Por Alberto Kreimer
No puedo precisar exactamente cuándo empezó. Pero la ciudad comenzó a cambiar, lenta e implacable, y los altos paredones sucios que marcaban el límite por el este, cayeron y dejaron paso a parques y senderos que se prolongan en el río antes oculto, agrandando la ciudad hacia el verdor de las islas con el que se deleitan nativos y visitantes desde el punto más sur, hasta el punto más norte.
Otros muros se levantan, ya no sobre el río, distintos, distinguidos, rascacielos que hacen de las avenidas que paralelan el río, divisorios para mirar la naturaleza para acá, la opulencia para allá.
Aquellos que habitan hoy y habitarán mañana estas moles de cemento y vidrio pagan con dinero insensato la maravilla de disfrutar el amanecer con el horizonte contorneado por los árboles isleños, por mirar el pasar imponente de los barcos que cruzan casi al alcance de la mano, por contemplar la multitud de veleros y lanchas que inundan los fines de semana de sol la ancha avenida acuática que disfruté casi desértica en los tiempos que pocos nos aventurábamos a navegarla.
Hoy, las hermosas torres cambian las historias de los barrios, desplazando a sus antiguos habitantes, poblándolos de nuevos, quizás para enterrar el pasado, quizás para inventar un futuro.
Los conquistadores de todos los tiempos demolieron los templos de los vencidos y sobre sus ruinas edificaron los propios, porque sabían que hacia allí peregrinarían siempre por la fuerza de la costumbre los derrotados y sus descendientes.
En el norte, donde ayer poblaran el barrio de Refinería miserables sin trabajo, vagabundos que dormían en las calles, ferroviarios, trabajadores y desclasados; donde vivieran y lucharan nombres que forman parte de la historia de las luchas del anarco sindicalismo, hoy se yerguen torres de departamentos y de oficinas de alta concepción arquitectónica, modernas, vistosas, apabullantes por sus dimensiones y belleza.
Pero quizás los vencedores de la antigüedad tenían razón: los pobladores originales siempre vuelven a los nuevos templos, no porque su fe ha cambiado sino porque allí están sus dioses, su memoria, sus recuerdos.
Solo por unos días, en un muro todavía no demolido, bajo las cuatro torres terminadas de impactante visión, una mano anónima dejó su mensaje, como para que nadie olvidara lo que el barrio fue: "¿Cómo se ve la pobreza desde el último piso?"
-- No sé, de arriba no se ve, me dijo un habitante de los pisos altos.
Solo unos días duró la pregunta. Carteles publicitarios la taparon.
¿Cuándo? ¿Cómo? ¿De qué manera volverán a Puerto Norte los fantasmas de Refinería?
albertokreimer@gmail.com
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