lunes, 12 de octubre de 2015

Las 26 mil Por Cynthia Ottaviano

A seis años de la sanción y promulgación de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, reflexionar en términos meramente alfanuméricos, como si se tratara de una ley aislada, con logros matemáticos, y no una parte sustancial de la construcción popular de un nuevo Estado que promueve y salvaguarda los Derechos Humanos, es un error de comprensión política.

Porque la llamada "ley de medios" no está sola, aislada, sino que es inescindible del cambio de paradigma social y cultural que el pueblo argentino decidió fundar entrado el siglo XXI.

La Ley de Medios Audiovisuales se entrama con virtud de artesano y precisión histórica, por lo menos con otras seis leyes: la de Protección Integral de los derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes, número 26.061; la de Protección Integral a las Mujeres, para prevenir, sancionar y erradicar la violencia en los ámbitos en que desarrollen sus actividades interpersonales, número 26.485; la de Identidad de Género, número 26.743; la de Matrimonio Civil, más conocida como de Matrimonio Igualitario, número 26.618; la Nacional de Salud Mental, número 26.657; y la del Código Civil y Comercial de la Nación, número 26.994.

Para la lectora o el lector más avezados en notar las coincidencias, habrán visto que todas comienzan con el número 26 mil. Y no es casualidad o mera oportunidad de jugar a la lotería.

Se trata de la muestra más evidente de que son leyes de un período histórico determinado. De que es la decisión más clara de un pueblo que supo poner en sintonía su institucionalidad, logrando que los poderes ejecutivos –encabezados por Néstor y Cristina Kirchner-, Legislativo (y algo del Judicial, para que no las detengan del todo cuanto menos) estén al servicio de sus intereses, rechazando los privilegios para pocos, al levantar las banderas de los Derechos Humanos.

Sólo una verdadera revolución ciudadana puede determinar la batalla cultural que implica el cambio de un paradigma neoliberal, mercantilista y deshumanizado -que oprimió tantas voces, ideas, proyectos, historias, culturas y sueños, en definitiva, personas-; a otro en la perspectiva de los Derechos Humanos.

Porque todas esas leyes tienen en común la creación de una matriz potente e inclusiva que despide del centro de la escena al lucro ventajista para poner a las personas como protagonistas, como nuevos sujetos disruptivos de derechos.

En el caso de la Ley de Medios Audiovisuales proclama que la comunicación no es un negocio sino un derecho humano; que la información no es una mercancía, sino que implica responsabilidad social, porque es una actividad de interés público; y no ya de unos pocos empresarios, que camuflan sus intereses sectoriales con los de la sociedad en su conjunto.

Porque como ocurre en la Argentina con la salud y la educación, la comunicación es pública. Toda la comunicación es pública. Luego su ejercicio podrá ser de gestión privada, con o sin fines de lucro, o de gestión estatal, por ejemplo, o de pueblos originarios. Pero tan pública es, que el Estado tiene un rol clave como garante y promotor. Porque la democracia se asfixia si la comunicación es de unos pocos; mientras que respira, sana, fuerte y robusta cuando reconoce que se trata de un derecho humano.

La ley de protección integral de la niñez y adolescencia reconoce que los chicos y chicas no son objetos de tutela, ni consumidores; sino personas en desarrollo, con autonomía, capacidad de opinión, organización y acción, y con un interés superior que deberá prevalecer siempre.

La de protección integral a las mujeres declara que no son objetos de posesión y dominio, con incapacidad y a merced del uso por parte de los machos todopoderosos. Al contrario, reconoce que las mujeres son plenos sujetos con derecho a vivir una vida libre de todo tipo de violencias: físicas, psicológicas, económicas, osbtétricas, simbólicas y mediáticas.

A su turno, la ley de identidad de género dio protagonismo a las personas para que determinen cuál es su vivencia interna, su identidad autopercibida, que puede corresponder o no con el sexo asignado al nacer; expresando que ese camino interior, esté acompañado o no por una estética determinada, implica trato digno y aceptación por parte de todas las instituciones, públicas o privadas, y por supuesto por el resto de las personas.

Tanto como la orientación sexual, que no puede ser causal de discriminación ni de impedimento de libre y universal acceso a los derechos, consagrando en la ley de matrimonio igualitario el enlace civil entre personas del mismo o diferente sexo, con derecho también a ser padres y madres.

La ley de salud mental cambió el concepto de paciente, incluso peligroso, por el de personas; el de incapaz por el de autonomía de las personas con padecimiento mental; el de la manicomialización por el de la externalización; el de los cuerpos inertes, por el de personas que no deben ser sometidas a injerencias arbitrarias sobre su propio cuerpo; con dignidad, reserva y secreto sobre su historia.

Y la del Código Civil y Comercial de la Nación, dejando a Vélez Sarsfield en la ciénaga de hace dos siglos, ahogándose en su pensamiento decimonónico; para expresar ahora las perspectivas contemporáneas de las leyes mencionadas, otorgando igualdad de oportunidades para grupos históricamente vulnerados y desfavorecidos, comprendiendo que ya no hay una familia, sino familias, por ejemplo, y por eso la necesidad de deconstruir y resignificar.

El diálogo entre estas leyes de la última década supone una nueva forma de comprender las vidas y el mundo. Una nueva forma de organización y redistribución de las riquezas económicas y simbólicas del país. Por eso son resistidas por los dueños históricos del poder conservador, del dinero y la palabra, que nunca debió alcanzar el estatus de propiedad privada.

Cuando se empodera así a la ciudadanía, cuando se establecen políticas públicas sistemáticas y sostenidas en el espacio, pero sobre todo en el tiempo; cuando se difunden los derechos de manera que puedan reclamarse si no son efectivos; se dan pasos colectivos irreversibles hacia una democracia más participativa, más justa, igualitaria y diversa.

Por eso, más que contar cuántas frecuencias de radio y televisión se multiplicaron por cientos estos años, cuántos millones de pesos se otorgaron para promover la comunicación audiovisual, cuántos reclamos y denuncias recibió y solucionó la Defensoría del Público, a cuántas audiencias públicas convocó y a cuántas personas capacitó; creo que hoy es necesario pensar sobre la necesidad de ahondar los esfuerzos para descolonizarnos culturalmente, para fortalecer la autoestima nacional y comunicacional, para reconocernos como ese país pujante, profundizador de los Derechos Humanos, que debe decirse a sí mismo, dejando de ser dicho por otro, con intereses sectarios y corporativos que no nos expresan. Ni nos representan. Ese también es el desafío.

11/10/15 Tiempo Argentino

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