domingo, 31 de marzo de 2013
MARCOS MIZZI Y UN RELATO SOBRE MALVINAS Y EL 66
¡Rompa el manto de neblinas
como un sol nuestro ideal!
Por Marcos Mizzi
El viento frío pega en la cara, y María Cristina se deja abofetear. Sus ojos se tatúan cada estrella que ven en el cielo, tantas que las pupilas de María Cristina crecen a cada segundo para hacerles lugar.
Dardo se acerca, se detiene a su lado y la abraza. También mira el cielo.
Detrás de ellos, el ruido de copas y charlas en inglés que vienen del Club del Progreso apenas logra romper la magia de la noche.
Es su décima segunda noche en Gaucho Rivero, el poblado más joven de toda la Argentina. Ellos lo bautizaron así hace unos días, cuando el tranquilo caserío se vio convulsionado como nunca antes.
Un avión aterrizó en su hipódromo. Y no fue un accidente, como pensó Mr Clifton, tambero y gobernador interino de las islas.
El 27 de septiembre, un grupo comando se infiltró en un avión de Aerolíneas Argentinas que despegó de Aeroparque con rumbo a Río Gallegos.
Era de noche sobre Santa Cruz cuando Dardo, jefe del operativo, Alejandro, Edelmiro y Juan Carlos se pusieron de pie y entraron a la cabina.
-En nombre del Pueblo argentino, tomamos el poder del avión. Ponga rumbo uno cero cinco…. Hay que llegar a las Malvinas. Estamos dispuestos a morir… - aseguró Dardo, mientras Alejandro y Juan Carlos encañonaban a los pilotos.
-Si ustedes quieren, pibe, vamos. Pero no sé si nos alcanza el combustible.- contestó uno, levantando las cejas. Sólo Dardo sabía que se trataba de Ernesto, un compañero.
Por eso fue que Alejandro entendió que se les estaban burlando y apretó la boca del 45 en su sien:
-No te hagás el piola… Vos nos vas a llevar allá, ¿entendiste?-
-Eh, tranquilo.- lo amonestó Dardo, y puso una mano en el hombro de Ernesto: –Vas a ver que alcanza.-
El DC-4 enfiló hacia el este. El contralmirante Guzmán, gobernador del Territorio de Tierra del Fuego y las islas del sur, puso la cara contra la ventanilla. Algo le parecía extraño.
-Disculpe, ¿a usted no le gustaría ir a nuestras islas Malvinas?-
Guzmán dio un respingo y miró con desconfianza a la mujer a su lado. Ella se limitó a sonreír.
-¿Por qué me hace esa pregunta?-
-Simplemente porque viajamos hacia ellas… No sé usted, yo me muero por conocerlas.- aseguró María Cristina.
Se puso de pie, y también los demás jóvenes del comando. Dardo entraba por el pasillo, revólver en mano, comunicando a los pasajeros.
-Señores pasajeros, es mi deber informarles que hemos cambiado el destino. Nos dirigimos hacia Puerto Gaucho Rivero, mal llamado Port Stanley, en representación de todo el pueblo de la nación Argentina…-
Una mujer suspiró y empezó a persignarse. Otro pegó un grito. La mayoría de los pasajeros ensayó un tímido aplauso, que se acabó cuando el contralmirante Guzmán empezó a señalar a un tipo gordo con lentes.
-Este fuiste vos, García. ¡Mercenario! ¡Amarillista hijo de puta!- y se levantó a para cagarlo a trompadas.
Dardo se le interpuso, cuadrándose frente a él.
-Mi Señor Contralmirante, en nombre del pueblo Argentino lo invitamos a plegarse a esta gesta patria.-
-¿Qué carajo está diciendo?-
-Ya me oyó, mi Señor Contralmirante. De lo contrario queda usted bajo nuestra custodia hasta que aterricemos. Allí podrá pedir asilo a los ingleses.-
Giró hacia el resto del pasaje:
–Todos los demás también pueden sumarse a nuestro grupo, o no. Nosotros recomendamos que no nos acompañen. Puede ser peligroso.-
-¡Ustedes están locos!- vociferó Guzmán, bien atento a María Cristina, que a sus espaldas sonreía y lo apuntaba con un 38. –¡Esto es una idiotez!-
-Lamento que tenga que ser así, señor.- aseguró Dardo, y parecía sincero.
