Rebautizada como Hipólito Yirigoyen, la Avenida Pavón fue y sigue siendo una muestra condensada de los conflictos políticos y sociales del conurbano sur. A lo largo de 60 kilómetros y 14 ciudades, tiene en sus veredas un largo historial de caudillos territoriales, un pasado industrial que resiste y una cantidad de votos que puede definir una elección presidencial. Bonus track: los datos claves de Pavón y las historias de los lectores.
El 8 de junio de 1948 los dirigentes peronistas de Avellaneda decidieron tener un gesto amable con la competencia radical. Eran los primeros tiempos de la polarización rabiosa alrededor del PJ. Durante la primera presidencia de Perón, en contra de lo que hoy se podría suponer, el clima era mucho más encarnizado que el de su revival kirchnerista. En parte por eso los concejales y el intendente peronista de Avellaneda, José Domingo Afalo, habían resuelto en 1948 tender un puente hacia el bloque radical, con el que convivían diariamente a los gritos. Otro motivo era que muchos dirigentes peronistas tenían un inocultable pasado yrigoyenista: la prenda de paz fue cambiar el nombre de la mítica avenida Pavón por el de Hipólito Yrigoyen.
Las claves de Pavón
Algunos metros más ancha que hoy, todavía parcialmente adoquinada y con un boulevard arbolado en algunos tramos, Pavón ya marcaba el pulso político y comercial de gran parte de la provincia de Buenos Aires.
La sustitución de importaciones y el desarrollo de la industria liviana habían hecho base en la zona sur, con nuevas fábricas y expansión de las existentes. Pavón era la vía que marchaba paralela al Riachuelo y conectaba ese nuevo mundo en crecimiento con el de la Capital. A lo largo de sus 60 kilómetros, con una numeración que iba del 1 al 31900, la avenida cruzaba Avellaneda, Gerli, Lanús, Remedios de Escalada, Banfield, Lomas de Zamora y Temperley, entre otras localidades que hoy ya suman 14 y nuclean a más de 2 millones de personas.
En Pavón 252, el caudillo Alberto Barceló, conservador popular y cinco veces intendente de Avellaneda entre 1909 y 1940, había instalado su comité más importante, con un sector especial para al escolazo (semi) autorizado. Ahí, donde a su vez solía cantar Carlos Gardel, “Don Alberto” Barceló preparaba su cóctel de recaudación económica, juntadero de chismes, control social y resolución pacífica de conflictos, que excepcionalmente se zanjaban a los tiros.
El 8 de junio de 1948 los dirigentes peronistas de Avellaneda decidieron tener un gesto amable con la competencia radical. Eran los primeros tiempos de la polarización rabiosa alrededor del PJ. Durante la primera presidencia de Perón, en contra de lo que hoy se podría suponer, el clima era mucho más encarnizado que el de su revival kirchnerista. En parte por eso los concejales y el intendente peronista de Avellaneda, José Domingo Afalo, habían resuelto en 1948 tender un puente hacia el bloque radical, con el que convivían diariamente a los gritos. Otro motivo era que muchos dirigentes peronistas tenían un inocultable pasado yrigoyenista: la prenda de paz fue cambiar el nombre de la mítica avenida Pavón por el de Hipólito Yrigoyen.
Las claves de Pavón
Algunos metros más ancha que hoy, todavía parcialmente adoquinada y con un boulevard arbolado en algunos tramos, Pavón ya marcaba el pulso político y comercial de gran parte de la provincia de Buenos Aires.
La sustitución de importaciones y el desarrollo de la industria liviana habían hecho base en la zona sur, con nuevas fábricas y expansión de las existentes. Pavón era la vía que marchaba paralela al Riachuelo y conectaba ese nuevo mundo en crecimiento con el de la Capital. A lo largo de sus 60 kilómetros, con una numeración que iba del 1 al 31900, la avenida cruzaba Avellaneda, Gerli, Lanús, Remedios de Escalada, Banfield, Lomas de Zamora y Temperley, entre otras localidades que hoy ya suman 14 y nuclean a más de 2 millones de personas.
En Pavón 252, el caudillo Alberto Barceló, conservador popular y cinco veces intendente de Avellaneda entre 1909 y 1940, había instalado su comité más importante, con un sector especial para al escolazo (semi) autorizado. Ahí, donde a su vez solía cantar Carlos Gardel, “Don Alberto” Barceló preparaba su cóctel de recaudación económica, juntadero de chismes, control social y resolución pacífica de conflictos, que excepcionalmente se zanjaban a los tiros.
Años después, el 17 de octubre de 1945, miles de trabajadores de los frigoríficos, empresas de la carne, el cuero, textiles y metalúrgicas marcharían por Pavón rumbo a Plaza de Mayo, para exigir la liberación del líder inesperado.
Con tales hitos entre sus antecedentes, el rebautismo de Pavón con guiño radical era toda una ofrenda. El acuerdo inter-partidario era que cada municipio votara el cambio de nombre. Empezó Avellaneda y, a partir del 8 de junio de 1948, Pavón pasó a ser Yrigoyen desde la bajada del puente viejo de Barracas, una vistosa reliquia de hierro, madera y remaches, que incluso es previa a la Primera Junta de Mayo.
