Fuimos, somos y seremos Pueblo de Malvinas
Este 10 de junio se cumplen 183 años de la creación de la Comandancia Político y Militar de las Islas Malvinas por decreto del gobierno de Buenos Aires. En este documento se encuentran presentes algunas de las claves que explican que hoy, a casi 180 años de la usurpación inglesa, sigamos reclamando inclaudicablemente nuestros legítimos derechos.
Por Marcelo Luis Vernet (*) |
Sus considerandos se inician con una
afirmación indiscutible: “Cuando por la gloriosa revolución del 25 Mayo de 1810, se separaron estas provincias de la dominación de la metrópoli, España tenía una posesión material de las Islas Malvinas, y de todas las demás que rodean el Cabo de Hornos.” No voy a abundar sobre esta consideración tan evidente como conocida. Quisiera referirme a lo que entraña esta evidencia.
Aun antes de nuestro surgimiento como nación independiente, Malvinas era, naturalmente, nuestra tierra. Cuando nacimos como pueblo libre a nuestra vida política, lo hicimos sobre un territorio al que llamamos Patria, en el cabal sentido de la palabra: “La tierra de nuestros padres.” Malvinas ya era parte de esa Patria vislumbrada. Más adelante, los fundamentos del decreto señalan la consecuencia lógica de esta afirmación: “Por esta razón, habiendo entrado el gobierno de la República en la sucesión de todos los derechos que tenía sobre estas provincias la antigua metrópoli, y de que gozaban sus virreyes, ha seguido ejerciendo actos de dominio en dichas islas, sus puertos y costas.” Ya otros, con más pertinencia que yo, han hecho reiterada referencia a este principio del uti possidetis juris de 1810, utilizado para establecer las fronteras de los nuevos estados americanos surgidos de los procesos de descolonización para asegurar que mantuvieran los límites de los viejos territorios coloniales.
Los gauchos de Malvinas
En cuanto a los “actos de dominio” a que se refiere el decreto, no son sólo papeles, ahora amarillentos. Movieron la realidad, marcaron el destino de personas de carne y hueso. Primero que todos, mis paisanos. Porque desde 1824, antes que una pesquería, antes que un pueblito, Malvinas fue una estancia. Silenciosos, apenas entrevistos sus nombres en cartas y expedientes, desde los cuatro vientos van llegando los peones, los gauchos de Malvinas: José Domingo Vallejo, de Santiago del Estero; Juan Plácido, de la Banda Oriental; Manuel Antonio González, entrerriano del Arroyo de la China. Pío Ortiz y el negrito Diciembre que supo ser boyero. José Báez, Mariano López, Manuel Ruiz, Mateo González y Joaquín Acuña que firman la contrata con una cruz sobre sus nombres. Gregorio Sánchez, santiagueño, que el 29 de mayo de 1830 se casó en Malvinas con Victoria Enríquez, oriunda de Buenos Aires. Santiago, que cabalgó con Darwin.
El cordobés Silvestre Núñez. Domingo Balleja y Dionisio Heredia, de Santa Fe. Y tantos otros de los que no sabemos ni nombre, ni seña, ni destino. Domadores de caballos, hábiles en la agarrada y arreo de ganado, construyen ahora sus palenques con costillas de ballena. He querido recordar aquí algunos de sus nombres lejanos para hacer más patente una verdad sencilla: fuimos pueblo de Malvinas. Y este pueblo, para 1831 había consolidado una población próspera, laboriosa, hospitalaria que, como una pequeña Argentina, también se abrió para todos los hombres de buena voluntad.
El origen de la tragedia
El articulado del Decreto de 1829 es escueto. En tres artículos se dice lo esencial. El primero, crea la Comandancia y fija su jurisdicción que, desde luego, tenía alcance regional, ya que se extendía hasta el Cabo de Hornos e involucraba a la Tierra del Fuego. El segundo fija la residencia del comandante en la Isla Soledad, lo que implicó que la cuarta hija de Luis Vernet y María Sáez naciera en las islas. Le pusieron el nombre de Malvina. Por primera vez una argentina llevó por nombre el de esta tierra. Estos también son “actos de dominio”.