Hizo una seña a Aldo, un pibe de unos 16 años, que desarmó al contralmirante, y lo invitó a sentarse.
García, el gordo de lentes, sonreía. Ricardo García era el director del diario Crónica. Cuando su colega María Cristina lo invitó a unas vacaciones en Río Gallegos pensó que estaba de suerte: María Cristina era una muchachita preciosa. Pero esto era mejor: un grupo de jóvenes secuestraba un avión para recuperar las Malvinas.
Ya calculaba números y casi se babeaba.
En las islas, el amanecer era helado.
William apenas se había levantado cuando escuchó sobre su cabeza un ruido a motores, y poco después algo como un choque.
Se asomó a la ventana y lo que vio lo contaría en el pub de Rose por varias noches: frente a su casa, en el centro del hipódromo, un avión enterrado de trompa en el barro, del cual salían algunas personas, que se abrazaban entre ellas y enseguida se disponían a izar banderas celestes y blancas en todos los mástiles que rodeaban la pista.
Como a 2000 km de allí, en Olivos, un ayudante despertaba al General Juan Carlos Onganía. Le traía el desayuno a la cama.
Mientras atacaba unas tostadas con manteca y dulce de leche, enchastrándose el bigote de morsa, el General repasó la agenda del día.
En principio, debía ir al aeropuerto a buscar al príncipe Felipe de Edimburgo, consorte de la Reina de Inglaterra. De ahí, al Hurlingam Club, a jugar un amistoso de polo entre ambos. Y después a la embajada británica, a almorzar. Sería un día largo, pero entretenido.
El ayudante le pasó un amargo y encendió la radio.
-John Lennon explicó que no quiso ofender a nadie cuando afirmó que los Beatles eran más grandes que Jesucristo.- decía el locutor –Lo hubiese pensado antes de soltar semejante barbaridad, ya que…-
Se interrumpió la transmisión. La noticia de último momento hizo que el General casi se tragara la bombilla.
La juventud es así. Algunos dicen que los jóvenes sólo viven para el hoy, sin pensar en nada más. Otros preferimos afirmar que el tiempo de la juventud es circular: a cada momento los jóvenes están reescribiendo el pasado, viviendo el presente y sembrando futuro.
Apenas desembarcados del avión, los muchachos del Operativo Cóndor se dispusieron a izar banderas argentinas, a la vez que hacían bajar a los pasajeros.
La hermosa voz de María Cristina empezó a entonar el Himno Nacional, que sonaba por primera vez en aquellas frías tierras, y todos la siguieron. El único que se quedó callado, de los 50 argentinos allí presentes, fue el Contralmirante Guzmán, que dio la espalda al grupo.
Después que todos hubieran jurado tres veces por gloria morir, Dardo dio un paso adelante.
-Ponemos hoy nuestros pies en las Islas Malvinas argentinas para reafirmar con nuestra presencia la soberanía nacional y quedar como celosos custodios de la azul y blanca. Desde hoy, este poblado que visitamos se llamará Puerto Antonio Gaucho Rivero, en memoria de aquel heroico peón de campo que encabezó la resistencia argentina en las islas, allá por 1833. Creemos que su valentía no fue vana, que todas las luchas, aquella, esta y las que vendrán, son ejemplo de la grandeza y vocación de libertad de nuestro pueblo… La responsabilidad de nuestra soberanía nacional siempre fue soportada por nuestras fuerzas armadas. Hoy consideramos que le corresponde a los civiles, en su condición de ex soldados de la nación, demostrar que lo aprendido en su paso por la vida militar ha calado hondo en sus espíritus, pues creemos en una patria justa, libre y soberana… Estamos solos ante Dios y con nuestra determinación. Sin banderías políticas. Provenimos de todos los sectores nacionales y pertenecemos a militancias políticas distintas, pero estamos unidos, porque creemos que eludir un compromiso es cobardía. Somos una generación que asume sin titubeos la responsabilidad de mantener bien alto el pabellón azul y blanco de los argentinos, y que prefiere los hechos a las palabras… ¡O concretamos nuestro futuro o moriremos con el pasado!-
Este discurso era parte de la proclama que habían preparado para entregar a las autoridades inglesas de la isla.