Dos meses después de esa sesión, un discurso visceral de Perón en contra del “agio y la especulación” puso en rojo nuevamente el debate dentro del Concejo Deliberante de Avellaneda. Y así fue que la pausa cordial entre ambos partidos voló por el aire. El radical Juan Copello pidió la palabra y se la negaron; hubo insultos a Perón, a Alem, a Yrigoyen y amagues de pelea entre ediles impecablemente trajeados. Esa fue la dinámica hasta que los opositores abandonaron el recinto. En venganza, casi en estado de emoción violenta, los concejales peronistas votaron volver a cambiar el nombre de la avenida, que ya era Hipólito Yrigoyen en los demás municipios del sur bonaerense. Pero en vez de retomar el histórico título de Pavón, que era el nombre impuesto por Bartolomé Mitre a la avenida hacia fines del siglo XIX, optaron por uno más provocativo y personalista: Presidente Perón.
“Fue una medida punitiva de los peronistas. Los debates y las intervenciones figuraban en el diario de sesiones de la época, que ahora se perdió”, se lamenta Rudy Varela, historiador veterano de la zona sur. Varela nació hace 80 años en Piñeyro, Avellaneda, y no se separa de su carpeta escolar, llena de recortes de diarios, fotocopias y anotaciones. Aunque Rudy casi no necesita revisar sus archivos, porque lleva la historia de su barrio grabada en la mente, hasta en los detalles más inverosímiles.
Desde esa sesión caliente de 1948 y hasta el golpe militar de 1955, Pavón fue Presidente Perón a la altura de Avellaneda, e Hipólito Yirigoyen en los municipios siguientes. A partir de la llamada Revolución Libertadora del 55, la avenida volvió a ser Pavón solamente en Avellaneda (lo que recién se modificaría en 1987), y se mantuvo como Yrigoyen en el resto del conurbano.
Así, si bien ya lleva varias generaciones con el nombre Yirigoyen, a la fecha sigue siendo mucho más conocida entre nativos y visitantes -hagan la prueba- por su nom de guerre de avenida Pavón.
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Entrar a Avellaneda por Pavón implica sumergirse en un sky line caótico de cables y construcciones en monocromo. No hay árboles o alguna manifestación del reino vegetal a la vista. Y esa es la única vía directa que tienen miles de personas de moverse por el sur, desde Avellaneda hasta Brandsen, donde Pavón se transforma en la ruta provincial 210. Según datos de la Dirección General de Estadística y Censos de la Ciudad, sobre la base de información del Indec y la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), más de 1,2 millones de personas viven (o más precisamente, duermen) en el Gran Buenos Aires y trabajan en la Capital. De esa masa que peregrina diariamente hacia la ciudad, alrededor de 500 mil personas (más varones que mujeres) provienen desde el sur: un ejército de mano de obra menos calificada que la porteña, pero a la vez sumamente funcional. A ese grupo hay que sumarle la minoría que hace el camino inverso: unas 80 mil personas que van a trabajar desde la Capital hacia el sur del conurbano. Y también la elite que se mudó a los countries del sur, sin renunciar del todo a sus lazos y compromisos laborales porteños.
Pavón: las historias de las lectores
Pavón es una arteria obligada que no encontró reemplazo para autos y para las 16 líneas de colectivos que la atraviesan: el tránsito es un embrollo, cargado de bocinazos, embotellamientos y gente siempre al borde de un ataque de nervios. La única alternativa es tomar el tren Roca, que marcha casi paralelo a Pavón y conecta Plaza Constitución, en Capital, con 69 ciudades del sur. Es el medio de transporte oficial de más de un millón de personas por día: obreros, mozos, cuentapropistas, changarines, empleados de comercio, vendedores y buscas. Sobre todo, porque el tren es baratísimo: con la tarjeta SUBE, el boleto desde Constitución hasta Lomas de Zamora cuesta 1,5 pesos. A su vez el Roca sintetiza y explica la mala fama que se ganaron los trenes metropolitanos, con ese combo explosivo de incomodidad, demoras, calor, apretujones y robos, si bien ese cuadro empezó a revertirse en los últimos años.
“Hace más de 15 años que no tomo el tren a la noche. Prefiero subirme al 178 en Constitución y dormir hasta casa. En la estación de Burzaco me espera un remisero amigo que me hace precio”, cuenta Roberto, hincha fanático de Cristina y de Boca, club en el que llegó a ser delegado gremial. Roberto vive en Burzaco, a 15 cuadras de la estación, y actualmente es el encargado de atender el sector baños de calor del edificio céntrico de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires.
Para la clase media, en cambio, existe una opción más amigable. Porque donde hay una necesidad hay un derecho, pero también un negocio para el que lo pueda pagar, se crearon los buses semi-privados que recorren Pavón: el Adrogué Bus y el Lomas Express, camionetas, combis, charters, más modernos y ágiles que un colectivo, con aire acondicionado y asiento garantizado, a cambio de una tarifa de 40 pesos.