Pero quiero referirme en particular al artículo 3º: “El Comandante político y militar hará observar por la población de dichas islas, las leyes de la república, y cuidará en sus costas de la ejecución de los reglamentos sobre pesca de anfibios.” En esta natural disposición está, en parte, el origen de la tragedia. Para 1829, cientos de lobos marinos arden a diario en Londres. La creciente demanda de combustible para la industria y para la iluminación de las ciudades provoca una hecatombe.
Como en los mares del norte ya han sido diezmados, las proas de los loberos y balleneros enfilan para el sur. Desde 1821, las Provincias Unidas tratan de poner freno a la matanza a través de reglamentos y disposiciones de pesca y caza de anfibios. Los buques extranjeros no quieren cumplir ningún reglamento ni pagar ningún derecho. Y nuestra joven república no posee una flota para controlar que se cumpla la ley. Los reglamentos y disposiciones se transforman, al decir de Vernet, en un “derecho quimérico o estéril”. En los informes que el flamante comandante de Malvinas envía al gobierno en diciembre de 1829, insiste en la necesidad de un buque de guerra, un grupo de cazadores, hombres de caballería, para controlar el cumplimiento de los reglamentos de pesca. La situación que plantea es clara y crítica: “La pesca de anfibios en aquellas islas es agotable.
El extranjero, que procura únicamente su utilidad inmediata y actual, sin atender a lo futuro, hace la matanza de modo pernicioso. Abraza los campos y mata indistintamente, y en toda época, aun en la de parición. De aquí, y de la constante y grande concurrencia, ha nacido la actual disminución de los lobos; de los cuales habrá hoy apenas la vigésima parte de los que había en 1820. No será imposible que esta preciosa especie vuelva a su antigua abundancia, por medio de una matanza bien reglada y de algunos años de descanso. Pero continuándose la matanza por los extranjeros, esto es imposible, y la especie se extinguirá.” Entre julio y agosto de 1831, en cumplimiento de lo dispuesto en este artículo tercero, Luis Vernet apresa tres goletas estadounidenses que reiteradamente han infringido las reglas de pesca. La conmoción es enorme. A fines de diciembre de ese año el buque de guerra estadounidense Lexington realiza una expedición punitiva contra la colonia, destruye instalaciones, apresa colonos, siembra el terror.
Un año después Inglaterra usurpa por la fuerza las islas y expulsa a la población, que ya no puede retornar.
Malvinas en la prosa de José Hernández
Ahora sí, está completo el relato que se despliega del breve decreto sancionado hace 183 años, y que podemos sintetizar de esta forma: Malvinas fue nuestra tierra aun antes de nuestro nacimiento como nación independiente. La tierra también nos hizo suyos, porque a ella nos brindamos. Fuimos “Pueblo de Malvinas”. Robada nuestra tierra por una potencia imperial, por intereses imperiales, seguimos siendo “Pueblo de Malvinas”, expulsados de nuestra tierra. En 1869, a 36 años de la usurpación, José Hernández, nuestro poeta nacional, publica en la prensa un extenso artículo titulado “Malvinas, cuestiones graves” que expresa con claridad y contundencia este relato: “La usurpación no sólo es el quebrantamiento de un derecho civil y político; es también la conculcación de una ley natural. Los pueblos necesitan del territorio con que han nacido a la vida política, como se necesita del aire para la libre expansión de nuestros pulmones.
El pueblo comprende o siente esas verdades (…) Los gobiernos han comprendido ya que no hay otra fuerza legítima y respetable que la fuerza del derecho y de la justicia; que el abuso no se legitima jamás. Entretanto, deber es muy sagrado de la Nación Argentina, velar por la honra de su nombre, por la integridad de su territorio y por los intereses de los argentinos. Esos derechos no se prescriben jamás.” Este relato, forjado por nuestra experiencia histórica desde que “nacimos a la vida política” es constitutivo de nuestra nacionalidad, de allí que no pueda prescribir jamás.
