Mariano Pacheco comparte un extracto de su libro "Montoneros silvestres" en el que se narra un trágico acontecimiento en las jornadas del 17 de octubre de 1977 en la zona sur del conurbano. El militante Beto Díaz, sobreviviente en aquellos días brinda su testimonio.
Por Mariano Pacheco
Hay una serie de ideas del filósofo alemán Walter Benjamin que me gustan mucho y suelo citar a menudo. En sus “Tesis sobre el concepto de historia” plantea que la historia, precisamente, es objeto de una construcción cuyo lugar “no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío” y advierte que en toda época ha de intentarse arrancar la tradición al conformismo. Su “programa” consiste en “cepillar la historia a contrapelo”, buscar encender en el pasado la chispa de la esperanza, pero no tanto en cuanto “espera” o “ideal” futuro (los “descendientes liberados”), sino como operación del pensamiento que permita gestar en las imágenes de los “antecesores esclavizados” una fortaleza para nutrir las luchas actuales. “Nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia”, dice Benjamin, y recuerda que los dominadores son “los herederos de todos los que han vencido una vez”. Por eso el punto de vista popular que propugnamos busca hacer saltar el continuum de la historia, asumiendo que la clase que está sometida, la clase que lucha contra la opresión, es “el sujeto mismo del conocimiento histórico”. Interpelado por esas ideas elegí este extracto de mi libro Montoneros silvestres (1976-1983). Historias de resistencia a la dictadura en la zona sur del conurbano porque entiendo que muestra de manera cabal cómo, aún en un contexto terriblemente adverso para el peronismo y el conjunto del pueblo en general, ciertas militancias – como la de Beto Díaz, los hermanos Sapag, María Cristina Barbeito, El Flaco Juan y Nora La Rubia, entre otrxs-- sostuvieron a antorcha encendida para que la llama de lucha por la justicia social no se extinguiera.
(Mariano Pacheco, autor del libro)
“Este 17 Montoneros Vence”
Una semana antes del 17 de octubre de 1977, los Montoneros silvestres de la zona sur del conurbano bonaerense lanzan una campaña de agitación y propaganda con la consigna: “Este 17 Montoneros vence”. Beto recibirá varios impactos de bala sobre su cuerpo, en una jornada intensa en la cae muerto uno de los hermanos Sapag.
La consigna “Este 17 Montoneros vence” la difunden los Montoneros silvestres a través de pintadas, volanteadas, carteles y todo lo que encuentran a su alcance, bastante limitado por cierto. Debido a la marcada presencia en la zona que se empecinan en sostener, el Ejército comienza a pisarles los talones. Por aquellos días, se instalan retenes de la policía y el Ejército, al acecho de aquel fantasma que aparece y desaparece sin que lo puedan atrapar.
“Berazategui: un extremista fue abatido en un tiroteo”. Así titula su tapa el diario El Sol de Quilmes, el viernes 28 de octubre de 1977. “Ayer fue abatido en Berazategui un extremista identificado como Enrique Horacio Sapag. El hecho ocurrió cuando efectivos militares sorprendieron –según informó el Comando Zona I del Ejército– a dos hombres incendiando un automóvil en las vías del ferrocarril Roca, en el partido de Berazategui. Se inició entonces un tiroteo “en el que fue muerto el nombrado, mientras que el otro logró darse a la fuga”. En el comunicado dado a conocer por el Comando se indicó que Sapag era integrante de la “banda Montoneros”. Se agregó, además, que su cadáver lo recibieron sus padres”.
(Horacio Enrique Sapag)
Lo que no saben en el diario, ni las fuerzas represivas, es que quien se ha escapado es Víctor Hugo, el mismo que meses atrás logró fugarse de un campo clandestino de detención, sin darles el gusto de denunciar a sus compañeros. Beto, como le dijeron siempre sus compañeros y amigos, se dirige entonces a la casa de una compañera en Florencio Varela y juntos, a modo de precaución, deciden irse (“levantarse”, según la jerga de la época). Pero la retirada no será ni tranquila ni ordenada.
Cuando se encuentran en pleno repliegue, se cruzan con una patrulla policial, que inmediatamente comienza a dispararles. Es la segunda balacera a la que se ve expuesto Beto en pocas horas. Nuevamente logra salvar su vida, aunque herido de gravedad. La compañera, en cambio, es herida de muerte por las balas de la represión. María Cristina Barbeito estudiaba psicología en la Facultad de Humanidades de La Plata. Tenía 23 años y venía de La Pampa. Su compañero ya integraba entonces la larga lista de desaparecidos.
“La compañera alcanza a dejar a su nene en el piso. Así logra salvar su vida –relata Beto–. Luego, por el cuñado de esta compañera, nos enteramos que Pedrito fue recuperado por la familia. También que Paz era el apellido del cana que disparó. Un tipo morocho, fortachón. Un tipo imparable con la ametralladora”.