Adrogué Bus empezó en 1995 como un servicio de ida y vuelta al centro porteño para unos pocos vecinos del sur. Hoy ofrece paquetes turísticos que llegan a la costa atlántica, y cambió su pequeño y único local de Adrogué por una sede en un gran caserón reciclado, ubicado frente a la plaza principal y a pocos metros de la estación de trenes. En la Capital, tiene tres sucursales: una en Puerto Madero, otra en diagonal al Obelisco, y la más chica en la terminal propia de 9 de Julio y Sarmiento. Funciona desde las 5:20 hasta la 1 de la madrugada, con frecuencias que van de los 3 a los 5 minutos, y sus pasajeros habituales tienen chequeras de 20 pasajes por $700.
Fundado hace 10 años, el Lomas Express opera de la misma manera. El chiste cómplice de sus choferes es llamarlo “Cirio Bus”, haciendo una carambola entre la vedete Jesica Cirio y la influencia política y comercial que le atribuyen a su esposo, el intendente Martín Insaurralde, sobre esa flota de mini-buses. En las últimas PASO, según ejemplifican los choferes por lo bajo, el Lomas Bus se puso al servicio de los votantes y de la tropa del intendente.
En los días de semana, la clientela del Adrogué Bus y el Lomas Express repite los mismos horarios, vestimentas y asientos. Durante dos horas, conviven ritualmente empleados calificados, profesionales, pequeños comerciantes y estudiantes universitarios. Algunos aprovechan para adelantar trabajo por el celular, mientras la conversación no se corte: los contadores asesoran, los abogados contienen y los médicos escuchan y ponen caras sobre el panorama que les espera.
Otros habitués prefieren leer, chatear, tuitear, escuchar música o directamente dormir. “Si tardó una hora de más por algún piquetero, yo duermo una hora más. No me enteró de nada”, explica Sofía, una treintañera que vive en Temperley y trabaja en la justicia porteña.
El paisaje del tour por Pavón, en contra de lo que hoy predican los enamorados del pasado, hace 45 años ya presentaba un inicio muy parecido al actual: “Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado. Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados. Hoy llovió y todavía está nublado”, bluseaba Manal en 1970. Con años de merodeo contemplativo encima, Claudio Gabis y Javier Martínez compusieron ese knock out triste y dulce llamado Avellaneda Blues. Excepto por las descripciones obreristas, el panorama de esa zona de la ciudad se mantiene poéticamente estable desde esa canción.
El principal cambio de ese trayecto de Pavón se dio antes de 1970, con la construcción del nuevo Puente Pueyrredón ordenada por el presidente Arturo Illia a mediados de los sesenta. Los vecinos memoriosos cuentan que en Pavón y Bartolomé Mitre había cinco cines en dos manzanas, de los cuales solo sobrevivió el Colonial, recientemente remozado como teatro. Y que la pueblerina vuelta al perro se extendía por Mitre, desde la Plaza Alsina hasta la intersección con aquella Pavón de luces, tango y marquesinas. Desde la puesta en funciones del nuevo puente, Pavón y Mitre se convirtió en la puerta de servicio de la Capital.
“Esa zona era una fiesta. Había cines; estaba la sastrería Modart en la esquina de Pavón y Mitre; el restaurante Rivero, la tienda de ropa Alfa, la fábrica de sombreros La Ideal, la ferretería de Don Peralta”, recuerda Sergio Suñé, nieto de Alfonso Martínez, más conocido en Avellaneda como el Gallego Don Alfonso, dueño del viejo almacén El Pacífico, ubicado en Pavón y Podestá. Ahora, ese local que vendía fideos, porotos, quesos, galletitas y legumbres a granel, está abandonado.
Sergio Suñé tiene 56 años y trabaja en una de las pocas harineras que sobrevivió en Avellaneda, el Molino Lagomarsino, ubicado a pocas cuadras de donde estaba el almacén de su abuelo. A los 12 años, era igual de corpulento que ahora y manejaba la camioneta estanciera de Alfonso para hacer los repartos. Los policías del barrio sabían que era menor, pero hacían la vista gorda a cambio de un paquete de queso, salame, pan y vino, todo envuelto en papel madera, que les preparaba Don Alfonso.
“Ahora veo como se cayó toda esa zona de Pavón y se me parte el alma”, resume Suñé.
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Desde el año 1983, para el ambiente de la política con su épica en baja, la avenida sería una especie de terminación nerviosa de las correlaciones de fuerzas de cada municipio. Los carteles, pintadas, afiches y locales ubicados a lo largo de Pavón servirían para identificar liderazgos en ascenso, ausencias sugestivas, acuerdos, traiciones y una serie de tramas territoriales no detectadas del todo por el radar aporteñado de los medios nacionales.