Mientras hablaba se habían ido juntando alrededor de ellos algunos kelpers curiosos. Aldo y Fernando repartían volantes que explicaban por qué habían llegado, y Alejandro y Juan Carlos aprovecharon para tomar a algunos como rehenes, preparándose para lo que venía.
-Muchachos, aunque nos cueste la vida… ¿Qué es lo peor que puede pasar?- preguntó Dardo, y nadie se animó a contestarle.
En el pequeño salón de prensa de la Unión Obrera Metalúrgica, el aire se podía tocar, de tan tenso que estaba.
-Lo de menos, que nos lleven presos a Inglaterra.- prosiguió. -Lo más glorioso, que caigamos en el intento…-
María Cristina se acomodó en su silla, y sonrío para aflojar los nervios:
-Bueno, che, pero tampoco tiene que pasar eso. Mirá si volvemos como héroes.-
Sobre la mesa había mapas, recortes de diario y los informes que ella había preparado.
Por los días en los que María Cristina, redactora de la revista Panorama, le sugirió invadir las Malvinas, Dardo se estaba hartando de las charlas de café, de discutir el cómo.
Había que actuar, por algo se había unido a las Brigadas Sindicales: Perón no iba a volver por sí solo, ya llevaban 10 años de lucha, y los milicos no daban el brazo a torcer.
Era hora de tomar decisiones. Y aunque por esa época todavía era vandorista, Dardo tenía algunas dudas sobre el dirigente de la UOM. No desconfiaba de su honestidad, pero sí de su capacidad de conducir políticamente al Movimiento.
-Si seguimos así, al final va a ser que para un peronista no hay nada mejor que matar a otro peronista.- le dijo a María Cristina, cuando se conocieron.
Ella lo estaba entrevistando para la revista, mientras hacía una nota sobre los asesinatos de Rosendo García, Domingo Blajaquis y Juan Zalazar, pero la charla se extendía sobre todos los temas imaginables.
Dardo sintió ternura por esa rubia que fumaba sin parar, y abría sorprendida los ojos al conocer las internas del peronismo.
Y qué bonitos eran esos ojos, confirmó la segunda vez que se juntaron. No podía dejar de mirarlos mientras debajo de ellos una boca de labios finos le proponía un viaje épico:
-Tenés que ayudarme a invadir las Malvinas... Vos preparás el grupo, yo me encargo de organizar la misión.-
-Son ojos de águila.- pensó Dardo en ese momento.
–O cóndor.- se corrigió, al mirarla mientras caminaban a parlamentar con el gobernador inglés.
El avión había sido rodeado por las fuerzas de seguridad de las islas. Por los altoparlantes del hipódromo, exigieron la rendición y la entrega de los rehenes. Los jóvenes sabían que todavía faltaba una parte del operativo, por eso mostraron la bandera de parlamento.
Apenas llegaron, Mr. Clifton, apodado Pinocho, un tambero que reemplazaba momentáneamente al verdadero gobernador, los instó a rendirse. Estaba nervioso, y tartamudeaba cuando les recomendaba no alargar la situación.
Dardo le entregó la proclama:
-No entiendo, señor Clifton, por qué nos piden que nos rindamos. En última instancia nosotros deberíamos exigir su rendición. Están ustedes en suelo argentino.-
María Cristina prendió un cigarrillo y soltó el humo con desparpajo:
-No es que los estemos echando, no nos malentienda, señor Clifton. En última instancia, si lo desean, pueden quedarse en las islas como nuestros huéspedes. En Puerto Gaucho Rivero hay lugar para todos.-
Los dos encararon la retirada. María Cristina se despidió dándole la mano:
-Bienvenido a la Argentina, Mr Clifton.-
El intérprete chileno no sabía dónde meterse.
Anochecía en Puerto Rivero.
Las ovejas ya dormían en sus establos, la radio retransmitía una radionovela desde los estudios de la BBC
de Londres, y los kelpers se dedicaban a su actividad favorita: emborracharse. Hoy tenían mucho de qué hablar en las cantinas.
Dentro del avión, los pasajeros y rehenes dormían bajo la vigilancia de José, Fernando y Pedro. Los demás jóvenes estaban en la cabina.
