Hay una oportunidad de discutir política económica en serio. La abrió la ex Presidenta cuando se preguntó cómo podía ocurrir que un modelo económico con salarios bajos y clara orientación exportadora, no logre acumular reservas en su banco central. ¿Estaba aludiendo a la realidad argentina actual?
El razonamiento que expresó Cristina se entiende, pensando por ejemplo en Perú: ingreso masivo de capital extranjero durante décadas al sector minero, gran producción exportable, economía interna sin mejoras sociales significativas ni mejor distribución del ingreso, y acumulación de grandes reservas de divisas en el Banco Central, producto del auge exportador de materias primas sin elaboración protagonizado por las multinacionales. Esto atraviesa a gobiernos de diverso signo político, que se suceden sin que se pueda tocar “el modelo”. En ese país sobran divisas porque el nivel de vida mayoritario es bajo, lo que acota el consumo de bienes importados.
Si observamos a la Argentina, hay diferencias con el Perú. Hasta 2015, o sea, hasta hace muy poco, se hicieron esfuerzos públicos significativos para sostener un modelo que promovió el consumo popular masivo, lo que trajo a su vez problemas externos que llevaron casi al agotamiento de las reservas netas del Banco Central.
Macri vino a terminar con el consumo popular masivo, pero reemplazó las divisas que nos gastábamos en importar bienes finales, energía y máquinas para la industria –en eso se iban las reservas—, con las divisas que nos gastamos en pagar las deudas inútiles tomadas en su cuatrienio.
Tener un modelo exportador no se logra en unos meses, ni en pocos años. Se construye con numerosas acciones públicas y privadas que van creando una amplia oferta exportable destinada a mercados abiertos a las mismas. Todavía no se puede decir que nuestro país tenga un modelo exportador, porque sigue aferrado –lamentablemente— a las commodities agropecuarias, a las que se van sumando de a poco otros productos. En cambio, sí podemos decir que el macrismo legó una situación de salarios bajos, que el actual gobierno no logra revertir, salarios que tienden a hundirse aún más por la inflación que el actual gobierno no logra reducir. No queda en claro en qué consiste entonces la famosa frase de “tranquilizar la economía”, repetida por el ministro Guzmán.
Las reservas, a pesar del mercado interno a media máquina, las fuertes exportaciones y los buenos precios, no suben. ¿Qué estaría mal? La pasividad del Banco Central para cuidar las reservas, ya que debe escrutar con mucha más atención cada dólar que le piden las corporaciones al tipo de cambio oficial, ya que existen fundadas sospechas de maniobras inventadas para arrebatarle las preciadas divisas a la entidad monetaria. Pero más que un modelo, ese es un estilo de relación Estado-Capital muy perverso y enraizado en nuestro país.
El juego de las diferencias
El kirchnerismo no buscó las confrontaciones. No era la idea. Pero sabía que podían ocurrir, por una experiencia vital que tuvieron todxs lxs argentinxs comprometidxs políticamente en los años ’70. Tenía la certeza y la comprensión de que habría enemigos. A veces eludía el choque, a veces fue sorprendido por la virulencia opositora –como durante el intento destituyente del “campo”—, y después incorporó la enemistad de la clase dominante como un dato para la acción gubernamental. Cuando finalmente ocurrían ciertas confrontaciones, estaba medianamente preparado –no sólo en términos organizativos, sino políticamente preparado— y pudo lograr algunas victorias importantes.
De por sí, esos choques con los factores de poder no fueron concebidos como una guerra abierta con objetivos de máxima, sino combates para asentar una política más autónoma dentro de los objetivos de crecimiento (capitalista) con inclusión social. Sin embargo, las actitudes contestatarias kirchneristas representaron para la elite dominante una afrenta irreparable, que mereció todos los esfuerzos –mayormente ilegales e inmorales— para sacar del juego político a ese espacio político disfuncional para la clase dominante argentina.
Distinta es la actual política oficial que sostiene, incluso discursivamente, que no hay ningún motivo para que haya discrepancias profundas en la sociedad, y que de haberlas, en todo caso, se trata de problemas a resolver en una terapia grupal. Es el gobierno que califica al sector corporativo que veta la posibilidad de separar los precios locales de los alimentos de los internacionales, como “la gallina de los huevos de oro”. Gobierno que muestra disgusto por los cortes de calle piqueteros, pero que no muestra ningún disgusto con el veto corporativo a todas sus iniciativas progresistas.
En el camino, la inflación del 6% en abril agrega una nueva piedra en la mochila electoral del Frente de Todos, mientras se insiste que se está ejecutando el programa económico del gobierno.