“Yo me esperaba el triunfo. Era evidente si conocías la ciudad, aunque la gilada creía que no”, se jacta el ex intendente de Avellaneda Luis Raúl Sagol, 79 años, radical, alias El Chino, mientras gesticula como un dandy en el bar Pertutti de su querida ciudad. Sagol acomoda en el respaldo del asiento su sobretodo verde inglés, marca Alpen Loden, y regala saludos a todo aquel (y toda aquella) que lo reconozca al pasar.
En 1983, el triunfo de Raúl Alfonsín, y sobre todo el de Alejandro Armendáriz en la gobernación bonaerense, terminaron con el mito del PJ como una marca invencible. En pleno conurbano, Luis Sagol obtuvo el 52% de los votos, en una elección en la que las boletas para la presidencia estaban separadas de las del intendente, lo que le agrega mérito y autonomía respecto al triunfo de Alfonsín.
“Había una equivocación: muchos creían que Avellaneda era un bastión peronista, pero la verdad es que esa ciudad de fábricas ya no existía. Los gremios eran nominales. El más importante acá era el de los municipales, que eran 4 mil. Era una ciudad de cuentapropistas, muy distinta a esa del 45, en la que los obreros marcharon por Pavón. Porque ya no había obreros”, recuerda El Chino, hoy mucho más simpatizante del kirchnerismo que de los líderes y candidatos de su partido.
Aunque tras la derrota de Ernesto Sanz ante Mauricio Macri en las PASO de agosto pasado, la UCR no presentará candidatos propios en la elección presidencial de octubre próximo, una ausencia inédita en sus más de 120 años.
Para 1987, Pavón se llamaba Pavón exclusivamente en Avellaneda, y le tocó a Sagol ser el intendente encargado de concretar la unificación yrigoyenista con el resto de los municipios del sur. Eduardo Duhalde, por entonces intendente de Lomas de Zamora, también reclamaba el cambio de nombre. “Mi mamá, que es muy radical, me pregunta cuándo le van a poner Yrigoyen, Sagol”, le insistía el peronista Duhalde al intendente de Avellaneda, que finalmente accedió e impulsó cambio de nombre. Y si bien esa fue la última modificación, bien podría no ser la definitiva: desde hace cuatro años circulan proyectos oficialistas para que Yrigoyen (Pavón, en los hechos) pase a llamarse avenida Néstor Kirchner.
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Eduardo Duhalde es el único hijo de la avenida Pavón que consiguió, aunque sea por un rato y no por la vía de los votos, probar el famoso sillón de Rivadavia. Fue una especie de primus inter pares de otros caudillos territoriales de la zona sur que no pudieron (o genuinamente ni se lo propusieron) exceder los límites de su municipio, como Herminio Iglesias en Avellaneda y Manuel Quindimil en Lanús. En los setenta, Duhalde, Iglesias y Quindimil conducían la “mesa de la tercerita”, como se llamaba a esa entente de la tercera sección electoral, que incluye a los municipios del sur enhebrados por la avenida Pavón.
A fines de los sesenta, Herminio pegó al salto a la política desde el gremialismo, una trayectoria muy usual entonces y casi inaplicable en la actualidad. Fue delegado de Siam-Di Tella y uno de los “culatas” preferidos del metalúrgico Lorenzo Miguel. Se hizo popular en Avellaneda y coronó su ascenso con la intendencia en 1973. En 1983 le ganó la pulseada partidaria a Antonio Cafiero y fue el candidato del PJ para la gobernación bonaerense. Pero perdió con el radical Alejandro Armendáriz, y poco después fue barrido hacia la banquina del poder por el ala renovadora de Cafiero.
En Lanús, “Manolo” Quindimil empezó su carrera como delegado gremial de los municipales. Con el golpe militar de 1955 lo echaron y puso una enorme chatarrería debajo del puente de Escalada: alcanzó una pequeña fortuna, y en 1973 fue electo intendente. Ganó de nuevo en 1983, y fue reelecto en 1987, 1991, 1995, 1999 y 2003.
“Tenían vínculos con los sindicatos y el territorio, además de una estrategia propia y simultáneamente común: no se pisaban la cola entre ellos, porque así potenciaban sus capacidades de escalar en el poder”, explica Jorge Carbajal, vecino histórico de Banfield, historiador part-time y militante peronista de base todos los días.
Desde los cincuenta en adelante, la prioridad de Carbajal fue mejorar la cuadra, el barrio y el municipio a través de la acción política, pero evitando el atajo de la violencia y la manipulación. No fue monto ni facho, lo cual le restó impacto a su prédica y le redujo los colectivos de pertenencia.
“Herminio, Quindimil y Duhalde fueron expresiones de la derecha peronista que, se vería en el tiempo, funcionaran como paragolpes para el avance de la juventud y de la izquierda peronista”, opina Carbajal, mientras camina sin apuro frente a la estación de tren Banfield.
En los setenta, la “mesa de la tercerita” ya era la más gravitante de la política bonaerense: quien conducía la tercerita conducía la provincia. Y quien conducía la provincia, de mínima, condicionaba la estrategia del PJ nacional.
