del nuevo Papa), hay 11 estadounidenses —pese a que la población católica de ese país solo supone el 7% del total mundial— y tres canadienses (14 en total). La teóloga Margarita Pintos sostiene que la preponderancia católica en América Latina —con Brasil y México a la cabeza, el 11,7% y el 8,9% del total, respectivamente— se debe a la penetración de la teología de la liberación. “Si en América Latina hay mayoría de católicos, es gracias a la teología de la liberación, lo mismo puede aplicarse a África y Asia, donde esa doctrina también ha dado sus frutos”. Una de las principales bazas que según la teóloga explicaría la eclosión del catolicismo en Latinoamérica, ha sido acortar la distancia que separaba a las bases de la jerarquía: “[La teología de la liberación] por una parte ha fomentado las comunidades de base; por otra, el ejemplo de una jerarquía que ha dejado su vida porque se la han arrebatado (monseñor Romero, los asesinatos de la UCA salvadoreña) en defensa de los empobrecidos por los regímenes totalitarios, ha sido el semillero de ese florecimiento en América Latina”. La pujanza de la Iglesia católica en América Latina-Caribe es doblemente significativa, pues compite con un sinfín de iglesias y sectas evangélicas que, en el caso de Brasil o Centroamérica, llegan a convertirse en auténticas multinacionales y, a veces, a exportar de la mano de los inmigrantes sus credos a Europa o América del Norte.

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