DOSSIER //// 27.10.2020
AGENCIA PACO URONDO comparte el capítulo que el actual ministro de Desarrollo de la Comunidad de Buenos Aires y referente de La Cámpora publicó en el libro Néstor el hombre que cambió todo, de Jorge “Topo” Devoto.
AGENCIA PACO URONDO comparte el capítulo que el actual ministro de Desarrollo de la Comunidad de Buenos Aires y referente de La Cámpora publicó en el libro Néstor el hombre que cambió todo, de Jorge “Topo” Devoto.
Por Andrés Larroque
Me cuesta recordar a Néstor sin caer en una emoción que prácticamente no me permite hablar. Fue así a lo largo de estos diez años. Pensé mucho por qué me pasa eso. Básicamente creo que Néstor es la persona que le dio sentido a las cosas. Para aquellos que transitamos una militancia quimérica allá por los años 90 y que estábamos al borde de ser considerados parias en una sociedad que había elegido la amnesia como patrón de conducta, él vino a poner las cosas en su lugar, él vino a reparar, él vino a darle sentido a la vida.
Pertenezco a una generación que nació a la vida en los 70 y creció mirando la experiencia de aquellos años. Asomamos a la práctica política en los inicios de los 90, período en el que más se hicieron sentir las consecuencias del golpe genocida que, a sangre y fuego, colocó a nuestro país como un dispositivo más del gran casino en que transformaron al mundo a partir de la hegemonía del sistema financiero.
Él vino a poner las cosas en su lugar, él vino a reparar, él vino a darle sentido a la vida.
Las políticas liberales habían recuperado fuerza luego del impasse generado por el crack del 30 y la Segunda Guerra Mundial. El capitalismo comenzaba a mutar y pasaba a una fase más agresiva; la coexistencia pacífica se demostraba ineficaz y, por lo tanto, emergía una ofensiva neoliberal con resultados que marcaron un cambio de época. Entre esos hitos estaba la caída del Muro de Berlín, de la URSS y los socialismos reales, así como también en lo conceptual el “fin de las ideologías y de la historia”.
En ese contexto nacimos a la militancia, con un genocidio a cuestas y una tremenda derrota cultural, al punto que el propio peronismo fue arrastrado a la confusión. El proceso de valorización financiera iniciado en 1976, lejos de detenerse, ganaba impulso en democracia. Los tibios intentos iniciales de Alfonsín no pudieron frenar esa dinámica. Menem, con menos resistencia aún, se aferró al credo liberal para dar paso a la catástrofe.
La fractura social se hacía insoslayable. ¿Cómo responder, desde la política, a esa realidad que avasallaba todo? El 1 a 1 funcionaba como un narcótico perfecto para una clase media presta a la distracción. Mientras tanto, el aparato productivo era arrasado y la desocupación crecía como nunca en los últimos 50 años. El peronismo, que había sobrevivido a todas las persecuciones, ahora se sumergía en una coyuntura terrible: la cooptación liberal.
Nos animábamos a la militancia, que en aquel contexto era como predicar en el desierto.
La derrota cultural resultaba simplemente devastadora. Las ideas de solidaridad, compañerismo o militancia eran desterradas por una sociedad que se rendía frente a los oropeles del individualismo. Incluso el solo hecho de mencionar estos conceptos lo ponían a uno por fuera de la realidad aceptada. Nos veíamos condenados a ser elementos extraños en un país que parecía haberlo olvidado todo.
En ese contexto, poco auspicioso, comenzó a desarrollarse la militancia: la mía y la de unos cuantos. Por un reflejo casi natural, la reacción nuestra fue ir a buscar al peronismo en su esencia. Los preceptos de Juan Perón y Eva Perón habían sido abandonados por los cánones oficiales del justicialismo, de modo que entendimos que nuestro camino deberíamos buscarlo junto al pueblo sufriente.
