Al
inaugurar el 82º Período Legislativo en el HonorableCongreso de la Nación.
Trabajo y dignidad, cultura y
aptitud profesional: derecho a trabajar y derecho a una retribución justa.
“La labor social desarrollada en el curso
de los doce últimos meses ha sido considerable y no cabría omitir una
referencia a la misma. Para ello he de partir de la Declaración de los
Derechos del Trabajador, que proclamé en el mes de febrero del año último, y
que han tenido la natural repercusión en el orden interno y en el
internacional. Sin tener la pretensión de haber ideado nada desconocido, creo,
sin embargo, poder afirmar que he concretado aquellos derechos en forma tal que
permitiría convertirlos en una declaración de orden legal sustantivo.
Y
así como en las constituciones del siglo pasado, entre ellas la nuestra, la
preocupación de los constituyentes, respondiendo al ambiente de su tiempo, se
limitaba únicamente a declaraciones de principios de tipo político y de tipo
económico, no puede concebirse ya que la piedra angular de una nación,
representada por su Carta Fundamental, deje de contener declaraciones de
significativas ideas básicas en materia de trabajo.
Si ha sido importante decir que los
ciudadanos tienen el derecho a la libertad de comercio, no creo que sea menos
importante señalar que tienen el derecho no sólo de trabajar, cual afirma
nuestra Constitución, sino de hacerla con la necesaria protección de dignidad.
Si se ha considerado indispensable consignar (por cierto en términos que hoy resultan
un tanto sorprendentes) que existe un derecho de propiedad inviolable,
igualmente ha de ser necesario proclamar el derecho a una retribución justa,
porque no se puede comprender que se defienda el derecho de los hombres a la
posesión y disfrute de los bienes materiales y no se diga otro tanto en cuanto
a la tenencia de la retribución indispensable para la subsistencia decorosa.
Si se dice que en la Nación no hay esclavos,
porque todos los hombres son libres, hay que añadir que los trabajadores
tienen derecho a unas condiciones de trabajo dignas, porque de otro modo se habría
realizado una emancipación formal, pero se habría dejado subsistente la
esclavitud derivada de la miseria, del agotamiento físico, de la salud precaria
y de la falta de vivienda decente.
De
poco sirve decir que no se admiten prerrogativas de sangre ni de nacimiento si
luego la realidad ha de ser que existan esas prerrogativas, aunque no estén
asentadas en un título nobiliario, sino en la posición económica y en el
derecho hereditario. No basta consagrar la libertad de pensamiento y de
expresión si al mismo tiempo no se declara la necesidad de propiciar la
elevación de la cultura y de la aptitud profesional para que todas las
inteligencias puedan orientarse hacia todas las direcciones del conocimiento
mediante el estímulo del esfuerzo individual, proporcionando los medios para
que, en igualdad de oportunidades, todo individuo pueda ejercitar el derecho de
aprender y de perfeccionarse.
Lo mismo cabe decir con respecto a los
derechos de preservación de la salud, de seguridad social, de protección a la
familia, de mejoramiento económico y de defensa de los intereses profesionales.
Mientras ellos no tengan plena aceptación en el consenso general y en la letra
de ley, será inútil pensar en la pacificación de los espíritus y en la
terminación de las luchas de clase.
Pero el reconocimiento de los
derechos del trabajador ha de tener otra ventaja, porque ni hay derecho sin su
correlativo deber ni hay obligación que no esté amparada por el correspondiente
derecho.
Lo han comprendido así los mismos
trabajadores, quienes en el Congreso Obrero Nacional de la Confederación General
del Trabajo aprobaron una declaración de los "Deberes del
Trabajador", en armonía con los derechos por mí definidos. Correlativamente
al derecho de trabajar, reconocieron la obligación de producir; frente al
derecho a una retribución justa, proclamaron la obligación de compensar el
salario con el rendimiento; frente al derecho a la capacitación, la obligación
de perfeccionar los métodos de producción; frente al derecho a condiciones de
trabajo dignas, la obligación de respetar los intereses justos de la
colectividad; frente al derecho a la preservación de la salud, la obligación de
observar las disposiciones de higiene individual y colectiva; frente al derecho
al bienestar, la obligación de contribuir a la creación del mismo; frente al derecho
a la seguridad social, la obligación de capitalizar durante la vida activa los
recursos para el futuro bienestar; frente al derecho a la protección de la
familia, la obligación de cultivar normas de moral; frente al derecho al
mejoramiento económico, la obligación de restituir a la sociedad, en forma de
trabajo lo que de ella se recibe en forma de bienestar; y frente al derecho a
la defensa de los intereses profesionales, la obligación de poner la fuerza
gremial al servicio de los intereses de la Nación.
Merece la pena dedicar unos minutos a la
glosa de esos conceptos, porque de la conjunción de derechos y obligaciones ha
de salir el fundamento de la sociedad futura. Exigir una producción intensa a
quien reciba un salario mezquino constituye un abuso y una inmoralidad, como lo
es también pretender una estricta moralidad en quienes viven hacinados en
vergonzosa promiscuidad, sin que sea tampoco posible imponer respeto a las
normas sociales vigentes, a los trabajadores que se sientan explotados por un
capitalismo codicioso e inhumano y desamparados de verdadera justicia por parte
de un Estado que ni siquiera actuase de juez imparcial en las luchas, sino de
parte interesada en los litigios.
En tales condiciones no es de extrañar que
las masas obreras, defraudadas secularmente en sus legítimas aspiraciones, se
vuelvan indisciplinadas y anárquicas o se dejen seducir por el señuelo de
organizaciones económicas y sociales que contradicen incluso la esencia
humana. Es muy fácil y es muy cómodo sentirse conservador y actuar como
elemento de orden cuando la posición pecuniaria permite llevar una vida carente
de dificultades y de molestias. Pero es muy duro pedir resignación a quienes
carezcan de cuantos regalos ofrece la civilización y frecuentemente de lo
indispensable para cubrir necesidades elementales. El tugurio infecto, la
esposa famélica y envejecida por la labor agobiadora, los hijos depauperados y
la falta de higiene representan el ambiente propicio para la germinación del
odio y, con él, de la violencia. Invertid los términos: poned en la vida de los
trabajadores higiene y belleza, comodidad y cultura, y veréis cómo la oposición
de clases se convierte en la colaboración fraterna, el odio en amor y la lucha
en paz. No creo que mi visión sea utópica. Es solamente difícil de lograr, pero
la grandeza del fin bien merece la pena de no darse jamás por vencido en el
empeño.”
Prof GB
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