Por Horacio González *
El peronismo siempre tuvo una vocación, la de verse fundado a sí mismo a la manera de una autocreación. Una expresión frecuente, que se encuentra en La razón de mi vida, es la que alude al “día maravilloso”, el encuentro con la epifanía de la historia. Es el día del encuentro de Perón con Eva, pero obtiene un singular tratamiento, precisamente como uno de los primeros días de la creación, del soplo originario. Otro fuerte indicio de creacionismo es el conocido y meditado texto de Raúl Scalabrini Ortiz, postulación de un crisol de razas pagano que irrumpe entre lo alto y lo bajo, el “sol que caía a plomo” y el “subsuelo de la patria sublevado”.
Contrasta esta idea no solo con los enfoques corrientes de la historia social, sino también con los diálogos de Mordisquito, según Discepolín: “¿Te preguntás de dónde salieron Perón y Evita? ¡Vos los creaste!” Discépolo era también una suerte de historiador social involuntario en su monologuismo de imprecación moral. Frente a la pobreza y la miseria originadas por la rápida industrialización y la escasa sindicalización, sin dejar de mencionar los fraudes electorales, alguien debía llenar ese vacío. Los poderosos no querían reconocerlo y fueron ellos los que indirectamente “crearon a Perón y Evita”. Esta versión difiere de la leyenda más destinal del peronismo. El mismo Perón, quien con su gracejo irónico vivió siempre entre su historia fáctica y su historia mítica, había acuñado diversos pensamientos sobre el destino. Los había tomado de la literatura militar que frecuentaba con entusiasmo casi excluyente, y se designó él mismo como “hombre del destino”. Como es notorio que no era hombre de religiosidades u observancias de la fe, iba más allá de la idea de providencia (que sin embargo mencionaba a menudo; uno de los sus libros de cabecera había sido la Historia Universal, de Cantú, profusa, bastante providencialista y elegantemente reaccionaria) y de ahí que cultivara cierto escepticismo ante el ascenso y caída de los grandes poderes y aceptara una visión laica del cumplimiento de misiones extraordinarias por hombres ungidos, en versión secular, por la “fortuna” o los “óleos sagrados”. Llamando “conducción” a todo este manojo de ideas, renovó todo el lenguaje de la política argentina hasta el momento de su irrupción.
Su visión de una historia hecha por “grandes personalidades” la matizó con un desarrollado gusto por las movilizaciones masivas, las artes escénicas, las formas superiores de conciliar los conflictos y las menciones ejemplarizadoras tomadas de la historia militar clásica. Así, al 17 de octubre lo comparó con la batalla de Cannas, ocurrida en una remota antigüedad entre romanos y cartagineses. Su convicción de “ir más allá de las ideologías” o “más allá del bien y del mal” lo ponía en una senda, de sabor napoleónico, de fuerte desconfianza a las ideologías. Paradójicamente, hacía de su adopción de tales aforismos, sin percibirlo, algo muy cercano a los aforismos que con propósitos tan diversos había lanzado Nietzsche. A diferencia del historiador Cantú, que reprobaba toda la vulgaridad de las historias que no contaran con elementos principescos, luchas papales y cortesanas, Perón apreciaba la vida popular con su seductora coreografía rústica. A partir de allí se proponía valorar los inesperados refinamientos que surgían de ese formidable semillero carnavalesco, festivamente bruegheliano, que estaban mejor anticipados en místicos escritos de amargo mesianismo como los de Omar Viñole (el Hombre de la Vaca) que en los ensayos medulosos de un Ricardo Rojas.
Numerosos artistas y escritores se sintieron cautivados por esa mixtura de torbellino popular y devota poética del éxtasis de las muchedumbres. No redundamos si mencionamos los nombres de Discépolo, Hugo del Carril, César Tiempo, Arturo Jauretche (que de joven había leído al anarquista Reclus), Scalabrini (que poseía una visión sacrificial y metafísica de la tarea intelectual), John Cooke (escritor político atento al marxismo y al simbolismo modernista), y entre tantos otros, de Puiggrós, Hernández Arregui, Ramos, Ignacio Pirovano, Leónidas Lamborghini, que acompañaron al peronismo sin la necesidad de hablar su idioma oficial.
Cuando las multitudes del 17 de octubre marchaban por la avenida Pavón hacia la Plaza de Mayo, el joven Framini, observando todo desde la puerta de su casa –una casa socialista– le dice a su padre: “Cantan cosas parecidas a nosotros”. El padre: “Pero no llevan nuestras banderas, hijo”. En el relato de Andrés Framini, el Hijo desacata al Padre y se integra a los caminantes. En este episodio, sobre el que no queremos hacer recaer innecesariamente cierta sonoridad bíblica, reposa el populoso drama de las izquierdas y el desgarramiento que inicia el peronismo en el cuerpo de ideas del país. El 17 de octubre es el día del solicitante descolocado, según la enigmática construcción poética de Leónidas Lamborghini. Fractura social, fractura en el Palacio, fractura en el Ejército. Reprimir o no reprimir es la discusión de los generales. La entrevista que muchos años después le hace Robert Potash al general Avalos –jefe de Campo de Mayo– es una esclarecedora pieza sobre el estado de ánimo de los militares que no concordaban con Perón.