Esa fue la paciente apuesta de Eduardo Duhalde a lo largo de su periplo vital. Al lomense no le daba para la presidencia en 1989, pero sí para forzar a que el candidato Carlos Menem se sentara a negociar: así fue que Duhalde cambió el cargo prometido de vicepresidente por una postulación a la gobernación bonaerense. Como contrapartida, si ambos ganaban, y cualquiera sabía que no se ganaba la nacional si no se ganaba la provincia, Menem le concedería 650 millones de dólares anuales, bajo el ítem de Fondo de Reparación Histórica del Conurbano Bonaerense. Y ganaron los dos.
Además de aceitar compromisos y ampliar el círculo de lealtades, ese chorro de plata le sirvió a Duhalde para mandar a pavimentar Pavón en 1994, desde Lanús hasta Almirante Brown. Esa obra, si bien el asfalto se hundió y se agrietó con las lluvias, fue la última intervención importante que se hizo sobre la avenida.
“Ahora está un poco deslucida, pero a Pavón la reformó mi esposo”, se jacta telefónicamente y desde su caserón de Lomas, Hilda Chiche Duhalde. Si bien vive en Lomas desde hace años, la ex senadora es nacida y criada en Avellaneda, en una casa chorizo de Heredia y Pavón. Chiche guarda buenos recuerdos de la avenida, a pesar de que hace 44 años, cuando ella tenía 15, un colectivo atropelló y mató a su abuela en plena Pavón.
Muchos años después, con su esposo convertido en el indiscutido cacique provincial, el fin de la hegemonía duhaldista empezó con la derrota electoral de 1999 contra Fernando de la Rúa. Pero quedó sellada sobre Pavón el 26 de junio de 2002, cuando el lomense ya había asumido la presidencia tras la crisis del 2001. Ese día la policía reprimió y mató a sangre fría a dos militantes del Movimiento de Trabajadores Desocupados: Maximiliano Kosteki (21 años) y Darío Santillán (22 años). Después de correrlos del puente Pueyrredón, los policías los remataron en la estación Avellaneda del tren Roca, la primera parada bonaerense de la línea.
En 2013, esa estación cambió oficialmente de nombre por el de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki. Y todo ese espacio se convirtió en un manifiesto artístico y político, con un mural en el que los dos muchachos sonríen y agitan una bandera argentina. Los familiares y ex compañeros de ambos siguen exigiendo que, además del castigo a los policías asesinos, la justicia juzgue a los responsables políticos de la masacre, entre los que señalan a Duhalde y a dos de los candidatos actuales: Felipe Solá (entonces gobernador) y Aníbal Fernández (ex secretario general de la Presidencia de Duhalde).
Con la caída de Duhalde también se fue al descenso la influencia y el margen de maniobra que tenía la tercerita. En realidad, despareció algo más significativo que la figura Duhalde. Algo que ya no tuvo reemplazo: el rol del gerente político que representa a los intendentes del conurbano.
Con Néstor y Cristina Kirchner, el poder se centralizó y la negociación con los intendentes pasó a ser face to face, casi sin mediaciones, en especial con los que arrastraban un sospechoso tufillo duhaldista. En 2005, Duhalde ensayó un intento de resurrección de la mano de Chiche Duhalde. Pero su esposa perdió las elecciones legislativas con Cristina Kirchner, y ya no hubo más sobrevida para el último líder parido en Pavón.
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A la vuelta de la democracia, la avenida ya había perdido gran parte de su esplendor industrialista, pero seguía siendo una referencia y un paso obligado para millones de personas. A su vez se mantendría como un termómetro sensible de cada fase del consumo y del cuadro general de la economía: locales en alquiler, locales vacíos, locales llenos o locales limitados a la mera subsistencia.
Eso sí, todos y cada uno de los comerciantes se encomendaría a una estampita, a un sistema de alarmas, a la bonaerense, a la seguridad privada o, más recientemente, a las cámaras y las policías locales. Porque desde los ochenta y los noventa en adelante, el fantasma de la inseguridad también se sumaría a la road movie del sur, Pavón y después.
El sábado 19 de abril de 2014 a la noche, por citar un ejemplo reciente, el entonces senador Aníbal Fernández iba solo en BMW negro por Pavón. No tenía custodia por decisión propia. A la altura de Pavón y Brasil, en Gerli, otro auto le cortó el paso: bajaron cuatro hombres armados. Lo amenazaron y Fernández no se resistió. Se llevaron el BMW y el actual candidato a gobernador bonaerense se fue caminado hasta una estación de servicio. Llamó al 911 y se pidió un remís para volver a su casa.
En la farmacia donde el diputado Jorge Rivas fue asaltado y recibió un golpe que lo dejó cuadriplégico, ya nadie recuerda aquel episodio. A Rúben, el corpulento hombre que se encarga de la seguridad en la puerta de la farmacia, una “Econofarma” ubicada en la esquina de Pavón y Oliden, pleno centro de Lomas de Zamora, la historia le suena muy remotamente. Rúben empezó a trabajar ahí en 2009, y el asalto a Rivas ocurrió el lunes 12 de noviembre de 2007, cuando el actual diputado socialista era vicejefe del Gabinete de Néstor Kirchner. Los demás empleados arrancaron incluso después que Rúben, y ni si quiera registran el caso. Econofarma es una cadena de farmacias que, si bien está abierta las 24 hs, después de las 3 de la tarde cierra la puerta central y sólo atiende a través de una ventanita.