-Para mí no tarda en llegar el apoyo desde Buenos Aires.- opinaba Alejandro. Confiaba en que el gobierno de Onganía iba a apoyar la misión, porque era algo que trascendía a la política “cotidiana”.
-¿Vos no aprendés más? Los milicos son todos unos cagones, desde siempre que…- lo censuró Aldo, pero hizo silencio ante la mirada de bronca de Alejandro.
-El pibe tiene razón.- intercedió Víctor. –Si no, mirá Guzmán. Es el gobernador argentino de las islas y se comporta como que si le hubiesemos tocado a la madre.-
-Es que a lo mejor se la tocamos.- bromeó Edelmiro codeándolo, y dibujo una corona imaginaria en su cabeza.
-La cosa es que no podemos hacer como si estuviéramos de vacaciones, no podemos seguir así.- sentenció gravemente Juan Carlos.
Se hizo un silencio pesado. María Cristina lo rompió con su sonrisa, como siempre:
-Buenos, muchachos, ya hicimos lo que teníamos que hacer. A esta altura, ya todo el mundo sabe que estamos acá. Es claro que las Malvinas son argentinas y que muchos nos seguimos acordando de que nos las han robado…El resto no depende de nosotros.-
Se hizo otro silencio. Llegaban ronquidos desde la parte trasera del avión. Los faroles de los milicos ingleses, entrando por el parabrisas, iluminaban la escena.
-Entonces, ¿qué hacemos? ¿Nos entregamos o no?-
-Levantemous nuestrous corazounes…-
-Los tenemos levantados hacia el Señor.-
-Poudemos ir en paz.-
-Demos gracias al Señor, nuestro Dios.-
Al terminar la ceremonia, Dardo se acercó hacia el Padre Rodolfo.
Los jóvenes del grupo comando habían aceptado negociar con el cura holandés la liberación de los rehenes, a cambio de poder celebrar una misa en el interior del avión.
El sacerdote católico de las islas era la única persona en la cual parecían confiar, y Dardo se lo dejó en claro.
-No es que tengamos miedo a la muerte, Padre, pero si le soy sincero no tenemos garantías de salir vivos de aquí, excepto las que usted como cristiano y pastor de almas pueda darnos.-
El Padre Rodolfo puso una cara inexpresiva, que bien podría ser la que tenía cuando escuchaba las confesiones de sus fieles, y preguntó:
-¿Pero por qué ustedes hacer esto, hijou?-
-Usted mejor que yo sabe que hay causas que trascienden a uno mismo…-
La conversación siguió largo rato, hasta el atardecer, y Dardo planteó las condiciones de rendición que habían decidido con sus compañeros la noche anterior: irían soltando a los rehenes en grupos de a dos, y ellos se entregarían al final de todo. Era cuestión de unas horas y todo terminaría. ¿O recién empezaba?
Apenas conoció a Dardo, María Cristina sintió simpatía, nada más. Y enseguida un poco de incomodidad: el tipo le clavaba los ojos de una manera… No sabría explicarlo, era como que la quemaba.
Por ese entonces, María Cristina andaba con un productor de teatro. El tipo era un cajetilla medio insoportable, pero el invierno porteño se le hacía aburrido como para dormirlo sola.
Una mañana a fines de agosto se despertó en el departamento en Belgrano que ambos compartían, y sintió asco. Discutieron mucho, y ella abandonó el edificio decidida a terminar la relación.
Caminando entre el río de gente de calle Santa Fe, se preguntaba si alguna vez encontraría alguien o algo que la hiciera sentirse viva. Escribir en Panorama le divertía y su oficio de dramaturga era una distracción, sin embargo, necesitaba un soplo que avivara las brasas, algo que la sacara del círculo vicioso de la vida pequeño burguesa.
Llegó a la redacción de la revista, y en la reunión editorial, temió que la abulia fuese masiva: nadie tenía ideas para el número de octubre.
María Cristina, harta, dio un suspiro cansino. Velazco, un colega, intentó animarla:
-Bueno piba, algo se nos va a ocurrir…-
Y dejando el café, como por decir algo, le preguntó:
-¿Y si invadimos las Malvinas?-
María Cristina levantó su cabeza y sonrió iluminando todo el salón.
-¡Eso es!-
Se levantó corriendo hacia el teléfono y buscó la letra D en su agenda. Necesitaba avivar el fuego: qué mejor que llamar alguien cuyos ojos eran capaces de derretir hasta al hielo antártico.
