Hola, ¿cómo estás? Espero que bien. Como sucede con las relaciones internacionales, también en economía las versiones narradas sobre el pensamiento de Cristina Fernández de Kirchner chocan contra el pensamiento que expresa Cristina Fernández de Kirchner. En un discurso en el que insistió con la idea del capitalismo como el sistema productivo más eficiente que existe hasta el momento, su diagnóstico sobre los problemas macroeconómicos argentinos abrevó, antes que nada, en la especial vulnerabilidad Argentina a los ciclos del dólar. La inflación y el poder adquisitivo no son, en la mirada de la presidenta del Senado, cuestiones pretorianas o de voluntad, sino macroeconómicas. “La demanda de dólares que además, ya no es solamente para importación, sino que la gente busca el dólar y quiere ahorrar en dólares” contiene un diagnóstico sobre cuestiones como la fuga bastante más sutil que el que vulgarmente se le asigna a su mirada. En ese marco de restricciones, y levantando lo actuado durante su presidencia por Augusto Costa y no por Guillermo Moreno, CFK insistió en un diagnóstico que busca forzar algunas mejoras a partir de la asunción de ciertos enfrentamientos con sectores del poder económico. Sin embargo, la mirada política de la vicepresidenta sobre las virtudes de un capitalismo fuertemente regulado, de la recomposición de arreglos políticos que permitan garantizar una distribución de la riqueza más pareja a partir de las intervenciones ya mencionadas como las que Occidente tuvo en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial -y que en Argentina materializó el peronismo como ninguna otra fuerza- colisiona hoy contra muchos de los límites que impone el capitalismo globalizado. La crisis de la democracia occidental es inescindible de ese proceso. Decir que China fue exitosa incorporando población al sistema de producción capitalista en una escala en que quizás no lo haya sido ninguna otra nación en la historia, supone asumir una contracara en aquel país y hay, también, una global. Por una parte, el crecimiento chino está basado en salarios relativamente bajos -es decir, bajos en relación al crecimiento de su productividad. China es exponencialmente más rica que hace cuatro décadas y sus trabajadores mejoraron exponencialmente su situación, pero el gigante asiático es, asimismo, mucho más desigual que en aquel momento. Por otra parte, la inserción de China en el capitalismo desplazó empleos industriales de alta calidad en occidente a manos de la escala y los salarios chinos, que le permitieron una progresiva industrialización que hoy los lleva a producir y exportar ferrocarriles y aviones. En este marco, no podría haber para la Argentina un modelo productivo exportador exitoso basado en salarios bajos. La idea de que aquello podría funcionar es un mito construido desde las usinas que celebraron el período 2015–2019, pero que no tiene reflejo en la realidad. Los países que hoy intentan seguir el camino de China y crecer a partir de ventajas salariales para insertarse en el mercado global como Vietnam, Bangladesh o Camboya son mucho -muchísimo- más pobres que la Argentina en términos de PBI per cápita. Los sectores dinámicos que pueden hacer crecer las exportaciones argentinas, como la minería, el software o los hidrocarburos, se encuentran entre los que mayores salarios pagan en el mercado. El problema de los ingresos formales en la Argentina no son las exportaciones sino las importaciones. La famosa restricción externa contra la que se la pegaron todos los procesos de expansión económica sostenida en el país. Mayores salarios significan mayor consumo y ese mayor consumo significa mayor demanda de bienes importados -más máquinas para producción, bienes como celulares o televisores cuyos componentes no se producen en el país, viajes al exterior que significan salida de divisas, todos ellos aumentan junto con el consumo. Los salarios, medidos en dólares, hoy se encuentran en niveles de comienzos de 2011, no muy curiosamente, también están en un nivel similar las importaciones. Si descontamos la inflación del mundo -es decir el aumento de precios de los bienes medido en dólares- estamos peor que entonces. Difícilmente sorprenda en una economía que desde ese año se mantuvo estancada hasta que la crisis del macrismo y la pandemia provocaron una caída estrepitosa de la que, recién en 2021, tras tres años de contracción, comenzó a recuperarse. A comienzos del año del 54%, el gobierno convalidó un aumento de los salarios en dólares del 27% que resultó de la combinación de las paritarias y un tipo de cambio planchado. La contracara fue mayor rigidez del cepo y las reservas netas del Banco Central se redujeron en cerca de 40 mil millones. Durante los primeros dos años del macrismo, lo que antes era pérdida de reservas se financió con deuda externa, mientras en la faceta distributiva los beneficios de ese consumo se transfirieron a sectores más acomodados como grandes productores rurales, inversores en LEBACs o jubilados de la parte alta de la pirámide hasta que en 2018 todo estalló por los aires. Hoy las reservas netas rondan los cuatro mil millones de dólares. ¿Cómo aumentar los salarios sin reservas ni posibilidad de endeudamiento externo? Ningún truco permitirá un incremento sostenido de los salarios si no se aumentan las exportaciones y se recupera la moneda al nivel necesario para obtener los dólares que ese crecimiento demanda. Y no hay control de precios que permita dar respuestas a las limitaciones materiales. Si en términos políticos, con el armado del Frente de Todos, CFK sepultó la rigidez ideológica que le señalan sus principales opositores externos e internos, en la presentación del viernes le dio letra a quienes sostienen que el kirchnerismo busca en el pasado las soluciones para el futuro. Hay una sintonía inquietante en la coalición oficialista entre quienes esperan una visión integral de la vicepresidenta en materia económica más parecida a la del decreto de Chevron que a la del discurso del viernes o que el Presidente conduzca al menos a su espacio y dé las señales