Esta realidad se manifiesta en los aspectos más sencillos y cotidianos. Si recorremos cualquier barrio, de cualquier ciudad de nuestra patria, es seguro que veremos chicos jugando en una plaza o saliendo de una escuela que lleva por nombre Malvinas Argentinas. Hay miles de argentinos que viven en Malvinas, porque ese es el nombre de su ciudad. Si mostramos a cualquiera las siluetas abruptas de la Isla Soledad y la Gran Malvina, al instante las reconocerá, y no como un dato más de la geografía, sino como un símbolo que nos identifica como pueblo.
No podemos pensar nuestra Patria sin Malvinas. No podemos pensarnos como pueblo sin ser pueblo de Malvinas. Y no por un esencialismo o por la obra omnímoda de algún gobierno. Estas verdades no se inventan ni se imponen. El pueblo las comprende o siente mientras va tejiendo la urdimbre de su historia. Y no hay nudo de esta trama en que no esté presente, de un modo u otro, Malvinas. Los que se niegan a entender una verdad tan sencilla y evidente, no es que carecen de conocimientos de derecho internacional, carecen de imaginación. Ahora bien, ¿hacia dónde avanza este relato? ¿Qué historia podemos construir si el Reino Unido sigue pretendiendo tapar el sol con un dedo, negándose a reconocer que existe un conflicto de soberanía y que el único camino que garantiza una paz sustentada en bases sólidas es acatar las reiteradas resoluciones de las Naciones Unidas?
“Respetando el modo de vida de sus habitantes”
En nuestra Constitución, como cláusula transitoria, porque confiamos que esta historia tiene un fin, hemos vuelto a escribir, en esencia, las palabras de Hernández: “La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional. La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes y conforme a los principios del Derecho Internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino.”
Pero hay un dato nuevo, sumamente relevante, y que también forma parte de esta trama: “respetando el modo de vida de sus habitantes”. Ellos también han tejido su historia a lo largo de estos años. Para muchos isleños, Malvinas es la tierra a la que llegaron sus ancestros hace tres o cuatro generaciones. Son ciudadanos de la nación usurpadora, viven en una tierra usurpada, y el paso del tiempo no cambia esta situación.
Pero a poco que remontemos su historia, que preguntemos sus nombres e indaguemos de dónde vienen, vamos a descubrir que sus abuelos fueron industriosos ingleses, expulsados del sistema productivo por la revolución industrial. Que venían de los suburbios de Glasgow escapando del hacinamiento y la miseria. Irlandeses, escoceses, campesinos, pastores, sin tierra ni futuro, que quieren escapar de dos siglos de guerras buscando paz, pan y ventura. Sin grandes diferencias los pastores que atravesaron el ancho Atlántico con sus perros a cuesta, de mis paisanos que con sus caballadas llegaron a Malvinas bamboleándose en las bodegas de los bergantines y dejaron para siempre en las islas el nombre de los pelajes: “alazán, zaino, moro”, con que, todavía hoy, se reconocen en las islas los caballos. Si los Estados hacen lo que deben hacer, como lo viene solicitando hace tantos años la Argentina, los pueblos haremos lo que sabemos hacer los pueblos: conocernos, trabajar, llorar a nuestros muertos, fundar familias para que la vida renazca.
Entonces, sí, podremos imaginar tantos fines de este relato, como destinos trace el ancho camino de la paz. Quisiera imaginar uno de los fines para este relato. Tal vez, un nieto mío. Imaginemos que un día siente incontenibles deseos de conocer esa tierra de la que tanto le habló su abuelo. Nada se lo impide y va al Puerto de la Soledad a reconocer sobre los rastros y ruinas dispersas, el que fuera primer establecimiento argentino en Malvinas. Pero un domingo, paseando por Puerto Argentino se cruza con una chica que salió a caminar con sus amigas. Puede ser que sus miradas se crucen, son jóvenes. Puede ser que se enamoren. Entonces, un larguísimo círculo se cierre, como se fueron cerrando las heridas hasta ser una rayita casi imperceptible. Si la cosa prospera, uno nunca sabe, quizás termine discutiendo acaloradamente con mi nueva familia. Discutiremos hasta ponernos de acuerdo sobre si es mejor el vino tinto o la cerveza negra, para que juntos brindemos por la vida que siempre se las ingenia para vencer a la muerte. Que así sea.