Volvemos a insistir: con la crisis global detonada por la guerra en Ucrania, con las sanciones económicas occidentales, con la suba de la tasa de interés de la Reserva Federal de Estados Unidos, con la abultada tasa de inflación doméstica, y con el peligroso crecimiento acelerado de la deuda interna en pesos, los lineamientos económicos acordados con el FMI quedaron en un estado tal que no da para exigir alineamientos rigurosos a fantasmas vaporosos.
El modelo chileno y el peronismo
Lo hemos señalado en otras oportunidades: el sueño de un sector concentrado del empresariado argentino sería contar con un sistema bipartidista –que obligue al electorado siempre a optar entre uno u otro partido—, que albergue algunas discrepancias útiles para condimentar un poco la vida política, pero que coincida en que las bases económicas del modelo económico-social no se tocan. Se trata de establecer en forma permanente la primacía de los intereses corporativos sobre cualquier otra consideración de política pública, de destruir cualquier expectativa de cambio real en la mayoría de la sociedad, y de sintonizar la política exterior del país con las necesidades de los países centrales, para contar con su apoyo y beneplácito de largo plazo.
El peronismo, que resultaba intragable para la elite argentina en los años ’50, cuya proscripción fue levantada recién en los ’70 –ante una amenaza de mayor radicalización social—, devino en los ’90 en una superestructura ideológicamente corrupta, al servicio de la degradación de la Argentina industrial y de su proyecto de desarrollo nacional.
Los desastres económicos y sociales provocados por la elite en sus ejercicios de gobierno bajo formato menemista y aliancista condujeron a la aparición del kirchnerismo, que fue tomando forma a medida que ejercía el poder y acertaba en acciones que contribuían a una rápida mejora de las condiciones de vida de la gran mayoría.
El momento de transitorio desconcierto de la elite dominante luego del desastre de 2001 dio paso, luego de unos años, al ataque encarnizado contra el gobierno de Cristina y todo lo que ella representaba. Parte del peronismo, a medida que se sucedían las confrontaciones, se fue bajando de esas peleas y levantando la bandera blanca frente al odio antipopular. Ahora participan del Frente de Todos.
En el caso chileno, el pinochetismo logró armar un esquema bipartidista que sostuvo –luego de 17 años de dictadura— unos 30 años adicionales de neoliberalismo institucional, que desembocó finalmente en el estallido de 2019 y en la reforma constitucional en marcha. Es cierto, la población de Chile es menos de la mitad de la argentina, sus recursos naturales están mucho más explotados, el Estado cuenta con los ingresos de la renta cuprífera, y el proceso de industrialización allí nunca llegó tan lejos como en el caso argentino.
Pero desde la perspectiva de la ineficiente y corrupta elite argentina, contar con 47 años para hacerse con la riqueza nacional sin que nadie en el espectro político discuta en serio ese estado de cosas, como sus congéneres chilenos, parece absolutamente envidiable.
Quizás ese modelo estaba en la cabeza de Macri, cuando en el encuentro de la elite internacional de la localidad suiza de Davos de 2016, donde concurren tanto altos líderes políticos como grandes empresarios y financistas, presentó a Sergio Massa como la “oposición” a su gobierno. Quizás sea también el pensamiento actual de Massa, quien acudió recientemente a los consejos de Martín Redrado sobre la situación de la economía nacional.
Pero para que en nuestro país se cristalice un modelo a la chilena, falta una pieza y sobra otra.
La pieza que falta es la de una elite capaz. Mal o bien, la elite chilena se las arregló para hacer negocios, mantener la pasividad social, lograr estabilidad macroeconómica –preservando la economía chilena de la timba financiera internacional—, y encontrar una inserción internacional que permitiera un funcionamiento macroeconómico sin sobresaltos.
La nuestra gobernó prácticamente sin límites en tres oportunidades (Proceso, Menem, Macri) y terminó desembocando por su propia acción en catástrofes económicas que la sacaron del manejo directo del Estado.
La pieza que sobra es el movimiento popular –político, sindical, social, cultural—, cuya más importante expresión política ha sido el kirchnerismo, y que no ha podido ser destruido hasta el presente. Porque además el kirchnerismo es una suerte de conciencia molesta para otros sectores del peronismo que podrían estar en cualquier espacio político. Este movimiento popular amplio, crítico, vivo, constituye una molestia insoportable para el tipo de gobernabilidad que añoran. Por eso, algunos de los comentaristas más conspicuos de la elite local sueñan con un “reformateo autoritario” de una sociedad que no termina de responder completamente a su modelo de negocios.
Un modelo que no cierra
¿Cómo se ubican el kirchnerismo y al “albertismo” frente a la consolidación de un modelo exclusivamente favorable al capital más concentrado de la Argentina, que desoye todo interés fuera de su lógica de acumulación?
