lunes, 25 de marzo de 2013
Iglesia y Dictadura
En un momento donde la mayoría vive una fiesta eclesiástica ante la elección papal, cabe recordar ciertos elementos que todavía subsisten en las propias entrañas de la Iglesia Católica.
Por Nicolás Adet Larcher I Las dictaduras militares, tan acostumbradas en nuestra larga historia Argentina, siempre precisaron del aval de la Iglesia Católica para su subsistencia. Tanto internamente, como para dar un ejemplo hacia el exterior.
Desde lo más profundo de la doctrina de la Iglesia, siempre se observó con buenos ojos el hecho de que un Golpe de Estado posibilite una “restauración” de la República. La dogmática eclesiástica aporto lo suyo para que los soldados de la Patria no carguen con la culpa de lo que era, en ese momento, una “Guerra justa”. Basta recordar publicaciones de la época como la revista Verbo, Criterio, o Cabildo, que cargaban con una impronta altamente católica, donde se pregonaba razones para la guerra. El caso de la revista Verbo es particular. Su primera edición, posterior al golpe, vino acompañada de una serie de fascículos, titulados como “Doctrina de la restauración”. El autor era Miguel Angel Iribarne, también director de la revista, que nunca tuvo pelos en la lengua para afirmar en su medio gráfico: “La guerra es religiosa, e ignorarlo es condenarse a perderla”[1]
Iribarne prosiguió su labor incansable contra la “subversión” cuando se incorporó al gabinete del ministro Albano Harguindeguy[2], quien cumplía la función exclusiva dentro de la dictadura militar de perseguir a los hombres eclesiásticos que no adherían al Nacional-Catolicismo. En la actualidad, colaboraron junto a Fernando Estrada (director reemplazante en la revista) con el arzobispo de la Plata y encargado de acción católica del Episcopado, Héctor Aguer.
El apoyo moral que se brindaba desde la fe, auspiciada por una Iglesia que negaba los crímenes, fue un pilar fundamental, tanto para soldados firmes y decididos como para soldados que cargaban con una dicotomía feroz. Claro es el caso de Adolfo Scilingo, quien fue uno de los primeros militares en confesar los crímenes de lesa humanidad. La confesión la reveló el periodista Horacio Verbitsky en su libro “El Vuelo”, donde se grafica que, luego del primer vuelo de la muerte donde se había desnudado a los prisioneros y se los había arrojado al mar, Scilingo regresó perturbado por el hecho que acababa de cometer. Ante tal desequilibrio, recurrió al Capellán de la ESMA, quien lo tranquilizo mediante la utilización de parábolas de la Biblia sobre la separación de la cizaña del trigo. El capitán afirmo que los dichos textuales del capellán habían sido: “Fue una muerte cristina, no sufrieron”.[3]
La violencia se justificaba si era en favor de Cristo. La doctrina cristiana fue redactada en una especie de manual por parte del Marcial Castro Castillo. El Capellán desarrolla una extensa justificación de la tortura, la violencia, la muerte y la propiedad privada. Dirigió su libro hacia los jefes de las Fuerzas Armadas en nombre de la “Cruzada justa por Dios y la patria”. Si el fin perseguido es conocer la verdad, la tortura es justificada. Lo esencial era “conseguir informaciones indispensables para la protección del bien común”. Sin duda, el fin justificaba los medios y había más. En otra parte de su manual, Castro Castillo se refiere a la propiedad privada y plantea algo interesante. Sustentándose en Vitoria y Santo Tomás para sus escritos, Castillo afirmaba que en la guerra justa es “licito resarcirse con los bienes del enemigo”. Como intentando hacer una salvedad al respecto, agrega que no se permite la rapiña de los policías y quienes velan por la seguridad, sin la autorización superior correspondiente. En cuanto a lo que respecta a los inocentes, para el autor no era lícito matarlos, salvo en casos donde “de otra forma no pudiera hacerse posible la guerra contra los culpables”.[4]
En la guerra todo vale. Pero pareciera que algunas atrocidades se aceptan por algunos, y se rechazan por otros. Eugenio Zitelli, capellán de la policía de Rosario, era uno de los tantos que sabía acerca de las desapariciones y las torturas. María Inés Luchetti de Bettamin, había dado a luz en cautiverio y tuvo un encuentro con Zitelli un poco fuera de lo común. La mujer le contó al capellán acerca de las torturas y las violaciones que sufrían prisioneras de 16 a 60 años en el subsuelo de la jefatura donde funcionaba un Campo de Concentración. Zitelli sin suavizar sus palabras le contesto:
-Que usen la picana se justifica por que estamos en guerra y es un método apto para obtener información. Pero las violaciones atentan contra la moral y los militares nos prometieron que eso no iba a pasar. ¿Me autoriza a que se lo diga al Arzobispo?