Nuestra práctica política se dirigió, entonces, a las villas del sur de la Ciudad de Buenos Aires, particularmente a la 20 de Lugano. Allí sobrevivían, dispersos, militantes de la JP y del Movimiento Villero Peronista. En sus narraciones nos reconocimos como parte de esa herencia. Pero no éramos muchos, más bien poquitos y costaba sumar. La demonización de la política y de las organizaciones obstruía todo proceso de acumulación. Sólo las cuestiones reivindicativas nos permitían aglutinar algo, en el marco de lo que ya se denominaba “resistencia al modelo neoliberal”.
En todas nuestras charlas, análisis y debates, anhelábamos ser parte de una generación que sembrara la esperanza de un cambio que veíamos a muy largo plazo. Nos animábamos a la militancia, que en aquel contexto era como predicar en el desierto, diciéndonos que ese esfuerzo sentaría las bases para que nuestros hijos pudieran tener mejores condiciones para dar la pelea. Ni de cerca nos veíamos siendo parte de una etapa victoriosa… Y más de una vez dijimos: si no lo ven nuestros hijos, por lo menos que lo vean nuestros nietos.
Así eran las cosas. Las posibilidades de transformación se proyectaban a veinte, treinta o cincuenta años: tal era la magnitud de la derrota. El contexto regional y mundial, desde ya, no colaboraban a generar la más mínima expectativa. Y encima de todo eso, los debates de la militancia se tornaban engorrosos y laberínticos. Sin embargo, el proceso de resistencia avanzaba con la táctica del agua, más allá de toda coordinación. Las propias incongruencias del modelo neoliberal, que pasaba de explotados a excluidos a millones de compatriotas, iban generando las condiciones para la eclosión.
A fines de 1998, un dato de la región movió el amperímetro: Hugo Chávez. Aun frente a las dudas que algunos pretendieron sembrar en torno a Chávez en los primeros momentos (por ejemplo, asociándolo a los carapintadas argentinos), quedó claro que el tablero comenzaba a moverse. De repente un presidente de la región comenzaba a hablar de cosas que parecían condenadas al olvido; incluso mencionaba como referencia a Juan Domingo Perón.
Hasta su apellido era difícil de aprender para la gente, al punto que los paredones discutían cuál era la versión correcta.
En 1999, De la Rúa se hizo cargo de la presidencia; el desenlace es conocido. Las tensiones de un país invivible, muy ayudadas por la impericia política del gobierno, explotaron en las jornadas del 19 y 20 de diciembre. Y así el pueblo –gran ausente hasta ese momento– volvía para reclamar su lugar protagónico en la historia; así el pueblo reaparecía para sacarse de encima el mote de “gente” con el que pretendieron desnaturalizarlo todos esos años.
¿Y nosotros? Aquello que avizorábamos a 20 o 30 años parecía acercarse de pronto; pero cual destino esquivo se alejaba a la vez. Estaba claro que se abría una oportunidad histórica por la crisis neoliberal; pero si no emergía alguien que pudiera condensar esa energía que sacudía el país, podía terminar imponiéndose un reflujo conservador.
El 2002 fue el escenario de ese dilema; un tiempo de vaivenes que expresaban la tensión de fondo. Precedido por un récord de presidentes salientes, Eduardo Duhalde debía contener la situación. Fue un período ecléctico; la masacre del Puente Pueyrredón terminó signando la suerte del gobierno. Mientras tanto, la magnitud de la crisis no dejaba de generar las condiciones para que se produjera un accidente en la historia. Y se produjo.
Comenzamos a acompañarlo, a seguirlo, a defenderlo, a discutir con todos aquellos que dudaban.
“Y dejo rodar la bola que algún día se ha de parar, tiene el gaucho que aguantar hasta que lo trague el hoyo, o hasta que venga un criollo en esta tierra a mandar”, así decía Fierro en el poema y así pedía la realidad argentina de aquel tiempo. Y el criollo apareció. De la forma menos pensada se abría el tiempo de la reparación en nuestra Patria.