La noche del robo, Rivas había ido a cenar con amigos a la parrilla La Picaza, en Temperley. El entonces funcionario nunca había querido tener custodia ni manejar un auto oficial. Rivas vivía a media cuadra de Pavón y se movía casi siempre en un Volkswagen Gol Rural. A la vuelta de la cena, cuatro cuadras antes de llegar a su casa, frenó en la puerta de la Ecofarma para comprar un remedio. La farmacia está en una esquina céntrica, muy abierta y bastante iluminada, sobre todo por la estación de servicio Shell que tiene enfrente.
Apenas se bajó del auto, dos personas lo golpearon en la cara, se llevaron el Volkswagen y la billetera. Rivas tuvo pésima suerte: la piña que recibió, dada posiblemente con un anillo, le generó una lesión en el tronco encefálico que sólo ocurre en un caso sobre cien.
Ahora, a sus 53 años, se mueve en silla de ruedas y se comunica a través de un puntero láser puesto en una vincha, que le permite marcar letras, armar palabras y hasta algunas frases.
Histórico vecino de Temperley, Rivas cree que hubo una “evolución social” en Pavón y en todo el conurbano sur. Marca un hito en particular: “El cambio más sustancial fue, sin duda, cuando dejó de ser una avenida empedrada y pasó a ser asfaltada”.
Javier tiene 20 años menos que Rivas y trabaja desde 2005 en la Shell de la esquina del robo. Al igual que Rúben, tampoco se acuerda del asalto trágico de 2007. A lo largo de 10 años, Javier sufrió varios robos, algunos con armas, pero ninguno demasiado violento. Para Javier, desde hace dos años el panorama mejoró, a partir de la instalación de cámaras y de la creación de la policía de Lomas de Zamora.
En la otra esquina de Pavón hay un local vidriado de Bed Time, una multinacional que vende colchones. Ahí, Susana atiende amablemente desde hace 17 años. En ese lapso vivió tres robos a punta de pistola, a pesar de que no suele haber mucha plata en la caja, porque el grueso de las ventas se paga con tarjeta (hay varios descuentos, incluido el plan Ahora 12). Susana no tiene miedo, pero hace un par de años optó por mantener la puerta con traba. En teoría, eso le permitiría no abrir si alguien le resulta sospechoso. “Pero sólo en teoría, porque cómo saber”, concluye ella.
En la cuarta esquina de Oliden y Pavón, Sebastián maneja una librería desde hace 19 años, en los que sufrió cuatros robos. El más violento ocurrió en el 2010, cuando gatillaron en falso sobre la cabeza a su hermano. A partir de esa experiencia, se juntó con algunos vecinos y amenazaron con cortar la avenida. Como resultado de esa presión, lograron que la comisaría designara un policía bonaerense fijo a pocos metros. Por las dudas, Sebastián mantiene el botón antipánico y la puerta de la librería siempre cerrada.
Sebastián tiene 42 años y es el único que se acuerda del caso de Rivas: “Qué terrible lo que le pasó, qué mala suerte tuvo”. Rivas, sin embargo, es optimista. Piensa que los actuales liderazgos políticos en Avellaneda, Lanús y Lomas son “sin dudas más democráticos que los de Herminio Iglesias, Manuel Quindimil y Eduardo Duhalde”.
—¿La avenida cobró otra connotación para usted a partir del robo?
—No, al episodio que viví en noviembre del 2007 lo podría haber vivido en cualquier otra calle.
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A días de las elecciones generales, la bienvenida a Avellaneda la da un cartelón del actual intendente, Jorge Ferraresi, junto a Daniel Scioli. Debajo de las caras gigantes, hay dos frases: una adaptación localista del eslogan de Scioli –“Avellaneda para la victoria”-, pegada a la promesa genérica de que “Lo mejor está por venir”.
En las PASO, Ferraresi casi no tuvo competencia de parte de su retadora, la macrista Gladys González. Nacida en Bolívar y sin la más mínima familiaridad con Avellaneda, el PRO la impuso como candidata del sello Cambiemos, ante una mezcla de resistencia y desánimo de sus aliados radicales. Convertido en el jefe indiscutido del peronismo de su municipio, Ferraresi marcha hacia una reelección asegurada.
