Imagen: EFE
El nuevo consenso de los economistas oficialistas y paraoficialistas, esa amplia franja de consultores que se nutren de fuentes como la Universidad Torcuato Di Tella, una usina ortodoxa apenas más sofisticada que la noventista CEMA, sostiene que, con tipo de cambio flotante no hay que preocuparse por la restricción externa (escasez de dólares), dato que presupone una entrada de capitales siempre abundante (o un dólar a 1000).
Estas ideas simples son las que nutrieron las esperanzas de Cambiemos desde que asumió el gobierno. Se creía que el poder económico global, al conocer la nueva existencia de una administración amistosa, apostaría por la nueva Argentina desencadenando una lluvia de inversiones que, al madurar, conjuraría la dependencia crónica de dólares.
La tarea del gobierno consistía en cambiar las reglas para la rentabilidad del capital y, especialmente, financiar la transición recurriendo a los mercados internacionales. Esa fue la racionalidad de pagar a los buitres sin chistar para poder empezar a endeudarse lo más rápido posible. El proceso sería ayudado por el carry trade, la bicicleta financiera, que aportaría la entrada de dólares financieros. Deuda más dólares financieros, entonces, deberían traducirse en un tipo de cambio estable. A la vez, un dólar estable resultaba una condición necesaria para una macroeconomía equilibrada, ya que el tipo de cambio es uno de los tres principales precios relativos de la economía, junto con salarios y tarifas.
Obviando la discusión sobre las graves dificultades teóricas de estas líneas de argumentación, los hechos no se sucedieron según lo esperado. Al comienzo todo funcionó acorde a lo programado. Efectivamente, mercados financieros globales altamente líquidos le abrieron al país la posibilidad de endeudarse, aunque a tasas suculentas en la comparación regional, mientras que las condiciones de altísimas tasas internas en pesos y dólar estable fueron el contexto ideal para la bicicleta. El problema fue que mientras en el mundo financiero todo marchaba sobre ruedas las inversiones no derramaban a la economía real, que nunca comenzó a aumentar la generación de dólares genuinos. Ya en el tercer año de gobierno lo único que se avizora es la continuidad de déficits de cuenta corriente. En concreto la demanda futura de dólares prestados será mayor, no menor. En abril se conoció que ni siquiera el FMI cree en las súper optimistas proyecciones de estabilización de la relación deuda/PIB a partir de 2020.
Luego, los capitales financieros no se guían solamente por los análisis de largo plazo, sino fundamentalmente por la rentabilidad esperada en el corto. Frente a la ausencia de llegada de capitales productivos del exterior una parte del gobierno comenzó a creer que el problema era la alta tasa de interés interna y, a fines de diciembre pasado, se indujo al Banco Central a iniciar una baja de tasas. La consecuencia esperable fue que el dólar pasó de 17,5 pesos en el promedio de diciembre a 19 en enero y a 20 en febrero. Para quienes apostaron a la bicicleta fue un desastre. La señal para los capitales especulativos fue de salida de las posiciones en Lebac y de regreso al dólar y a sus países de origen. Un artículo de Forbes de ayer, por ejemplo, sostenía desde su título que había llegado el momento de “salir de Argentina”.
Sin embargo, esta es solamente una parte de la película. La otra, igual o más importante, es la puja distributiva, la que no se expresa solamente a través del nivel nominal de salarios, sino en los restantes precios relativos, especialmente el dólar. El tipo de cambio es también una variable distributiva. El dato duro de la corrida, con grandes empresas y bancos comprando dólares, es que no existe consenso entre los sectores dominantes locales para mantener el tipo de cambio apreciado. Esto puede ser útil para algunas fracciones del capital que remiten utilidades al exterior, pero al mismo tiempo aumenta los salarios en dólares disminuyendo la tasa de ganancia global de la economía.
Lo que comenzó a preanunciar la corrida de los últimos días fue que luego de la devaluación de diciembre-febrero sumada al shock tarifario, un gobierno que representa al capital financiero decidió estabilizar la inflación recurriendo al “ancla cambiaria” para el resto de 2018. En parte ello fue una consecuencia de la densidad sindical que, más allá de defecciones y complicidades, diferencian a la Argentina de otros países de la región. Aunque en 2018 los salarios perderán contra la inflación lo harán menos que lo necesario para contrarrestar las subas de los restantes precios relativos. En consecuencia, dada la virtual dolarización de las tarifas, anclar en dólar se convirtió en un objetivo clave de la política económica. Fue por eso que se malgastaron 4300 millones de dólares la semana pasada y aún se desconoce cuál será el número final de la primera semana de mayo. La pérdida de reservas no evitó que el dólar salte primero a 21 pesos y luego a más de 23. Y ello a pesar de los 600 puntos básicos adicionales en la tasa de referencia, lo que la llevó hasta 33,25 puntos, un nivel que no se veía desde diciembre de 2015.
Las razones de la intensa corrida, entonces, son internas y fundamentalmente dos. Primero los inversores financieros ya saben que la restricción externa es un hecho sin final feliz y, frente a la incertidumbre de tasas y dólar generada por las impericias de política, comenzaron a desarmar posiciones en pesos, dato agravado por la completa desregulación de estos movimientos. Segundo, el capital local no está dispuesto a aceptar salarios altos en dólares. Todavía no está claro en qué nivel quedará la divisa, sí que su alza se traducirá rápidamente en ajustes de precios que impactarán en la inflación de los próximos meses, con una meta oficial que sólo quedó en el recuerdo, en el “mate lleno de infelices ilusiones”.
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