El coche en el que se dirigían quedó destruido, producto de las ráfagas de fusil FAL, de ametralladora y de escopeta que recibe. “¿Cómo te salvaste?”, le pregunto a Beto al momento de la entrevista. Él me cuanta que los tipos no dejaban de avanzar, desplegándose, abriéndose en abanico. “Pero yo me sigo defendiendo, los repelo con mi 9 milímetros”. Es ahí, recién, cuando puede salir del auto. Pero la compañera que viaja a su lado ya se encuentra sin vida. “Salgo y empiezo a correr. Ellos me persiguen”. En un momento, cuando cree que lo están por agarrar, cuando ya no tiene fuerzas y escucha que le gritan “alto”, ve que hay un milico que está apuntándole de rodillas con un FAL. “Me quedaba el ultimo tiro, así que disparo y comienzo a correr”.
En ese momento lo único que atinó a pensar fue que había llegado el final. Mientras se escapaba, mientras esperaba que lo remataran, siempre corriendo, puede observar al darse vuelta que el tipo en vez de disparar se había subido a una camioneta, para perseguirlo junto con otros. “Yo corrí y corrí, hasta que los perdí”.
Caminando, todo ensangrentado, llega al centro de Florencio Varela. Siente que no da más; que ya no tiene fuerzas. “Entonces golpeo una puerta y me atiende una señora con un nenito. Le cuento lo que me pasó, le digo que no se asuste y que necesito ayuda. La mujer salió corriendo. A mí sólo me quedaba la pastilla de cianuro. Pero llega el marido en un Fiat 600 y me dice que me lleva a donde yo quiera. Y fui, adelante. Ya no podía manejar, ni caminar. Le pedí una frazada, estaba desangrándome”.
Pero eso no fue todo. El día es largo, y a veces, puede tornarse interminable.
Avanzando con el auto pueden ver que la rotonda de Mosconi se encuentra cercada por las tropas del Ejército. “No tengo escapatoria”, pensó Beto entonces. Pero no se movió. Casi que no respiraba. El auto pasó despacito y no los pararon. Les pidió que lo llevaran a Ezpeleta, a la casa de su hermana, donde se quedó dos días.
“Mis hermanos, desesperados, van en busca de médicos, pero no los consiguen. Entonces mandan a buscar a un estudiante de La Plata, que estaba haciendo su residencia en una sala de Villa España”. Pienso de inmediato en que el pibe es detenido, quien sabe, tal vez torturado, asesinado… Pero no. Me cuenta que cuando pasan delante del control que el ejército había apostado frente a la fábrica Ducilo, los detienen, sí, pero sólo por un instante, y luego, los dejan ir… para comenzar a perseguirlos. Porque ni bien la hermana de Beto mira hacia atrás, puede darse cuenta que los están siguiendo. Entonces se meten por calles internas, tratando de perder a la patrulla, cambiando el recorrido para dirigirse ahora a la casa de otro familiar. “Los tipos –continúa Beto– se vuelven locos y cuando llegan a la casa de mi abuela terminan metiendo a todos en cana”.
Al día siguiente, cuando Beto ve que no llegan ni el médico ni sus familiares, pide que lo saquen del lugar. Envuelto en una frazada, sube a un taxi y recién ahí, tres días más tarde, puede tomar contacto con sus compañeros, que lo pasan a buscar.
Cuesta, treinta y cinco años después, pensar en cómo se comunicaban, no sólo por la situación represiva, sino también porque obviamente no había entonces internet, ni celulares, nada de eso. Pregunto cómo era que se comunicaban.
“El mecanismo que utilizábamos era dejar un mensaje telefónico. Como en ese momento no había muchos teléfonos, la gente alquilaba su servicio. Vos llamabas y dejabas mensajes. Y así, en clave, nos comunicábamos. Por supuesto, la cana también lo hacía, para ver si estábamos operando en la zona. Evidentemente ese teléfono no estaba controlado”.
Finalmente, quien va a la cita para hacer contacto con la organización fue su hermano, que por la descripción logra encontrarse con el compañero que hace de enlace.
A las 21.30 horas del martes 1° de noviembre, mientras el Ejército realiza “rastrillajes” por toda la zona, Beto se revuelca en una cama. No puede moverse, prácticamente. Pero ha salvado su vida. Lo han operado con silocaíana a falta de anestesia y ha pasado toda la noche con fiebre. Pero salvó su vida.
“Me la salvaron ellos –aclara Beto–. Carlos Cari, a quien apodábamos El Flaco Juan, junto con su mujer, Nora La Rubia. Él estaba terminando la carrera de medicina en La Plata, y era además miembro de la estructura de sanidad de la organización. Ellos me salvaron la vida”.
Beto lleva dentro de sí el recuerdo de María Cristina y de Horacio, asesinados en aquellas jornadas de octubre de 1977. Y el de Carlos y Nora, que fueron detenidos-desaparecidos, juntos, en agosto de 1980. También lleva adentro esa bala de fusil FAL, que nunca se pudo sacar de su cuerpo.
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