Si hace 45 años el asfalto de Pavón estaba siempre destrozado, según el blues de Manal, ahora su primer tramo está como mínimo muy desparejo y onduleante. A los costados, en el más allá de Pavón, que a diferencia de la avenida Rivadavia nace y se mantiene siempre de doble mano, aparecen algunas casas tomadas hasta la irrupción de un mojón inconfundible: un Carrefour inmenso. Ese hipermercado francés está en el mismo predio que su antecesor olvidado: el Shopping Sur, el primer centro comercial de la Argentina. Su ciclo vital fue breve: nació en 1986, se recicló al poco tiempo en una especie de Disney conurbano llamado Shoppylandia, y murió en 1997. Y todavía antes del shopping, dos o tres Argentinas previas a la del actual Carrefour, el terreno pertenecía al mítico frigorífico La Negra, de la Corporación de Productores de Carnes. Instalada en 1884, La Negra fue uno de los frigoríficos más importantes del país, reino de chacinados, latas de picadillo y paté, y empleador de medio sur obrero. Hasta su cierre a fines de los setenta, la Negra fue el eje de la Pavón mítica, la de adoquines y tierra, plazoletas, algunas vacas y la línea 3 del tranvía.
A pocos metros del Carrefour, se llega a la estación del tren Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Y justo en diagonal aparece el primer edificio religioso del trip pavonista, que no pertenece a la iglesia católica, ni a alguna rama del judaísmo o de los musulmanes. “Solo Cristo salva”, promete la iglesia evangelista desde su fachada insulsa, una de las tantas que copan la fisonomía conurbana desde la vuelta de la democracia.
Unas cuadras después de la estación de tren, se encuentra otro edificio que también lleva la marca de la crisis del 2001: el de la fábrica de cristales Durax, esa que aseguraba que los platos y vasos “duran toda una vida”, recuperada y cooperativizada por sus trabajadores desde 2002.
Se suceden outlets, mayoristas variados, locales de motos y colchones, hasta que en Pavón al 500 un edificio monstruoso corta la tendencia. Se trata del Estrella del Sur, un complejo de tres torres, 924 departamentos de lujo y promesas de amenities para todos los gustos. El proyecto arrancó en 2008; la construcción, en 2010; y el primer parate llegó en 2013. Desde entonces, la obra quedó prácticamente paralizada, y el edificio se convirtió en un fantasma de hormigón, con miles de huecos sin ventanas. Entre rumores de estafa y protestas de los inversores, al Estrella del Sur le dicen el Elefante Blanco de Avellaneda. Enfrente, desde un local del Partido Obrero, los militantes trotskistas contemplan el edificio con interés clasista, pero a la vez niegan tener intenciones de ocuparlo, tal como se les atribuye.
Recién 15 cuadras después del local del PO aparece el primer cartel del PRO, a un costado de Pavón: es uno de Mauricio Macri no demasiado grande ni vistoso y sin la compañía de su candidata a gobernadora, María Eugenia Vidal, quien se mantendrá notoriamente ausente en la guerrilla por el marketing visual de la avenida. Atrás quedó una gigantografía de Facundo Moyano, el candidato a diputado bonaerense de la tercera fuerza en danza para las presidenciales, el Frente Renovador de Sergio Massa.
En Lanús, a diferencia de Avellaneda, Pavón se vuelve más neurálgica y vital, aunque de ninguna manera más arbolada ni más regular en su pavimento. Sus negocios y pulso diario miran hacia la avenida. Hay bingos, bares, McDonald´s y boliches que intentan hablar un lenguaje moderno. Ubicado en el centro de Lanús Oeste, por Pavón al 4600, el boliche Space trata de ser catch all generacional, desde las tres fotos que decoran su puerta: Mick Jagger, Maddona y Christina Aguilera.
También hay más afiches y locales políticos: del massismo, de microemprendedores del PJ, del PRO, de la izquierda y uno del sindicalista y diputado Víctor de Gennaro, una suerte de Lula da Silva que no logró superar el piso de votos que exigían las PASO. Y a su vez está el primer y último pasacalle de la UCR que se consigue Pavón. Con el logo histórico, un grupo radical reclama el voto para el candidato a gobernador Aníbal Fernández, bajo la inusual consigna de “Una mente brillante para la provincia”.
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Lanús es uno de los pocos municipios del conurbano en los que el resultado de la elección se mantiene abierto. Y gane quien gane la intendencia, habrá una renovación de nombres y de tipos de liderazgo. Tras la decisión presidencial de apurar el recambio generacional y pasar a retiro a algunos caudillos, el viceministro de Justicia e integrante de La Cámpora, Julián Álvarez, es quien tiene las mejores chances en Lanús. En todo el trayecto de Pavón, desde Avellaneda hasta Almirante Brown, Julián Álvarez es el único candidato al que se lo ocurrió incluir en sus afiches a Cristina Kirchner, la presidenta saliente. Lo hizo en dos gigantografías puestas en los márgenes de Pavón: en la foto elegida, tomada de un acto en Casa Rosada, el dirigente camporista está parado en el medio de Cristina y Daniel Scioli.
Ante la certeza del triunfo, muchos intendentes peronistas eligieron qué querían comunicar exactamente con la estética de sus afiches. En Lomas, por ejemplo, Martín Insaurralde decidió no compartir sus carteles con Aníbal Fernández, tampoco con Cristina o Néstor, y ni siquiera con Juan Perón. Salvo por uno en el que sale junto a Scioli, en el resto de los afiches Insaurralde se presenta como “Martín” a secas. Exhibe sonrisa televisiva y camisa blanca abierta, sobre un fondo de vegetación. Porque en Pavón a la altura de Lomas, donde Insaurralde arrasó con casi el 50%, hay casitas estilo inglés y también árboles.