Emergía Néstor Kirchner a la Historia, y emergía rodeado de dificultades. Para empezar, ganó las elecciones perdiendo la primera vuelta y no teniendo la segunda, hecho que amenazaba con mellar su legitimidad. Hasta su apellido era difícil de aprender para la gente, al punto que los paredones discutían cuál era la versión correcta, sin que nadie se atreviera a terciar.
Y el sol del 25 asomó esplendoroso, y Néstor dio un discurso imbatible. Un diagnóstico certero de las últimas décadas, que llamaba a las cosas por su nombre, a la vez que ofrecía un programa cargado de esperanza.
Nuestra ilusión de un futuro lejano de redención para los olvidados comenzaba a tutearse, de manera increíble, con el presente. Como una ráfaga, desconociendo los aprietes del poder, Néstor empezó a poner las cosas en su lugar, casi como un ente celestial que viniera a sacarnos del descarrío histórico.
Comenzamos a acompañarlo, a seguirlo, a defenderlo, a discutir con todos aquellos que dudaban. No teníamos contacto con las estructuras políticas cercanas al presidente; nuestra militancia de base estaba a años luz de los ámbitos del poder. Con plena inocencia nos definíamos “anarco-kirchneristas” porque, en la vorágine de esos meses iniciales, acompañábamos sin tener ningún nexo concreto.
Nuestra fe era infinita; cada día, los hechos nos daban la razón con creces. Abundaba la militancia escéptica, curada en 20 años de desilusiones, que renegaba previniéndose de un nuevo desengaño. Las discusiones, bastante absurdas, versaban siempre en un mismo punto: que había algo que no cerraba, que algún engaño entrañaba ese hombre que hacía todo bien y quizás mejor de lo que hubiéramos soñado.
Con plena inocencia nos definíamos “anarco-kirchneristas” porque, en la vorágine de esos meses iniciales, acompañábamos sin tener ningún nexo concreto.
Así transcurrimos esos primeros años del gobierno de Néstor. Nuestro objetivo se resumía en tratar de reagrupar a la Juventud Peronista. La atomización era una característica general de la política post-90; en los sectores juveniles, eso confluía con un fuerte escepticismo. Muchos grupos que veníamos conviviendo en el marco de la resistencia al neoliberalismo desde distintos sectores buscábamos la manera de confluir, pero siempre faltaba el eje ordenador. Néstor lo era, desde ya, pero todavía nos quedaba lejos.
Así fue que nos dimos a la tarea de reagrupar las JP silvestres que existían en el universo político del peronismo y sus adyacencias. En eso estábamos cuando, después de diversos intentos de acercamiento a la “pingüinera” (como se decía en aquel tiempo), empezamos a tener un contacto más sistematizado con los compañeros y compañeras de la Casa de Santa Cruz en la Capital Federal. Ahí nos volvimos a encontrar con los compañeros de camino, con los que coordinábamos acciones, pero no lográbamos cristalizar un espacio unificado.
De esa forma surgió La Cámpora. Su gestación nos permitió conocer a Néstor. Llegamos a él vía Máximo y los compañeros de la Casa de Santa Cruz. En realidad, él llegó a nosotros; nos quedó muy claro desde la primera charla. Su fervor militante desbordaba, verdaderamente lo disfrutaba. Desde el vamos nos planteó la necesidad de recomponer el actor juvenil en la discusión política argentina. Se remontó a su experiencia en los 70. Le preocupaba que elaboremos, que hubiera debate, discusión, dinamismo.
A partir de ahí comenzó una nueva etapa. El mismo vértigo y la emoción de los tiempos iniciales del gobierno, pero ahora en primera persona. Tras la asunción de Cristina, las tensiones habían aumentado, el poder mandaba mensajes claros y Néstor nos lo advirtió en febrero del 2008. En su oficina tenía una foto de la pensión donde vivió en La Plata. “De ahí solo dos quedamos con vida; miro todos los días esa foto”, nos decía, al borde la emoción, como para dimensionar de qué estábamos hablando.