FUENTE AGEPEBA.
Prof GB
Por Marcelo Luis Vernet (*) |
Sus considerandos se inician con una
afirmación indiscutible: “Cuando por la gloriosa revolución del 25 Mayo de 1810, se separaron estas provincias de la dominación de la metrópoli, España tenía una posesión material de las Islas Malvinas, y de todas las demás que rodean el Cabo de Hornos.” No voy a abundar sobre esta consideración tan evidente como conocida. Quisiera referirme a lo que entraña esta evidencia.
Aun antes de nuestro surgimiento como nación independiente, Malvinas era, naturalmente, nuestra tierra. Cuando nacimos como pueblo libre a nuestra vida política, lo hicimos sobre un territorio al que llamamos Patria, en el cabal sentido de la palabra: “La tierra de nuestros padres.” Malvinas ya era parte de esa Patria vislumbrada. Más adelante, los fundamentos del decreto señalan la consecuencia lógica de esta afirmación: “Por esta razón, habiendo entrado el gobierno de la República en la sucesión de todos los derechos que tenía sobre estas provincias la antigua metrópoli, y de que gozaban sus virreyes, ha seguido ejerciendo actos de dominio en dichas islas, sus puertos y costas.” Ya otros, con más pertinencia que yo, han hecho reiterada referencia a este principio del uti possidetis juris de 1810, utilizado para establecer las fronteras de los nuevos estados americanos surgidos de los procesos de descolonización para asegurar que mantuvieran los límites de los viejos territorios coloniales.
Los gauchos de Malvinas
En cuanto a los “actos de dominio” a que se refiere el decreto, no son sólo papeles, ahora amarillentos. Movieron la realidad, marcaron el destino de personas de carne y hueso. Primero que todos, mis paisanos. Porque desde 1824, antes que una pesquería, antes que un pueblito, Malvinas fue una estancia. Silenciosos, apenas entrevistos sus nombres en cartas y expedientes, desde los cuatro vientos van llegando los peones, los gauchos de Malvinas: José Domingo Vallejo, de Santiago del Estero; Juan Plácido, de la Banda Oriental; Manuel Antonio González, entrerriano del Arroyo de la China. Pío Ortiz y el negrito Diciembre que supo ser boyero. José Báez, Mariano López, Manuel Ruiz, Mateo González y Joaquín Acuña que firman la contrata con una cruz sobre sus nombres. Gregorio Sánchez, santiagueño, que el 29 de mayo de 1830 se casó en Malvinas con Victoria Enríquez, oriunda de Buenos Aires. Santiago, que cabalgó con Darwin.
El cordobés Silvestre Núñez. Domingo Balleja y Dionisio Heredia, de Santa Fe. Y tantos otros de los que no sabemos ni nombre, ni seña, ni destino. Domadores de caballos, hábiles en la agarrada y arreo de ganado, construyen ahora sus palenques con costillas de ballena. He querido recordar aquí algunos de sus nombres lejanos para hacer más patente una verdad sencilla: fuimos pueblo de Malvinas. Y este pueblo, para 1831 había consolidado una población próspera, laboriosa, hospitalaria que, como una pequeña Argentina, también se abrió para todos los hombres de buena voluntad.
El origen de la tragedia
El articulado del Decreto de 1829 es escueto. En tres artículos se dice lo esencial. El primero, crea la Comandancia y fija su jurisdicción que, desde luego, tenía alcance regional, ya que se extendía hasta el Cabo de Hornos e involucraba a la Tierra del Fuego. El segundo fija la residencia del comandante en la Isla Soledad, lo que implicó que la cuarta hija de Luis Vernet y María Sáez naciera en las islas. Le pusieron el nombre de Malvina. Por primera vez una argentina llevó por nombre el de esta tierra. Estos también son “actos de dominio”.
Pero quiero referirme en particular al artículo 3º: “El Comandante político y militar hará observar por la población de dichas islas, las leyes de la república, y cuidará en sus costas de la ejecución de los reglamentos sobre pesca de anfibios.” En esta natural disposición está, en parte, el origen de la tragedia. Para 1829, cientos de lobos marinos arden a diario en Londres. La creciente demanda de combustible para la industria y para la iluminación de las ciudades provoca una hecatombe.