El kirchnerismo lo rechaza abiertamente, pero no acierta a enunciar un modelo alternativo completo, que compatibilice la mejora distributiva deseada con una inserción internacional más sofisticada y equilibrada.
El albertismo parece admitir parcialmente los lineamientos de los sectores dominantes –grandes exportaciones, grandes ganancias, ingresos populares definidos como un residuos de la acumulación privada—, pero tratando de mejorarlo socialmente.
¿Se acerca el “albertismo” voluntaria y conscientemente a una versión local de la Concertación chilena, o es el espacio que le estaría dejando –por default, a fuerza de vetos– la elite dominante local, vista la escasa disposición del Ejecutivo a asumir alguna confrontación?
En todo caso, en cualquiera de los dos esquemas falta un liderazgo empresarial comprometido con la producción y la inversión en serio. Que no exista en nuestro país un conjunto de fuertes empresas nacionales vinculadas a la explotación y transformación del litio habla de lo poco emprendedor que es el gran empresariado local. El mismo actor que guarda 400.000 millones de dólares fuera de las fronteras del país no es capaz de encabezar un gran negocio con futuro asegurado.
Y también falta, en ambos esquemas, la claridad sobre la importancia de un nuevo diseño institucional que empodere al Estado y lo ponga en condiciones de reasumir un liderazgo efectivo en el desarrollo nacional. Para distribuir riqueza, o para conseguir frutos serios en materia de desarrollo productivo, o el Estado encabeza el esfuerzo nacional dotándolo de una mirada estratégica, o el país se transforma en un piñata de negocios privados que no va en ninguna dirección.
Vivimos en el presente
Lo cierto es que los roces y espadeos internos, que muchos interpretan como cuestiones de personalidad y de vedetismo, no terminan de dar cuenta de los dilemas estructurales que afronta el Frente de Todos.
Evaluados con inteligencia, los señalamientos realizados por Cristina en el Chaco apuntan claramente hacia ganar gobernabilidad y lograr un mejor desempeño oficial: tener
- una Secretaría de Comercio sólida, eficiente, bien respaldada, para poner bajo control el desmadre de precios;
- un Banco Central alerta ante las diversas maniobras semi-delictivas para arrebatarle los dólares de las reservas, acciones corporativas que ponen al gobierno en una situación de precariedad;
- un Poder Judicial reformateado para que no se dedique sistemáticamente a boicotear los intentos regulatorios del Estado, como por ejemplo en las tarifas de los servicios de internet.
No son alusiones destructivas ni ataques personales, sino señalamientos a una gestión que no se puede vanagloriar de que en esas áreas se anoten grandes logros.
Cuando De la Rúa asumió la presidencia, rápidamente los factores de poder comenzaron a tentarlo para que dejara de lado a sus socios de centro izquierda para “gobernar con libertad”, sin los estorbos de los criticones internos. De la Rúa avanzó en esa dirección, dejando de lado no sólo al Frepaso, sino a la propia UCR.
Los cantos de sirena del establishment parecen tener su capacidad de convicción, y el ex Presidente radical terminó pensando que con el respaldo del FMI, de los banqueros y de AEA las cosas no podían salir mal. De la Rúa creyó eso. El malestar gubernamental de la cúpula delaruísta, que no acertaba en controlar la coyuntura económica —que cabalgaba sobre el esquema inviable de la convertibilidad—, se enfocó en Chacho Álvarez y sus arrebatos centro-izquierdistas, y no en las características del Titanic que le convidaban a conducir hacia su destino conocido.
El actual canto de sirena es el increíble monto de exportaciones que supuestamente tendremos en unos años, si el Estado no se mete hoy con las ganancias de los sectores exportadores.
El pequeño problema es que un boom exportador en 2026 no le da de comer a la población en 2022. Acotamos: quizás tampoco le dé de comer en 2026, si gobierna la derecha.
Otro pequeño problema es que la “macreconomía tranquilizada” no es capaz de sembrar la calma entre los habitantes con ingresos por debajo de la línea de flotación.
Los escenarios futuros que pueden entusiasmar a los economistas o tecnócratas no deberían tapar los escenarios presentes de fuertes carencias, con los que tienen la obligación de conectarse los políticos responsables del Estado nacional.
Vale la pena recordar esto, cuando algunos funcionarios del gobierno proponen que “el que no está de acuerdo que se vaya”, o que tienden a culpar a la actual Vicepresidenta de las dificultades económicas.
Si alguien se siente más irritado con las prudentes advertencias de Cristina que con cierta oligarquía reaccionaria que habita la Argentina y veta las políticas públicas populares, evidentemente perdió la capacidad de auto-análisis, o se equivocó de proyecto político.
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