El contacto con él se volvía más fluido. Había una cuestión que nos rondaba todo el tiempo. ¿Por qué nos dedicaba tanta atención? Con nuestras taras, tratábamos de estar a la altura de las circunstancias, pero no era fácil. Como generación forjada en los 90, las excrecencias propias de ese tiempo nos acompañaban de manera inconsciente.
Néstor era un entusiasta sin límite; no había dificultad o contratiempo que mellara su optimismo. Casi que al revés: a mayores contingencias, mayor su motivación. Y no era algo que guardara para sí; tenía una tendencia irrefrenable a trasladarle ese optimismo a cualquier interlocutor, sin escatimar ningún tipo de exageración. Recuerdo un día que nos quería convencer que en una movilización de las patronales agrarias había 20 o 30 mil personas, cuando la imagen a simple vista decía que el número era por lo menos cinco o seis veces mayor. Lo hacía como una forma de protección. Sabía cómo vencer, pero necesitaba que el resto tuviera esa misma fe, que no los ganara el derrotismo.
Durante todo el conflicto de la 125 lo obsesionaba proteger a Cristina. No porque creyera ella no pudiera cuidarse sola; su confianza en que iba a ser una gran presidenta era absoluta. Sin embargo, le dolía que Cristina no tuviera los cien días de gracia de todo presidente. La extorsión de los poderes fácticos arreciaba en los albores del nuevo gobierno, al que de entrada le anotaban los cuatro años y pico precedentes en la cuenta.
Estábamos en plena batalla y nosotros éramos sus soldados, por supuesto que en sentido figurado (para que nadie se confunda). Esperábamos con todo anhelo sus misiones, nos llenaban de orgullo. “Néstor quiere esto, Néstor quiere lo otro”, era música para nuestros oídos. Ese 2008 fue particularmente picante. El interior de la provincia era un terreno casi vedado para el gobierno, lo mismo que algunas zonas del interior del país. La ruralidad se había puesto en pie de guerra y nosotros teníamos que ver la manera de penetrar esos bastiones, ya sea porque él quería hacer un acto, una reunión o lo que fuera. En muchos casos cerraban los accesos a los pueblos, cortaban rutas; había que ver la manera de llegar, y ahí estábamos nosotros. De la misma manera, acompañábamos a Cristina en esas paradas bravas.
En pleno conflicto se planteó un desafío: había que ganar la calle. Si bien Néstor se había retirado del gobierno con un 70% de imagen positiva y Cristina había ganado la elección del 2007 con total holgura, el proyecto político carecía de una raigambre militante sólida, al menos en términos de una mística propia. Se había llenado la Plaza el 25 de mayo de 2006, en una contundente demostración de fuerzas, pero no eran tiempos de canciones vivando a Néstor, ni a Cristina, ni de tatuajes y demás señales que marcaran una identidad fuerte.
La tensión de la 125 escalaba y el desvelo de Néstor era no ceder la calle. El 25 de marzo, luego de un discurso de Cristina, a eso de las 19 horas, comenzaron a convocarse sectores críticos al gobierno a la Plaza de Mayo. Nuestro dispositivo aún estaba corto de reflejos, pero rápidamente un núcleo de 300 compañeros nos reunimos en Perú y Avenida de Mayo. El objetivo era entrar a la Plaza; el problema era que frente a nosotros se había nucleado una multitud de diez mil personas.
Pero más allá de la diferencia numérica, nosotros estábamos mejor organizados, y nos sobraba fe para avanzar. Varios de los diversos referentes de las distintas organizaciones estaban allí, al frente de esa columna improvisada en la emergencia. Tampoco los de enfrente podían tener en claro cuántos éramos nosotros… Entonces apareció un elemento que fue decisivo. Todos nos aferramos a un rumor que circulaba y que afectó decididamente la correlación de fuerzas: Luis D´ Elía estaba llegando con una multitud desde La Matanza. Ya estaba en la 9 de julio, nos decíamos. Era cuestión de aguantar.