Como en los mares del norte ya han sido diezmados, las proas de los loberos y balleneros enfilan para el sur. Desde 1821, las Provincias Unidas tratan de poner freno a la matanza a través de reglamentos y disposiciones de pesca y caza de anfibios. Los buques extranjeros no quieren cumplir ningún reglamento ni pagar ningún derecho. Y nuestra joven república no posee una flota para controlar que se cumpla la ley. Los reglamentos y disposiciones se transforman, al decir de Vernet, en un “derecho quimérico o estéril”. En los informes que el flamante comandante de Malvinas envía al gobierno en diciembre de 1829, insiste en la necesidad de un buque de guerra, un grupo de cazadores, hombres de caballería, para controlar el cumplimiento de los reglamentos de pesca. La situación que plantea es clara y crítica: “La pesca de anfibios en aquellas islas es agotable.
El extranjero, que procura únicamente su utilidad inmediata y actual, sin atender a lo futuro, hace la matanza de modo pernicioso. Abraza los campos y mata indistintamente, y en toda época, aun en la de parición. De aquí, y de la constante y grande concurrencia, ha nacido la actual disminución de los lobos; de los cuales habrá hoy apenas la vigésima parte de los que había en 1820. No será imposible que esta preciosa especie vuelva a su antigua abundancia, por medio de una matanza bien reglada y de algunos años de descanso. Pero continuándose la matanza por los extranjeros, esto es imposible, y la especie se extinguirá.” Entre julio y agosto de 1831, en cumplimiento de lo dispuesto en este artículo tercero, Luis Vernet apresa tres goletas estadounidenses que reiteradamente han infringido las reglas de pesca. La conmoción es enorme. A fines de diciembre de ese año el buque de guerra estadounidense Lexington realiza una expedición punitiva contra la colonia, destruye instalaciones, apresa colonos, siembra el terror.
Un año después Inglaterra usurpa por la fuerza las islas y expulsa a la población, que ya no puede retornar.
Malvinas en la prosa de José Hernández
Ahora sí, está completo el relato que se despliega del breve decreto sancionado hace 183 años, y que podemos sintetizar de esta forma: Malvinas fue nuestra tierra aun antes de nuestro nacimiento como nación independiente. La tierra también nos hizo suyos, porque a ella nos brindamos. Fuimos “Pueblo de Malvinas”. Robada nuestra tierra por una potencia imperial, por intereses imperiales, seguimos siendo “Pueblo de Malvinas”, expulsados de nuestra tierra. En 1869, a 36 años de la usurpación, José Hernández, nuestro poeta nacional, publica en la prensa un extenso artículo titulado “Malvinas, cuestiones graves” que expresa con claridad y contundencia este relato: “La usurpación no sólo es el quebrantamiento de un derecho civil y político; es también la conculcación de una ley natural. Los pueblos necesitan del territorio con que han nacido a la vida política, como se necesita del aire para la libre expansión de nuestros pulmones.
El pueblo comprende o siente esas verdades (…) Los gobiernos han comprendido ya que no hay otra fuerza legítima y respetable que la fuerza del derecho y de la justicia; que el abuso no se legitima jamás. Entretanto, deber es muy sagrado de la Nación Argentina, velar por la honra de su nombre, por la integridad de su territorio y por los intereses de los argentinos. Esos derechos no se prescriben jamás.” Este relato, forjado por nuestra experiencia histórica desde que “nacimos a la vida política” es constitutivo de nuestra nacionalidad, de allí que no pueda prescribir jamás.
Esta realidad se manifiesta en los aspectos más sencillos y cotidianos. Si recorremos cualquier barrio, de cualquier ciudad de nuestra patria, es seguro que veremos chicos jugando en una plaza o saliendo de una escuela que lleva por nombre Malvinas Argentinas. Hay miles de argentinos que viven en Malvinas, porque ese es el nombre de su ciudad. Si mostramos a cualquiera las siluetas abruptas de la Isla Soledad y la Gran Malvina, al instante las reconocerá, y no como un dato más de la geografía, sino como un símbolo que nos identifica como pueblo.