Recostados en el suelo, en la oscuridad de la capilla, María Cristina abrazó el cuerpo de Dardo.
Era madrugada, y a pesar de las mantas que les dio el Padre Rodolfo, tenía mucho frío. Así, abrazada a su compañero, adivinó sus ojos y se sintió mejor.
Era la segunda noche que pasan prisioneros. A falta de cárceles suficientes, fueron a parar al tempo que lindaba con el puerto. Diez guardias armados los vigilaban.
Siendo evidente que el gobierno argentino no iba a mandar apoyo a la misión del Grupo Cóndor, los muchachos tuvieron que rendirse.
La entrega de los rehenes se hizo sin inconvenientes. Los kelpers volvieron a sus hogares, y los pasajeros del avión se alojaron en casas de familia: desde la Rosada llegó un telegrama negándose a correr con los gastos de hotel.
La rendición en sí también fue tranquila. Fueron saliendo en fila de a uno, con las manos en alto. Al llegar frente a Mr Clifton, se negaron a entregarle las armas que cargaban, y exigieron la presencia del Contralmirante Guzmán.
-El Contralmirante es la única autoridad que nosotros reconocemos. Estas islas son del pueblo argentino, y no vamos a entregar nuestras armas a un civil extranjero en nuestro propio país. - sostuvo Dardo, y la pera no le tembló cuando un guardia inglés amartilló el revólver que lo apuntaba.
El intérprete chileno se apresuró a traducir, y Mr Clifton se encogió de hombros, mandando a llamar a Guzmán, que cuando se enteró sufrió un incontrolable ataque de rabia durante dos horas.
En el suelo de la capilla, María Cristina, abrazada a Dardo, sintió algo parecido a la desesperación. Y así se lo dijo:
-Es que sé que todavía tenemos muchas cosas por delante, pero no sé cuáles son.- le susurró.
-Qué sé yo, rubia, tiempo al tiempo, cuando volvamos empieza el baile en serio.-
El gobierno de las islas organizó una fiesta de despedida para los pasajeros del avión, la noche antes de que partieran en un barco rumbo a Argentina. Invitaron también a los miembros del comando Cóndor.
Los muchachos sometieron a votación su concurrencia. El “sí” ganó por quince a tres. Le avisaron al Padre Rodolfo y salieron de la capilla, escoltados por algunos oficiales ingleses.
Al llegar les presentaron a Sir Jacob Nuvels, director de la Falkland’s Company, la empresa que monopolizaba todo el comercio de la isla. Sir Nuvels era también el presidente del Club del Progreso. Los “cóndores” estrecharon su mano clavándole miradas asesinas, a excepción de Edelmiro que le guiñó un ojo burlonamente y María Cristina, que aceptó la invitación a recorrer las instalaciones.
Cuando volvió al salón principal, se fue encontrando al resto de los pasajeros: el contralmirante Guzmán, que bebía champagne hablando con unos obesos matrimonios ingleses, ni le contestó el saludo. Ricardo García se chamuyaba a una preciosa kelper de vestido de gala azul, y le sonrío como advirtiendo que no quería interrupciones. Sentados en ronda, los pilotos, Aldo, Edelmiro y Juan Carlos reían como viejos amigos. Varios de los cóndores estaban en un rincón, sin copas en sus manos, y parecían bastante ofuscados.
-¡Arriba ese ánimo!- les gritó, e intentó sacar a bailar a Alejandro, que la rechazó secamente. Y como ninguno daba muestras de tener ganas de tomarse la situación a la ligera, salió a la terraza.
Dardo, que hablaba con el Padre Rodolfo, la vio salir, y excusándose con el cura, la siguió.
Se escuchan las olas del mar rompiendo en la escollera y arriba el cielo carga con una cruz que apunta hacia el sur.
María Cristina y Dardo sienten el viento en el rostro mientras hablan.
En de repente hacen silencio y, ella cóndor, él fuego, se miran a los ojos.
Se besan.
Cuando se separan, ella suelta una carcajada.
-¡Las Islas Malvinas!, ¿te das cuenta?-
-Sí… Son todavía más lindas desde acá.-
Brille ¡oh Patria!, en tu diadema
la perdida perla austral.
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