En Almirante Brown, Mariano Cascallares optó por aparecer sin falta junto a Daniel Scioli, tras ganarle a Darío Giustozzi (el principal massista arrepentido) en la interna del FpV. Con menor presencia visual, el candidato macrista de Brown, Carlos Regazzoni, dijo en campaña que “no es descabellado pensar en un Metrobús en Avenida Pavón”. Pero en las PASO, Regazzoni sacó 32 puntos menos que la suma de lo obtenido por Cascallares y Giustozzi, y no tiene chances reales de pelear por la intendencia.
Así, para Cascallares, para Insaurralde y también para Ferraresi en Avellaneda, la única duda electoral es por cuántos puntos de diferencia se impondrán ante sus rivales de Cambiemos.
En Lanús, en cambio, todavía existe cierta incertidumbre. En las PASO, el crédito cristinista sacó un 36,77%, a sólo seis puntos de diferencia del segundo, el ministro de Economía porteño de Mauricio Macri, Néstor Grindetti. Ahora Grindetti apunta a quedarse con una parte del 20% que obtuvo el ex presidente del club Lanús, Nicolás Russo, quien se presentó por el Frente Renovador.
“Lanús fue Pavón-céntrica toda la vida, y eso es algo que habría que cambiar” asegura Grindetti mientras toma un mate cocido en el bar La Diva, ubicado en la transitadísima esquina de Pavón y 25 de Mayo. Grindetti eligió una mesa pegada a la ventana que da hacia 25 de Mayo. Así, mientras mira y es mirado por la gente que pasa, marca presencia y subraya el mensaje de que no es un paracaidista.
A diferencia de otros candidatos del PRO puestos a las apuradas, Grindetti es nacido y criado en Villa Albertina, un barrio de inmigrantes italianos y españoles de Lanús. Y este es su tercer intento de ir por la intendencia: en 2007 sacó 8%; en 2011 15%; y en las PASO 30%. Las dos primeras derrotas le dejaron una serie de aprendizajes, sobre todo relacionados a la abismal diferencia entre la forma de hacer política en la Capital y el conurbano.
Desde el bar se ve el cartel amarillo que mandó a poner Grindetti frente a la estación de tren, en el que se da el lujo de prescindir de la imagen de Macri. Debajo de su cara seria de gerente o de contador (en realidad se recibió de actuario en la UBA), el cartel de Grindetti dice simplemente “gracias”. Se refiere a los 30% que obtuvo en las PASO.
“Acá la gente se informa a través de los medios nacionales, que casi no hablan de Lanús. Entonces la única manera es estar, recorrer, tomar mate y dar la mano de los vecinos”, explica Grindetti.
En Lanús, como en muchos municipios bonaerenses, la competencia más picante entre los candidatos no es ideológica ni demasiado política: es por ver quién está más esencialmente atado al territorio. A las veredas, a las anécdotas y los secretos de Lanús, en este caso. La acusación más ominosa que pueden hacerse los adversarios es la de no conocer lo local. O peor: no vivir en el distrito al que se pretende gobernar. “¿Vive en Lanús, Grindetti?”, preguntó Julián Álvarez, que se jacta de haber pasado sus 34 años en el pago chico.
“Hace siete años me mudé a una casa en Andrade y 2 de mayo, en Lanús Oeste, aunque a veces duermo en Caballito, en la casa de mi actual pareja”, se ataja el ministro porteño.
Si bien antes de meterse en política fue empleado de las empresas de Macri por más de 25 años, Grindetti no encaja del todo con el perfil PRO. Y definitivamente no pertenece al sector macrista que pretende encarnar una remake del orden conservador de los ´30.
“Yo era peronista bien de zurda. Mi viejo era tornero acá en Lanús y delegado en la época Perón, pero no era peronista. ´Te volviste conserva´, le reclamaba yo. Y él me respondía: ´Cuando tengas mí edad vas a ser pelado como yo, gordo como yo y conservador como yo’. Le pegó a las tres”, se ríe Grindetti a sus 59 años.
Antes de redondear la hora de charla, el ministro de Macri habilita otra ronda de cortados y solicita una pausa. Lo espera un hombre inquieto al que le había prometido un café. “Es un puntero peronista que quiere venir con nosotros. Y yo les digo que vengan, que no hace falta que se pinten de amarillo y pierdan su identidad. Para entrar a los barrios necesitás referentes sociales y punteros políticos. Es una de las cosas que aprendí”, resume Grindetti.
El candidato macrista se para y saluda al mozo con un intento de chiste. En campaña, Grindetti al menos lo intenta. Palmea al puntero en tránsito y se retira unos minutos a un apartado del bar. Se sienta, escucha, ofrece y cierra el pase en una mesa de la Diva de avenida Pavón.
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