No podemos pensar nuestra Patria sin Malvinas. No podemos pensarnos como pueblo sin ser pueblo de Malvinas. Y no por un esencialismo o por la obra omnímoda de algún gobierno. Estas verdades no se inventan ni se imponen. El pueblo las comprende o siente mientras va tejiendo la urdimbre de su historia. Y no hay nudo de esta trama en que no esté presente, de un modo u otro, Malvinas. Los que se niegan a entender una verdad tan sencilla y evidente, no es que carecen de conocimientos de derecho internacional, carecen de imaginación. Ahora bien, ¿hacia dónde avanza este relato? ¿Qué historia podemos construir si el Reino Unido sigue pretendiendo tapar el sol con un dedo, negándose a reconocer que existe un conflicto de soberanía y que el único camino que garantiza una paz sustentada en bases sólidas es acatar las reiteradas resoluciones de las Naciones Unidas?
“Respetando el modo de vida de sus habitantes”
En nuestra Constitución, como cláusula transitoria, porque confiamos que esta historia tiene un fin, hemos vuelto a escribir, en esencia, las palabras de Hernández: “La Nación Argentina ratifica su legítima e imprescriptible soberanía sobre las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos e insulares correspondientes, por ser parte integrante del territorio nacional. La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía, respetando el modo de vida de sus habitantes y conforme a los principios del Derecho Internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino.”
Pero hay un dato nuevo, sumamente relevante, y que también forma parte de esta trama: “respetando el modo de vida de sus habitantes”. Ellos también han tejido su historia a lo largo de estos años. Para muchos isleños, Malvinas es la tierra a la que llegaron sus ancestros hace tres o cuatro generaciones. Son ciudadanos de la nación usurpadora, viven en una tierra usurpada, y el paso del tiempo no cambia esta situación.
Pero a poco que remontemos su historia, que preguntemos sus nombres e indaguemos de dónde vienen, vamos a descubrir que sus abuelos fueron industriosos ingleses, expulsados del sistema productivo por la revolución industrial. Que venían de los suburbios de Glasgow escapando del hacinamiento y la miseria. Irlandeses, escoceses, campesinos, pastores, sin tierra ni futuro, que quieren escapar de dos siglos de guerras buscando paz, pan y ventura. Sin grandes diferencias los pastores que atravesaron el ancho Atlántico con sus perros a cuesta, de mis paisanos que con sus caballadas llegaron a Malvinas bamboleándose en las bodegas de los bergantines y dejaron para siempre en las islas el nombre de los pelajes: “alazán, zaino, moro”, con que, todavía hoy, se reconocen en las islas los caballos. Si los Estados hacen lo que deben hacer, como lo viene solicitando hace tantos años la Argentina, los pueblos haremos lo que sabemos hacer los pueblos: conocernos, trabajar, llorar a nuestros muertos, fundar familias para que la vida renazca.
Entonces, sí, podremos imaginar tantos fines de este relato, como destinos trace el ancho camino de la paz. Quisiera imaginar uno de los fines para este relato. Tal vez, un nieto mío. Imaginemos que un día siente incontenibles deseos de conocer esa tierra de la que tanto le habló su abuelo. Nada se lo impide y va al Puerto de la Soledad a reconocer sobre los rastros y ruinas dispersas, el que fuera primer establecimiento argentino en Malvinas. Pero un domingo, paseando por Puerto Argentino se cruza con una chica que salió a caminar con sus amigas. Puede ser que sus miradas se crucen, son jóvenes. Puede ser que se enamoren. Entonces, un larguísimo círculo se cierre, como se fueron cerrando las heridas hasta ser una rayita casi imperceptible. Si la cosa prospera, uno nunca sabe, quizás termine discutiendo acaloradamente con mi nueva familia. Discutiremos hasta ponernos de acuerdo sobre si es mejor el vino tinto o la cerveza negra, para que juntos brindemos por la vida que siempre se las ingenia para vencer a la muerte. Que así sea.
FUENTE AGEPEBA.
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