-No se lo autorizo. Se lo exijo.[5]
En aquel entonces, el arzobispo era Bolatti. Ante el planteo de Zitelli, no tuvo reparos en contestar que si se perdía la guerra podía subsistir el marxismo, y que eso desencadenaría un “placer sexual desorbitado”.
Ya pasada la dictadura, en el gobierno de Alfonsín, y en los finales de los 90, Zitelli recibió el título de monseñor honorifico. Conferido por el propio Juan Pablo II desde lo alto del Vaticano. Eugenio Zitelli recibió el honor de parte del sucesor de Bolatti en el arzobispado. Vecinos de la localidad se congregaron para repudiar la decisión. Ante el disgusto, el arzobispo Mirás declaro que si tenían algo contra Zitelli debían hacer la denuncia correspondiente. Mirás no había tenido en cuenta que las denuncias transitaban un sinuoso camino de impunidad desde hace 15 años.[6]
La Iglesia, sin dudas sabía. Lo reconocen sacerdotes que confesaban a los detenidos antes de que los mataran, como lo fue Horacio Astigueta, quien solo atinó a contestar que era “su deber”.[7] O en su momento, lo dijeron personas como el Arzobispo Angelelli, o Ponce de León, a cargo de la diócesis de San Nicolás. De León conto que cuando intercedió por información sobre las desapariciones que se estaban produciendo, el jefe de seguridad, Coronel Manuel Saint Amant, le respondió: “Voy a hacer desaparecer a todos los que están con usted, y a usted todavía no puedo porque es Obispo”.
Es que el hecho de ser Obispo, quizás, paradójicamente era una bendición. O no. En el primer plenario anual del Episcopado que transcurrió en mayo de 1976, Angelelli expresó su preocupación sobre las persecuciones que venían sufriendo los sacerdotes, laicos y demás personas de parte de bases del ejército y la fuerza aérea. Mientras tanto, ya despidiéndose al frente de su labor en el episcopado, Rodolfo Tortolo resaltaba el fin de un gobierno y el comienzo de un “ciclo histórico”[8]. Lo sucedería Primatesta, aunque Tortolo no dejaría de tener peso en cuanto a la presencia eclesiástica en las decisiones de las Fuerzas Armadas. Ante una consulta general del Episcopado a las diócesis provinciales sobre lo que acontecía en este ciclo histórico que había inaugurado el Golpe de Estado elogiado por Primatesta y compañía, se tuvieron respuestas que darían que hablar. El Obispo de Neuquén, Jaime de Nevares, contó que el ejército detenía a personas, sin cargos formulados, y que se las llevaba a cárceles lejanas luego de destruir sus viviendas. Los Obispos de Formosa y Chaco, relataban detenciones de campesinos en condiciones similares a las que expresaba Nevares. El de Viedma, Hesayne, declaró que la Iglesia debía estar del lado de los detenidos – desaparecidos, y que le parecía lamentable el enfrentamiento que generaban las Fuerzas Armadas entre Obispo y Obispo. Incluso en una homilía calificó a la tortura como “la más vil de las violencias”.[9]
Luego de intervenciones similares, se decidió emitir un comunicado. Se votó. Diecinueve obispos decidieron comunicar lo que sucedía, pero casi cuarenta decidieron que debía ocultarse.[10] La conclusión fue el tan famoso documento donde se apoyaba al Golpe de Estado, y se mencionaba, al pasar, alguna que otra imperfección que podía corregirse. Los secuestros fueron tomados como “pecado” y no como crímenes.