Perón transcurre parte de ese día en su prisión en la isla Martín García, nombre de un ignoto marinero de Solís. Luego es llevado al Hospital Militar de la calle Luis María Campos, nombre de un militar roquista. Como parte de una no suficientemente esclarecida negociación, con las muchedumbres argentinas recorriendo toda la ciudad, lo traen a la Plaza, donde el obvio general Farrell dice la frase: “He aquí a quienes ustedes querían, el hombre que se ganó su corazón”. Ya eran, voluntariamente o no, los idiomas de la heráldica peronista que sobrevendrían. Era una plaza con el diario Epoca –repartido gratuitamente y que tenía la efigie de Yrigoyen en su portada– convertido al caer la noche en numerosas antorchas que iluminan las modestas cúpulas del Cabildo y la Catedral.
El embajador inglés Kelly pasa entre el gentío y escribe que, ante la banderilla británica de su automóvil, los que serán los inminentes muchachos peronistas se apartan respetuosamente, porque el problema era con el embajador norteamericano, Braden, que hoy es un nombre más de la historia argentina que de la del país del Norte.
Cipriano Reyes es una gran figura de la vida popular, fundador del Partido Laborista (que llevará a Perón en sus boletas electorales y al que Perón luego rechazará), vendedor ambulante, artista de circo, mayordomo en casas de la aristocracia, locutor, escritor en revistas sensacionalistas, lector de Almafuerte (de allí venía su sensibilidad política, un evangelismo social) adversario de los comunistas, autor de un libro donde (no sin bastante justicia) se atribuye buena parte del armazón movilizante del 17 de octubre, inspirado no tan lejanamente por los ecos latinoamericanos del Labour Party inglés. Un extraño aventurero de la historia. Perón había iniciado su fama en Berisso, la ciudad de los frigoríficos donde reinaba Cipriano. Pronto rompería Perón con él, en nombre de la organización del Movimiento, así como por razones nunca muy claras, discutiría duramente con Jauretche.
En su discurso de la Plaza, el 17 de octubre, expone la idea de una temporalidad inmóvil, de un pasaje autobiográfico y de una teoría de la fijación de imágenes “en la retina”. Así, renuncia a “las palmas de general para seguir siendo el coronel Perón y ponerme con este nombre al servicio integral del auténtico pueblo argentino”. Luego viene el anuncio del mito de pasaje: “Doy el abrazo final al Ejército y el primero a la masa grandiosa, la verdadera civilidad del pueblo argentino sufriente que representa el dolor de la tierra madre”. Descarta que en el pueblo haya traiciones (¿qué oblicua insinuación contenía ese aserto?), anuncia que se mezclará con la “masa sudorosa” y reafirma otra vez su ideal de eternidad, mencionando la idea de “pueblo eterno”. Por fin, pide que todos “se queden en la plaza quince minutos más, para llevar en mi retina el espectáculo grandioso que ofrece el pueblo desde aquí”. Entonces, conviven en estas exuberantes acentuaciones el movimiento y la inmutabilidad. La fijación legendaria de su grado militar y la fusión con los sudores del pueblo. Y cerrando toda esta temporalidad crispada, reclama la paralización escénica del momento. Estos elementos se alargarán muy pronto dramáticamente en vastas sensibilidades sociales, forjarán quimeras y martirologios, reniegos y sangre, epistolarios y hermenéuticas de variados sazonamientos. Sobre estos claroscuros rembrandtianos de la historia nacional no faltarán en toda época los demagogos que se jactarán de haber hecho un monumento con un audaz golpe de mano, porque no saben en verdad qué hacer con estas imágenes. Ellas constituyen una forma ideal del tiempo visual, que postula primero una detención que se alargue en la retina personal y tres décadas después de 1945, cierra el círculo con un implícito anuncio de retiro llevando “en su retina” las voces populares.
Nada debe haber contra los monumentos, aunque tantas veces certifiquen más un trámite de indiferencia y olvido que a los oficios inclementes de la memoria. Pero las conmemoraciones son valederas no cuando las preside un grosero oportunismo electoral, sino cuando la historia se hace complejidad de la mirada, plasma circular de la acción de las retinas, imágenes visuales y conceptuales que aún piden ser descifradas.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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