La realidad fue que Luis llegó acompañado de no más de cinco personas, pero su presencia fue decisiva en términos psicológicos. Creyendo fervientemente en que detrás de él había una multitud, empezamos a avanzar; y los de enfrente, creyendo lo mismo, empezaron a retroceder. Así nos hicimos de la plaza. Así también nacía una épica de resistencia en el gobierno. Comprendimos que tener el gobierno no era tener el poder y que nos debíamos una construcción de sentido más profunda.
Para nosotros no cabía ninguna duda respecto a que Néstor y Cristina eran actores excepcionales de la política argentina.
Días después nos convocó Néstor a Olivos. Apasionado como siempre, nos bajaba línea sin parar. En un momento apareció la imagen de Luis D ´Elía en un televisor y dijo: “Si no fuera por este, no sé si estábamos acá”, con su particular dicción.
Las reuniones con él eran maravillosas; una topadora que hablaba sin parar. Sabiendo que su tiempo era escaso, nos bombardeaba con frases e ideas. Salíamos cargadísimos, muchas veces entendiendo parcialmente algunas cosas, que solo el tiempo iría ayudándonos a interpretar. La verdad es que aprovechábamos cada minuto con él. Lo vivíamos como un sueño.
Poco después tuvimos otra misión: bancar las carpas en la Plaza de los Dos Congresos. Cristina había decido trasladar el debate de la 125 al parlamento y nosotros debíamos generar un ámbito para que la militancia acompañe. La política, a la vez, mostraba sus miserias: el presidente que se había retirado con el 70 % de aprobación y la presidenta que había ganado por amplio margen las elecciones comenzaban a lidiar con el juego zigzagueante de la dirigencia frente al apriete del poder.
Para nosotros no cabía ninguna duda respecto a que Néstor y Cristina eran actores excepcionales de la política argentina. Sin embargo, para buena parte de la dirigencia (atravesada por los altos niveles de escepticismo, o por los aprietes del poder), el ex presidente y la presidenta eran figuras de transición que habían iniciado su proceso de ocaso. Mientras parte de la dirigencia defeccionaba, quizás como le pasara a Juan Perón en las jornadas posteriores al 8 de octubre de 1945, algo que se venía gestando en el subsuelo de la Patria comenzó a sublevarse.
Con mucho empeño y esfuerzo logramos poner en pie aquellas carpas. Junto a la militancia de todas las organizaciones, intendentes y sectores del movimiento obrero que no jugaban a las escondidas, pudimos bancar esas semanas de tensión permanente que derivaron en el voto no positivo. Y cuando todo parecía derrumbarse, como el ave fénix el proyecto político iniciado en el 2003, volvió a nacer.
Hasta había llegado a rumorearse la renuncia de Cristina. Los que “sabían” de política nos decían que no había forma de seguir, los que “no sabíamos” de política estábamos convencido que íbamos a seguir y por mucho tiempo. Cristina, la más firme de todas; y Néstor, con más ganas que nunca. A plena iniciativa salimos a jugar un segundo tiempo que parecía con resultado puesto. Contra todo, contra todos, salimos adelante.
Estatización de aerolíneas, recuperación de los fondos de los trabajadores en manos de la AFJP, matrimonio igualitario; esos y otros hitos nos permitieron recuperar la iniciativa. Como si no faltaran problemas, el mundo comenzaba a enfrentar la crisis económica más profunda desde el crack del 29.
“A algún editorialista se le ocurrió denominarnos ´falange kirchnerista´ y Néstor se enojó muchísimo. ´Salgan a responder, no hay dejarla pasar´, dijo”.