Pero el pecado pareció desaparecer en cierto punto. Las bendiciones llegaron tanto de los obispos castrenses como de aquellos que no tenían relación con las Fuerzas Armadas. En la provincia de San Luis, dependiente de Menéndez, el obispo Rodolfo Laise, acompañado por un monaguillo que portaba una pistola en la cintura, visitó la penitenciaria. Dio una charla en un salón colmado de penitenciarios a los que les dijo: “Hijos míos, a ustedes hay que extirparles el alma”. Según lo que respecta, la Teología Agustiniana, lo mencionado por el Obispo era una sentencia de muerte. Según el sector más conservador de la Iglesia Católica, el alma corrompida solo se purifica a través del tormento del cuerpo. Habían recibido la bendición para el asesinato del cuerpo.[11]
Monseñor Tortolo, en cuanto a sentencias doctrinarias, tampoco se quedaba atrás. Para dejar en claro que no se terminaba la guerra con el enemigo capturado, durante la visita a una de las penitenciarías que albergaban a tantos “subversivos”, fue increpado por un obrero metalúrgico. Rubén Arévalo comentó a Tortolo acerca de las torturas que había sufrido y le preguntó por qué los militares mataban gente. Tortolo lo miró y le dijó:
-Si ellos matan, sus armas están bendecidas, ustedes matan con armas sin bendecir.
Luego agregó, ante el hermano de Arévalo, quien le planteaba que observe sus quemaduras:
-Jorge Videla no sabe lo que está pasando, es oro en polvo.[12]
Entre los enviados del señor a la tierra se entiende la guerra santa. Los siervos serán asesinados si así lo requiere la Patria. Quienes deban seguir en la senda, bien serán elegidos por quienes dieron muestras de aquella labor.
En 1997, Antonio Quarracino era Arzobispo porteño y había visto un “renacimiento de la esperanza”[13] cuando habían tomado el poder las Fuerzas Armadas en el 76. Además dijo, refiriéndose a quienes eran perseguidos durante el periodo dictatorial, con angustia, como se podía recuperar a tantos que poseían una sed de odio, venganza y fanatismo tan grande.[14] El elegido para sucederlo fue Jorge Bergoglio, quien fue propuesto por el propio Quarracino como Obispo coadjutor con derecho a sucesión en el arzobispado de Buenos Aires. Quarracino había sido allegado, además, de Guardia de Hierro y su elegido miembro no activo de la organización. Bergoglio, muerto Quarracino, asumió su labor al frente del arzobispado. Cuestionado, ya en 1999, por el secuestro de los sacerdotes Yorio y Jalics. El propio Bergoglio, según los propios sacerdotes, Emilio Mignone, Horacio Verbitsky, y demás eclesiásticos cercanos, había atribuido comportamientos y practicas subversivas a los detenidos. En tres cartas recopiladas de la cancillería, se deja constancia documentada de la información brindada por Bergoglio a Orcogoyen, dando pie para que sean secuestrados. El resto, es historia conocida. En su labor en el Episcopado tuvo un desempeño flojo en derechos humanos negando documentación vinculante sobre Iglesia y Dictadura que su sucesor Arancedo no dudo en otorgar a la justicia.
La trama sigue, los hechos también. Todo lo descripto en la nota se sustenta en declaraciones judiciales, expedientes, diarios de la época, y la propia confesión de sus protagonistas. Nada esta librado al azar, y nada se hizo por error. La Iglesia sabía. La impunidad era el sacramento que les faltaba.
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[1] Doctrina de la restauración. Verbo Nº 161, abril de 1976 p. 5 – 17.
[2] Resolución 28, Ministerio del Interior. 8 de Enero de 1980.
[3] Libro “El vuelo”. Horacio Verbitsky. Editorial Sudamericana.
[4] Marcial Castro Castillo. Fuerzas armadas, ética y represión. Editorial nuevo orden, Buenos Aires 1979.
[5] Jose Maggi. “No mentir es divino” Rosario/12, 6 de Junio de 1999.
[6] “Ya lo dijo Mirás, el que no va a la justicia comete pecado”, El Ciudadano, 10 de Junio de 1999.
[7] “Algunos curas que sirvieron en la Dictadura Militar”. La Maga Nº 167. 29 de Marzo de 1995.
[8] “Monseñor Tortolo: construir en paz para construir mejor” Entrevista. Revista Siete días. 7 de Mayo de 1976.
[9] Episcopado, APCEA, San Miguel, 10 al 15 de Mayo de 1976.
[10] Episcopado, APCEA, San Miguel.
[11] Tribunal Oral en lo Criminal Federal de San Luis, sentencia pronunciada el 14 de Abril de 2009…
[12] Causa 7.824 Correspondiente al área Paraná. Testimonio ante la jueza federal Nº 1, 25 de Noviembre de 2008.
[13] Analisis. 13 de Mayo 1976
[14] “Defendio Quarracino el derecho a la vida” La Nacion, 29 de Diciembre de 1976.
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