que incluso sus ministros le demandan: Godot no va a venir. Así y todo, el discurso de Cristina estuvo lejos de ser rupturista a pesar de la superficialidad con la que se analiza a la vice desde que el sistema político orbita alrededor suyo. El subtexto de su presentación sirve solo para el presente inmediato: “No voy a sacar los pies del plato y los debates los doy dentro del espacio”. Esto no sirve para el futuro. De no mediar cambios -que nadie tiene muy en claro cuáles deberían ser-, la ruptura no aparece como un horizonte probable sino como el único. Esto se da, particularmente, en un momento de crecimiento económico: en un encuentro hace dos domingos entre el Presidente, Guzmán y Miguel Pesce, la conversación giró en torno a dos certezas: que el crecimiento económico está por encima incluso de lo esperado por el ministro y que Argentina no tiene los dólares para financiarlo. Por lo tanto, no debería sorprender que la estrategia sea inducir un enfriamiento de la economía. Los acuerdos del albertismo con el rumbo económico que propone Martín Guzmán no ahorran críticas a su performance política. En uno de sus últimos viajes de cabotaje, el Presidente recibió una alerta de un ministro de su confianza en relación al titular de la cartera de Economía: “No te voy a decir que lo desplaces, pero lo tenés que conducir sino va a creer que tiene aptitudes políticas que no tiene”. Cuando Guzmán dice “seguiremos con aquellos que estén alineados con el plan económico”, ¿excluye a Cristina? ¿Con qué autoridad? Es una incógnita. Si bien el seteo de expectativas es fundamental para el éxito del programa económico, la Casa Rosada tiene un problema de discurso. Si ninguno de los empresarios del Foro Llao Llao ni del CICYP va a votar al peronismo y al electorado de CFK hoy solo le habla CFK, ¿a quién le habla el albertismo? En cuanto a la distribución del ingreso, la relación funcional -es decir, el reparto entre capital y trabajo- también se encuentra en niveles aproximados de 2010, 60% para los beneficios, 40% para los salarios. Hay aquí también un rasgo común, que en este caso no son los dólares sino la salida de la crisis. Mientras en 2008–9 fue el crash global provocado por la caída de Lehman Brothers, en 2018–20 fueron la crisis de deuda heredada y la pandemia que destruyeron los balances de las empresas y, con el golpe al empleo, el poder de negociación de los sindicatos. No es de extrañar, por eso mismo, que tras las crisis se recuperen, antes que los salarios, el empleo y los márgenes de ganancias, ni que los debates sobre la inflación y su relación con la ganancia empresaria se repitan en este contexto también en la política de los Estados Unidos, donde una rápida recuperación convive con un proceso inflacionario y pérdida de poder adquisitivo del salario, y se suman a ese proceso los altísimos precios internacionales de energía y alimentos. ¿Cuáles son las opciones entonces ante un diagnóstico certero sobre una democracia -y/o un esquema económico- que genera insatisfacciones y una política que no encuentra respuestas que sean sostenibles? Quizás algunos indicios puedan encontrarse en medidas tomadas frente a la emergencia por los propios gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner enfocadas no en los salarios o las jubilaciones como un todo, pero sí en las disparidades que, durante las crisis, se generan dentro de cada grupo. Posiblemente, a los refuerzos en las prestaciones sociales y las medidas para trabajadores informales y monotributistas de las categorías más bajas, se podrían sumar aumentos de sumas fijas que impacten más fuertemente en la parte más baja de la pirámide salarial que es, además, la menos demandante de divisas y que dinamiza las cadenas de consumo en los sectores populares. Esto había sido anunciado por Alberto Fernández. Horas después, la CGT pataleó y la medida, propuesta al Presidente por el demasiado astuto Emmanuel Álvarez Agis, se retiró a cuarteles de invierno. Por otro lado, a nivel de los controles -más allá de alguna intervención puntual que pueda ser efectiva en algún precio donde exista una ventaja de mercado-, Cristina apuntó a la fiscalización de las importaciones que realiza el Banco Central. Es difícil no estar de acuerdo. Hace algunos meses, el empresario textil Teddy Karagozian se jactaba de “importar bienes de capital a cien pesos”, algo que debería servir para aumentar la producción, la competitividad y mejorar los precios. Su sector, altamente protegido, es sin embargo el que mayores aumentos registra en los últimos años. Ayer declaró que las ventas del sector demostraban que sus precios eran adecuados y atractivos. No hay que perder el humor. Otro dato sobre la administración de importaciones sirve como ejemplo: el Banco Nación tuvo que intervenir para habilitar el acceso a una pieza metalúrgica para Atucha de 150 mil dólares. Si no había divisas para una central nuclear, tampoco debería haber para ciruelas españolas. La venta de dólares al sector privado para pagar deudas en el exterior también se abordó con demoras: hubo empresas que, con 50 millones de dólares, cancelaron deudas de 100. Hay más ejemplos: en un país con estas restricciones, ¿por qué Aerolíneas Argentinas tiene un vuelo a Cuba para veranear? ¿Con qué dólares? De nada de esto se habló en la reunión que revelaron Mariano Spezzapria y Javier Fuego Simondet el domingo en La Nación entre Máximo Kirchner, Gabriel Katopodis, Andrés Larroque, Juan Zabaleta y el anfitrión Martín Insaurralde. El encuentro, que fue para “aflojar tensiones”, no tuvo definiciones de fondo más que el acuerdo en la necesidad de encontrar algunos puntos en común. Todavía lejos esa opción, el objetivo de máxima es que esos interlocutores se transformen en vasos comunicantes de una relación que -si bien en política nada es irreversible- aparece casi sin retorno entre el presidente y su vice. Ojalá hayas disfrutado de este correo tanto como yo. Estoy muy agradecido por tu amistad que, aunque sea espectral, para mí no tiene precio. Iván |
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