Paralelamente, La Cámpora germinaba y comenzaba a tomar relevancia mediática. El poder había identificado ese dispositivo en el que Néstor ponía tanta atención, pero que casi pasaba desapercibido para la dirigencia en general (salvo honrosas excepciones que siempre acompañaron desde los inicios). A algún editorialista se le ocurrió denominarnos “falange kirchnerista” y Néstor se enojó muchísimo. “Salgan a responder, no hay dejarla pasar”, dijo. Y rápidamente nos pusimos a la redacción de un comunicado para responder la delirante acusación, que no tenía nada de inocente. Él lo sabía. Como harían desde ese día hasta el infinito, la demonización de la militancia juvenil fue el deporte predilecto de cierta prensa.
Llegó el 2009, en plena crisis y con la gripe A desplegándose, y se adelantaron las elecciones. El espacio había sufrido fisuras a partir de las tensiones por la 125, pero esos huecos fueron rebasados por una frondosa militancia que pedía más protagonismo y ponía todo sin condicionamiento alguno.
La campaña fue una maratón y Néstor se la puso al hombro. Sin especular se ubicó al frente en la defensa del gobierno de Cristina. Todas las personas tienen su ego y, más allá de los afectos, no cualquiera abandona la zona de confort de haber terminado la presidencia con altísimos niveles de aceptación para dar una disputa en el marco de las siete plagas de Egipto. De la misma manera que se privó de la reelección que hubiera hecho justicia con el ballotage que no tuvo en el 2003, asumió el desafío de jugarse el todo por el todo, exactamente como haría Cristina en el 2017.
Visiblemente molesto, no se dejó ganar por la bronca, reconoció el triunfo de quién hoy ya no es ni un recuerdo para la política argentina y enseguida marcó agenda de futuro y nos convocó a ganar en el 2011.
Nunca antes una campaña fue tan claramente calle contra tele. Néstor surcaba el conurbano para tratar de empardar esa distancia que la tele le saca a la realidad con su celeridad frenética. No se llegó a ganar, pero evitamos una derrota más abrupta que hubiera sido catastrófica. Aquel 28 de junio, ya madrugada del 29 en el Hotel Intercontinental, búnker del FPV a la sazón, se marcaría otros de los hitos icónicos que marcarían a nuestra generación.
Mientras la carga de datos se mostraba hostil a nosotros, los fantasmas de la 125 comenzaban a sobrevolar nuevamente. Todo fue repentino y dantesco. Nosotros teníamos unas poquitas pulseras para poder entrar al búnker; afuera llovía y estaba la mayoría de nuestra militancia. Con las dificultades del caso, nosotros tratábamos de ir entrando por tandas a todos los compañeros y compañeras. En esa ardua misión estábamos cuando de repente, sin más, se produjo una estampida, y el hotel prácticamente se vació. La tendencia era irreversible: íbamos a perder la elección. Así que se fueron todos. Ante tan indigno espectáculo se volvió fácil hacer entrar a la militancia.
Así que copamos salón de actos y, como esas hinchadas que le reconocen el esfuerzo al equipo cuando la suerte resulta esquiva, comenzamos a cantar sin parar. Pueden haber sido un par de horas. Finalmente, apareció Néstor, acompañado del resto de los integrantes de la lista. Visiblemente molesto, no se dejó ganar por la bronca, reconoció el triunfo de quién hoy ya no es ni un recuerdo para la política argentina y enseguida marcó agenda de futuro y nos convocó a ganar en el 2011.
A la semana siguiente apareció de sorpresa en un plenario de Carta Abierta en el Parque Lezama. Habría entre cien y doscientas personas. Dio un discurso y redobló la apuesta. Era como esa película de los ochenta, Retroceder nunca, rendirse jamás, pero en la realidad. No existía la posibilidad de aflojar.
