Todos los gobiernos del neoliberalismo mundial se aprestan a festejar el bicentenario del nacimiento de Marx, cuando ya lo creen “perro muerto”, según la expresión que el mismo Marx les dedicara a los que creían que disecándolo se iban a librar tan fácilmente de Hegel. Parafraseando al Manifiesto Comunista –si es por aniversarios, son 170 años desde su redacción–, “todas las potencias de la vieja Europa se han unido en una Santa Alianza para acorralar a ese fantasma: el Papa y el Zar, Metternich y Guizot, los radicales de Francia y los polizontes de Alemania”. ¿Algo ha cambiado? No sabemos qué dirá el Papa, casi la única figura subsistente de esas entidades históricas que menciona el Manifiesto. No puede predecirse nada, pero seguramente Francisco –que no es marxista– tratará su diferencia con Marx sin embalsamarlo ni convertirlo en un gracioso bitcoin académico. Pero la Santa Alianza del Neoliberalismo tiene preparados sus cosméticos, aquellos que el mismo Marx condenara en El 18 Brumario como teatralización de la historia, modo representacional repetitivo equivalente a la infinita duplicación de la “comedia”, vista aquí como enemiga del ser trágico de las cosas.
No obstante, esta “teatralización” de Marx corresponde a un estado muy vívido del estudio de su obra, que tiene sin duda una vertiente museificadora y convencionalmente performática, que pretende desligarlo de sus propias condiciones de producción y de la espesura de la época en que escribió El Capital –la época de Balzac, Flaubert, Baudelaire, Jack el Destripador y las locomotoras a vapor–, y otra vertiente que rescata con finura retórica lo que desde el comienzo ya estaba insinuado en Marx, la crítica de Hegel pero la aceptación de sus Lecciones de Estética, tejido último que explica muchos de los estilos de su escritura.
Por otro lado, Shakespeare y el arte griego lo motivaban en ambos casos a presentar como una incógnita –válida hasta hoy– el hecho de cómo las fuerzas productivas no operan ajenas a las resistencias que objetan su racionalidad basadas en las herencias del arte, de la lengua y los mitos. Franz Mehring, en su formidable biografía de Marx –escrita para su centenario, hace 100 años–, ya estudiaba el lenguaje de Marx como un hecho interno esencial en su obra –por inspiración de Goethe y de Lessing, decía–, y afirmaba que Marx escribió influido por “el juego de las olas en las profundidades púrpuras del océano”.
No es un secreto que la lectura literal de Marx produce –como cualquier lectura de esa índole–, un conjunto de problemas de transacción histórica respecto al mundo cultural en que alguien escribe ante el estado que se halla en ese momento la modulación tecnológica del capitalismo. Por decirlo así, la historicidad del historicismo de Marx es indudable, y hasta es por eso que el estructuralismo de los años 60 inventó la “lectura sintomática”. Al mismo tiempo, la monumental Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre le quitaba abstracción a los fundamentos de Marx para dotarlos de una nueva existencia en la escasez, “la necesidad para la sociedad de elegir a sus muertos y a sus subalimentados”.
Ya hay entonces un Marx que se liga a la reflexión crítica ante la existencia subalimentada como condición de emancipar lo humano. Más recientemente, Derrida al dar a conocer sus Espectros de Marx, ya casi parece completo el ciclo de su relectura sobre la base de lo que sus textos capitales insinuaban. Los grandes textos son los que permiten exponer el ser invisible que cargan, alusivo al “estado de la deuda” y el “trabajo de duelo” que son las figuras exegéticas que hacen vibrar un texto en relación con lo que lo encadena imperceptiblemente con otros textos pasados y futuros, que crean una historia de la lectura paralela a la historia social. Por eso, un “gran texto” es siempre ése con el que estamos en deuda –y la deuda se paga con el arte de la reinterpretación– y aquel que siempre ponemos en peligro por el solo hecho de estar ante él con intenciones hermenéuticas.
Esta línea de lectura de Marx no lo embalsama o lo pone en una lata de conserva neoliberal, con retiro espiritual en Chapadmalal incluido, sino que lo preserva como lectura viva, interconectada rizomáticamente –si queremos emplear esta palabra–, con los afluentes que vienen de Hegel –obvio– pero también de Spinoza, Rousseau o las discusiones sobre Demócrito y Epicuro en torno a la naturaleza. Otro problema es el ciclo que va desde las barricadas europeas de 1848 a la caída de la Unión Soviética.
No es posible ni desanudar a Marx de esos acontecimientos pues siempre fue leído, canonizado, dogmatizado o convertido en motivo de certezas fijas refrendadas por instituciones oficiales –lo que era un problema y a la vez una simplificación, pero de gran emotividad–, ni es posible alegrarse que ese ciclo haya cesado por lo cual liberaría de prejuicios a los autores de biografías cada vez más exhaustivas que diluyen a Marx en el siglo XIX como un estudio de caso. Como apologeta, al fin, de la revolución burguesa que “ha creado maravillas muy superiores a las pirámides egipcias, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas, y ha dirigido expediciones superiores a las Invasiones y a las Cruzadas”.
No es que no haya problemas interpretativos respecto de las nociones de tiempo histórico –lineal o circular– que están implícitos en Marx. No ceden los estudios sobre este tema. Pero otra cosa propone la intelectualidad neoliberal mundial, que arroja las obras de Marx “al desván de los trastos viejos junto a la rueca y el hacha de bronce”, para ofrecérselas al rigor desencantado de los especialistas. No obstante, como toda teoría de la historia, la historia misma reacciona de diversas maneras sobre ella. ¿Cuándo no fue así?
Incluimos entre estas reacciones el film de Alexander Klüge sobre El Capital. Lo subtitula “noticias de la antigüedad” y, a pesar del desafío que implica, esa antigüedad revierte sobre el núcleo de arcaísmo que hay en cualquier relación actual, sea de un texto con su lector, sea de un actor con su obra de teatro, sea de un símbolo cualquiera con aquel que lo recuerda o lo invoca, sea con el modo en que el mundo sigue vivo gracias a cómo despierta sus fantasmas. La mercancía en Marx tiene sin duda un secreto teatral. Otra cosa es que los teatros en tanto museos ahora tomen su aniversario para convertirlo en un cartapacio de coleópteros del fin de la historia, coleccionados con alfileres sobre un telgopor.
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