A más de quince años de su exhibición original, no hay duda de que las fotos de Esteban Pastorino fueron el detonador del culto actual al arquitecto Francisco Salamone, que se inició casi en silencio con aquella muestra en la Fotogalería del San Martín, y se fue acrecentando después con la tapa de Radar, el documental de Adrián Caetano, la presencia onírica de esos edificios en Historias extraordinarias de Mariano Llinás y el formidable largometraje Mundo Salamone de Ezequiel Hillbert. A partir de entonces se desató una fascinación que hoy incluye hasta coquetos tours palermitanos a pueblos perdidos de la provincia, para ver esos edificios monumentales que se alzan en medio de la nada.
Salamone era una incongruencia en el mundo de la arquitectura por tres razones: 1) el demencial cruce de estilos de sus construcciones, 2) el hecho de que se especializara exclusivamente en tres rubros (mataderos, cementerios y palacios municipales) y 3) el breve y febril lapso de cuarenta meses en que realizó toda su obra, unos setenta edificios en más de quince pueblos perdidos de provincia, que supervisó en persona desde el primero hasta el último detalle.
En 1936, las obras públicas fueron uno de los motores esenciales para la reactivación económica del país luego del Crack del 29. Mientras el arquitecto Bustillo recibía la magna tarea de urbanizar Mar del Plata (la joya de la corona provincial), el gobernador Fresco ordenó a Salamone encargarse del enorme patio trasero que era el sudoeste de la provincia. Por entonces circulaban dos dichos populares: “No se mueve un ladrillo sin que lo diga Bustillo”, y “Lo que Fresco dispone lo construye Salamone”. Bustillo necesitó diez años para redefinir Mar del Plata con el estilo neoclásico del Hotel Provincial y la Rambla. Al loco Salamone, en cambio, le alcanzaron cuarenta meses para poblar los pueblos perdidos de la pampa con sus edificaciones monumentales.
En su proyecto, el municipio debía convertirse en el corazón urbano de cada pueblo, así como el matadero y el cementerio debían anunciar la entrada y la salida del centro urbano: el primero ofrecería trabajo a los pobladores, el segundo les ofrecería eterno descanso. Los municipios debían transmitir el paternalismo estatal: su altura debía superar al campanario de la iglesia y tener un inmenso reloj coronándolo, para que no fueran las campanas de la iglesia sino el municipio el que daba la hora oficial.
Los mataderos debían ser símbolo de la creciente mecanización. Para que sus principales signos exteriores no fueran los corrales, Salamone convirtió las fachadas en verdaderas ornamentaciones simbólicas, con forma de enormes cuchillas verticales paralelas. En cuanto a los cementerios, optó por enfatizar operáticamente la frontera entre la ciudad de los muertos y la de los vivos, edificando portales de acceso con gigantescos cristos y ángeles cubistas.
El gran aliado material de Salamone en esta tarea fue el hormigón (llamado por entonces “piedra líquida”). Las demenciales moles con las que pensaba poblar la pampa se alzan en localidades que no superaban el millar de habitantes (Saliqueló, Urdampilleta, Saldungaray, Puan, Laprida, Lobería, Cacharí, Carhué, Carlos Pellegrini). Ni siquiera se sabe con qué criterio se elegía a los pueblos beneficiados. Una anécdota legendaria que se cuenta en Laprida dice que el caudillo del pueblo interceptó al mejor estilo cuatrero el tren que llevaba a Bahía Blanca las piezas desarmadas de lo que sería el enorme frontispicio de la necrópolis local, y a punta de pistola ordenó: “Ese cementerio se queda acá”.
Expulsado Fresco del gobierno en 1940, quedó interrumpido el proyecto, pero las edificaciones más conspicuas de Salamone continúan fantasmalmente en pie. En muchos casos, el trazado de la ruta provincial, la llegada del asfalto, redefinió drásticamente el tendido del pueblo, dejando los cementerios y mataderos (ubicados antes a la entrada y a la salida del pueblo repectivamente) casi en las fronteras de la nada, perdidos al fondo de un camino de tierra que las sucesivas inundaciones se encargan de borrar.
En las fotos de Esteban Pastorino, las moles de Salamone parecen haber irrumpido de golpe en la pampa, tal como el viento mueve médanos o las plantas dan flores de la noche a la mañana. Ésa es su magia: la limpieza ascética y elocuente del encuadre habla más a nuestro inconsciente que a nuestra razón, entre otras razones porque todas esas fotos fueron tomadas clandestinamente. Imaginen conmigo la siguiente escena: estamos en el invierno del año 2001 y, al pasar en una noche sin luna por delante del cementerio de Laprida, de pronto vemos un resplandor inusual y la fachada del Cristo monumental se enciende con un fogonazo blanco en la noche negra.
Hay tres jóvenes rondando el crucificado: uno cámara en mano y los otros dos dirigiendo hacia el portal del cementerio, con ayuda de unas planchas de telgopor, la luz de los faroles de un destartalado Volkswagen escarabajo. Así, pueblo tras pueblo, hizo sus fotos Pastorino, acompañado de sus compadres Ignacio Iasparra y Santiago García Navarro. Llegaban furtivamente a cada localidad, casi siempre con la sensación de que ya habían estado allí: los mismos árboles, el mismo boulevard abandonado, las mismas casitas lejanas que en la ciudad anterior, en un eterno y fantasmal viaje al fin de la noche.
No es casual que Pastorino haya elegido como territorio lo nocturno para hacer sus fotos. Ancestralmente, la noche era el tiempo muerto, el reverso del día en todo sentido: sin luz, no había modo de medir el paso de las horas y, mientras todo parecía detenerse hasta la reaparición del sol, ocurría lo misterioso, lo inexplicable. Es obvio que Pastorino ve la llanura pampeana como la vio Salamone: como una construcción mental. Y por eso es que sus fotos logran captar lo que Salamone dejó dicho más allá de sus edificios. Hay tanta ilusión y fracaso contenidos en ellos, que sólo esta clase de imágenes podían hacerle justicia.
Los pueblos donde se alzan esas moles tienen hoy menos habitantes que antes: ya nadie trabaja en esos mataderos, los muertos de los cementerios reciben tan escasas visitas como nuevos residentes y los palacios municipales metaforizan de manera implacable el fin del Estado benefactor. De día, esos edificios dan cuenta de tal fracaso y desidia. Pero de noche, en esa nocturnidad onírica que le ofrendan las fotos de Pastorino, podemos verlos en su verdadero y escalofriante esplendor. No hay tour ni peregrinación turística que iguale esa experiencia; no hay otro fotógrafo que nos lo permita ver.
* Ediciones Photogramas acaba de publicar el libro Salamone, de Esteban Pastorino.
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