A la salida de las elecciones hubo cambio de gabinete y por primera vez tuvimos lugar en el ejecutivo. Mariano Recalde asumió como titular de AA; al poquito tiempo, yo fui convocado para ser funcionario de la Jefatura de Gabinete que estaba a cargo del Aníbal Fernández. En ese tiempo el acercamiento se consolidó. Empezamos a participar en ámbitos de mayor intimidad, como eran los picaditos de fútbol en Olivos y luego los asados. Ahí se podía hablar de otra manera, no tan apremiados por los tiempos de las reuniones y demás.
Un día nos dijo: “A cada lugar que voy en cualquier parte del país, veo una bandera de La Cámpora”, y reventamos de orgullo. No había sido fácil para nosotros. Por una convicción personal que compartíamos con Máximo y que Néstor siempre sostuvo, no queríamos poner el carro delante del caballo; no queríamos apelar a una estructura hueca que resolviera la logística de una movilización sin que hubiera sólidos fundamentos ideológicos y militantes que dieran ganas de movilizar. Así era y lo sigue siendo: que la construcción política la sostengan los compañeros con su propio esfuerzo. Ya sea de desde mantener la Unidades Básicas hasta pinar nuestras banderas y demás. En ese contexto, la frase era un bálsamo sin parangón.
Del esfuerzo de la campaña le había quedado una idea fija: después de entrar en casas y casas del conurbano profundo, su conclusión era que “faltaba llegar bien abajo”. La respuesta fue la Asignación Universal por Hijo y el Programa Argentina Trabaja. Porque más allá de la recuperación entre el 2003 y 2007, el estancamiento del 2008 comenzaba a golpear especialmente a aquellos sectores que aún estaban rezagados.
Néstor ya estaba en campaña para el 2011. Hacía encuestas todo el tiempo, y todos los meses subíamos un puntito. La cuenta daba para llegar en el 2011 a los 40 puntos y ver que nadie reagrupe por encima de los 30. Cuando le preguntábamos qué pintábamos en las paredes, si su nombre o el de Cristina, decía: “Pinten Néstor 2011, así me llevo la marca”.
Ya en el 2010 se lo veía bastante hastiado respecto al débil compromiso de ciertos actores. Solía repetir que ni él ni Cristina iban a ser candidatos para defender los negocios de la corporación política; lo serían solamente para consolidar la transformación. Se mostraba particularmente molesto con aquellos que no dimensionaban el carácter de la disputa. “Por un concejal rifan un proyecto de país”, solía repetir.
El 11 de marzo había reasumido la presidencia del PJ (a la que había renunciado de manera verbal el 29 de junio de 2009, tras una conferencia de prensa junto a Daniel Scioli y Alberto Balestrini). Fue en un acto en Chaco junto al “Coqui” Capitanich. Como siempre estábamos ahí y nos volvíamos apenas terminaba porque al día siguiente Néstor participaba en un acto en Ferro del Movimiento Evita con Hugo Moyano, al que habían convocado a todos los sectores de la militancia. En aquel acto surgió el Nestornauta; nuestra convocatoria llevaba esa imagen, aunque esa vez pasó desapercibido.
Semanas después llegó el Bicentenario. La participación popular desbordó toda previsión y se transformó en el impulso que faltaba para llegar competitivos a las elecciones. Fue mérito excluyente de Cristina. Néstor no había creído mucho en aquello, pero con la realidad a la vista, no le quedaban dudas: se había producido un quiebre cultural que recomponía el vínculo del gobierno con la sociedad, sobre todo con los esquivos sectores medios.
Por aquellos días, Néstor quería que hiciéramos un acto que pusiera de manifiesto el crecimiento de la militancia juvenil organizada, un fenómeno que se desarrollaba, pero que aún no era percibido con justeza por el conjunto de la política ni por la sociedad. “Hagan un Luna”, nos repetía; por alguna cuestión que todavía ignoro, ese era el lugar. Quizás porque ahí se conocieron Perón o Evita; no sé; la verdad es que a todos nos cerró y nos pusimos a trabajar.
