* por Jorge Giles
Se llovió todo en Buenos Aires y en gran parte del país. Las lágrimas se disimulan mejor en medio de la lluvia. Y el dolor no es para cualquiera.
Vienen de recibir paliza tras paliza desde la tapa del Clarín y La Nación y como si fuera poco, algunos veteranos les tiran un puntapié, como de pasada, para que aprendan de una vez, “qué cosa es la revolución”. Como si ellos supieran.
Lo viejo se hace viejo cuando presume que lo nuevo es una etapa inferior en el destino humano.
Los pibes vienen con bronca, pero no pisan el palito. No caen en el juego que propone Magneto y sus esbirros. Vienen de un país aniquilado, ninguneado, derrotado, sangrado, vaciado. Y vienen de inventarse otro mundo, donde entremos todos y donde la política sea una poesía en el muro del barrio. Vienen de trocar la merca licenciosa del olvido impune, por una cultura nacional y popular de la memoria. Vienen de escuchar decir a Kirchner que “cuando la juventud se pone en marcha, el cambio es inevitable”.
La derecha con poder sabe dónde pega y cuándo pega. No ametralla al boleo con sus editoriales. Ametralla a los que están en los barrios, con su salita de primeros auxilios, con su escuelita de apoyo, con la incansable lucha por los derechos humanos, los de ayer y los de siempre. Ametralla con odio en tinta impresa a los que pintan mil escuelas y dicen que van por más, a los que acuden gozosos a inaugurar un jardín o acompañar a Cristina a seguir inaugurando fábricas, caminos, hospitales, gasoductos y pozos petroleros recuperados.
A ellos les disparan porque malician que no son la mera continuidad melancólica de aquella juventud gloriosa de los años setenta. Y no se equivocan.
Esta juventud que milita el proyecto de las mayorías populares en el siglo XXI, es la superación cualitativa de aquella otra. Abreva de aquella experiencia lo mejor que tuvo y aprende al mismo tiempo, a no cometer ningún pecado de soberbia.
Las patrullas perdidas, como decía Walsh hablando de vanguardias, fueron parte de una tragedia nacional. Fueron.
Sur, paredón, La Cámpora… ¿y después qué? Después querrán venir por el conjunto del pueblo, por sus trabajadores, por sus sindicatos, por una vuelta al país de la deuda externa, por una educación mitrista y privatizada, por una salud para pocos.
Sigue cayendo la lluvia sobre Buenos Aires y en el corazón de Boedo, los pibes de La Cámpora despiden a uno de los suyos. Se llamaba Christian Alejandro López y le decían Rolo sus compañeros. 20 y pico de años y se llevó para siempre el aplauso de pie de la militancia, de esa que lo recuerda mostrando su rostro en mil fotografías, en mil anécdotas, en mil historias que caben en un puñado de años de esta nueva patria que les quema el pecho y el alma. Rolo, pintando escuelas, llevando el Nestornauta, pateando el barrio, dando clases de apoyo, escuchando y participando de reuniones incansables donde se habla de Perón y Evita, de Néstor y Cristina, de Mao y del Che, de San Martín y Belgrano.
La juventud que libera es siempre universal en sus valores. Y ésta lo es. Pero el piberío de ahora le lleva una ventaja a la generación diezmada, como llamó a la suya Néstor Kirchner: sabe mucho más de los Caudillos federales que de Ho Chi Minh y Carlos Marx. Todo un signo del cambio de época.
Y Rolo se murió de golpe o casi. Por una infección mal atendida, quizá; o quizá porque una maldita bacteria se escapó de la guarida donde incuba el odio. Fue tan militante de base como el Chicho, de 20 años también, que se murió desangrado hace justo un año por meterse a separar una pelea que no le pertenecía, pero que él creía que sí, porque en la militancia aprendió que nada de lo humano le era ajeno y entonces se metió a separar a otros pibes de la villa y lo mataron.
Están ametrallando a esos pibes con sus editoriales. Al sentido de la vida digna que heredaron de esos otros pibes que los precedieron en aquella otra juventud de la militancia.
Y
Rolo marchaba con ese mismo sentido.
La Cámpora se mete en las cárceles, en las escuelas, en los hospitales, en las Universidades. Y se mete con la memoria del país que fuimos y del que estamos haciendo.
Por eso los persiguen.
Porque si fuera cierto que andan con choferes y autos oficiales y entre lujos y banquetes, el poder no se inquietaría con ninguno de ellos. Descansaría en ellos. Dormirían tranquilos sabiendo que la hacienda está a resguardo con una pléyade de jóvenes domesticados.
Cuando ese poder dominaba la escena y las agendas, dijeron: “No hay democracia sin mercado”. Justificaban la sangría financiera que vendría, primero por la América latina y después, el resto del mundo. Total, la resistencia popular, obrero-estudiantil, era apenas un consumo de la nostalgia infértil.
30 mil desaparecidos aquí y otros tantos allá, dejaron tierra arrasada para cometer las peores tropelías. Y fue así, a groso modo, que el mercado se fagocitó a la democracia desde sus entrañas.
El poder imperial de los Estados Unidos, Consenso de Washington mediante, pasó de una fase de supremacía política y militar a otra de plena hegemonía política y cultural. Se comieron la cancha, con la tribuna incluida. Con el cuento proclamado del “fin de la historia”, estaban decretando el fin del Estado para las mayorías, el fin de la democracia inclusiva, el fin de la esperanza, el fin de las utopías.
Los dueños de esa receta son los que hoy escriben partes de guerra desde Bruselas.
La Eurozona retrocedió en el segundo trimestre de este año al 0,2%. Hay once países en recesión en toda Europa. Francia está estancada y Alemania duda entre caerse o seguir disimulando.
Y no hay luz al final del túnel. Ni hay quien encienda un farol para advertir que a todos les llegará su diciembre argentino del 2001.
Aquí encendimos nuestra propia antorcha cuando llegó Néstor y después Cristina y empezamos a decir: no habrá patria sin democracia inclusiva, sin trabajo, sin producción, sin soberanía.
Esa antorcha es la que portaba Rolo y mal que le pese al poder, seguirá encendida en millones de pibes, quién sabe hasta cuándo.
GB
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