La fecha original era el 16 de septiembre, por el día de la Juventud, en homenaje a los caídos en la Noche de los Lápices. Pero tuvo que ser el 14, porque el 16 estaba reservado y resultó inamovible. Todos los viernes, Néstor mostraba su interés por el tema: nos preguntaba, nos corría con que si no armábamos el acto lo armaba él… La consigna era “Néstor le habla a la juventud, la juventud le habla a Néstor”. Los afiches buscaban salir de la estética tradicional a los efectos de ampliar la convocatoria.
Néstor vivía la previa del acto como si lo estuviese organizando él; de alguna forma, así era. Nosotros teníamos confianza de llenar el estadio, pero nos embargaba el temor de enfrentar un desafío nuevo, que significaba un salto cuantitativo y cualitativo. En las vísperas, el viernes previo a aquel 14 de septiembre, fuimos a jugar al fútbol a Olivos. Antes de arrancar el partido, parado en la mitad de la cancha, me preguntó: “¿Cómo están para el martes?”. Con prudencia, atiné a responder: “Bien, bien, creo que lo llenamos”. Categórico, me dijo: “El martes explota, el martes entran en la historia”, y se fue para la zaga porque en general se paraba de líbero. Me quedé regulando, dimensionando la situación. Después del partido nos fuimos a cenar. En la sobremesa se me acercó y estuvimos hablando un buen rato; me tocaba ser orador en el acto y, sin hacerlo explícito, íbamos moldeando el discurso.
Al día siguiente, como había ocurrido en el mes de febrero, lo internaron en la clínica Los Arcos. Apenas nos enteramos nos fuimos para allá. Una segunda intervención en tan poco tiempo generaba mucha preocupación. Casi que nos habíamos olvidado del acto, o descontábamos su suspensión. Apenas supimos que había recuperado la conciencia, vino Parrilli y me dijo: “Cuervo, dice Néstor que el acto se hace sí o sí”. Bueno, órdenes eran órdenes, pero aún no nos quedaba claro cómo sería.
El lunes le dieron el alta. Los esfuerzos de Cristina y Máximo para que no asistiera fueron infructuosos; sólo lograron que aceptara no ser orador. Hablaría Cristina. Rápidamente reconfiguramos todo. El martes, como él vaticinó, reventó el Luna y sus adyacencias. Sin dudas se había configurado el acto de juventudes más importante de los 70 a la fecha. Su objetivo de recuperar el actor juvenil para la política argentina se había concretado.
Días después me envió a Venezuela en representación del FPV a las elecciones legislativas de aquel país. Al regreso, fuimos a acompañarlo a un acto en Río Gallegos, en el mítico Boxing. Estaban también todos los gobernadores. A la hora del discurso se lo notó visiblemente emocionado; llegó a quebrarse en un par de ocasiones.
Nosotros habíamos ido con un grupo de militantes; para la noche teníamos armado un asado con los compañeros y compañeras de Santa Cruz y con los que habían viajado. Néstor apareció de sorpresa en la sobremesa, momento en que deberíamos ser unos cien. Durante un largo tiempo no paramos de cantar ante él, para él; los más jóvenes no lo podían creer. Se quedó un rato charlando y sentenció: “Tenemos que lograr que en el espacio nacional y popular, ni la progresía ni los conservadores tengan la iniciativa, porque si no eso puede ser un camino de derrota”.
Al irse, nos despedimos en la puerta del predio. Cuando me saludó, me dijo: “pensé que te quedabas con Chávez”, en alusión al viaje que me había encomendado. Esa fue la última vez que hablé con él. A los días, el mundo se nos vino el mundo encima: nuestro Perón de carne y hueso abandonaba el mundo terrenal. Por el pueblo y por Cristina no nos permitimos ahondar demasiado en el dolor o la tristeza. Como él hubiera hecho, salimos para adelante, con aciertos y errores, pero salimos para adelante.
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