Por Martin Granovsky
Imagen: Adrián Pérez
El tipo habla bajito, en un castellano impecable. A los 60 años este californiano es uno de los grandes periodistas del mundo pero no se la cree. En los ojos de Jon Lee Anderson se nota que sigue intacta la curiosidad que lo llevó a escribir “Che, una vida revolucionaria”, las notas para The New Yorker con sus relatos de la guerra de Afganistán o su radiografía de Augusto Pinochet después de verlo cinco veces.
–Tus notas tienen al mismo tiempo sabor e información. ¿Cómo fuiste construyendo el contrapunto entre el sabor y el dato?
–Creo que comencé con mucha crónica y poco dato. Pero poco a poco los editores me enseñaron a hacerlo mejor. Hasta que se volvió un instinto. Uno termina autoeditándose para que salga la mezcla justa.
–¿Cómo te das cuenta del punto exacto?
–Se produce cuando logro contar una historia. Cuando llego al meollo de las cosas. Al tema central de algo. Puedo viajar sabiendo que, una vez en el lugar, algo se me presentará. Pero uno también debe ir empujando puertas para encontrar más elementos. El puro instinto no es suficiente. Ayuda mucho tener una noción de cuál es tu relación con el mundo y qué buscas resolver. En mi caso fue un proceso gradual. Mis primeras historias eran muy instintivas. Pero incluso mis escritos más precoces están matizados por una mini-inquietud. Siempre hubo una búsqueda: entender la condición social de la gente. Siempre tuve una forma de plantarme ante la injusticia.
–¿Ésos son tus dos motores?
–Sí. Están arropados por un instinto que me lleva a conocer la historia de mi tiempo. También los arropa cierto espíritu de aventura que me hace ir a lugares que para mí son nuevos. Lugares que me desafían y están, casi siempre, en los márgenes de la “civilización” reconocida. En las periferias. En las periferias interiores y en las periferias extremas. O en las guerras.
–En tus crónicas de Afganistán, por ejemplo, los talibanes están personificados. No son abstractos.
–Así viví las historias. Así conocí al bufón que era asesino y se ofreció a asesinar gente. Yo había estado en Afganistán a finales de los ‘80. Cuando volví después del 11 de septiembre de 2001 vi que todos querían “poblar” el ambiente. Para los Estados Unidos y para todos los de afuera Afganistán era como la Luna. Mi país entraría en guerra allí y quería objetivizar a la gente. Como en la película “Érase una vez en Vietnam”. Bien: en Afganistán habría talibs. Talibanes. Así, en general. Pero yo sabía, claro, que el país estaba poblado por mucha gente con nombre y apellido. Mi trabajo allí, entonces, nació de un acto consciente de hacerlos vivir en mis páginas. Quería resaltar sus vidas en todas las dimensiones que fuese capaz de lograr. Si no serían cartoons. Dibujitos. Hice un esfuerzo personal extra para que el país no fuera un conjunto de caricaturas de turbante. No era un reto menor. Es una sociedad muy distinta poblada de gente con creencias diferentes a las mías. Pero yo debía personificar ese ambiente.
–¿Por qué decís que “debías” hacerlo?
–Para que no fueran tan matables. Aunque no sé si lo logré, ¿no?
–Una búsqueda es la personificación. ¿Otra es la comprensión?
–Sí. Obviamente sé lo que pienso pero al mismo tiempo hago un esfuerzo –y te lo juro: es sincero– por entender la problemática. No voy con el pizarrón lleno. Voy con el pizarrón limpio. A veces a la gente le choca eso. Además, mis crónicas de los últimos años son para una sociedad específica, la norteamericana.
–Se publican en el New Yorker.
–Claro. La gente que lo lee tiene cierto nivel cultural pero igualmente debo explicarles cosas que quizás no sean necesarias para un brasileño, si la nota trata de Brasil. Pero realmente intento entender. Anduve entre gángsters en Río, hace unos años. No estaba ahí para convertir su realidad en una experiencia típica del periodismo amarillo. Debía encontrar su humanidad, si es que existía.
–Su lógica, ¿no?
–O su lógica, sí. Es otra forma de decirlo. Debía desglosar su mundo y entender cómo una persona podía llegar a vivir de esa manera. En Brasil no es difícil pasar de una vida a otra. Entre el asfalto y la favela hay un metro de distancia. Y de ambos lados hay bastante impunidad. Solo explorando ambos lados de la frontera uno entiende la problemática de esa vida y de esa contradicción.
–¿También fuiste con el pizarrón vacío a la entrevista con Augusto Pinochet? Uno no se encuentra todos los días a un dictador asesino.
–Bueno, en ese texto estaba pensando cuando te dije que el intento de comprender les puede chocar a algunos. Muchos lectores me habían conocido por la biografía del Che y de pronto estaba sentado con Pinochet... Pero la verdad es que estaba fascinado con la oportunidad de sentarme delante de él, cara a cara. Era el último fascista. Adolf Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco y Augusto Pinochet.
–Un fascista al frente del Estado.
–Sí, claro. Y discípulo del Eje. Pinochet era todo lo que eran Hitler, Mussolini y Franco. Es más: es el único mandatario que asistió al funeral de Franco. Modeló su dictadura en Franco. Se habla de “prusianos” para mencionar a sus instructores en la academia militar de Chile. Pero Prusia ya no existía. Eran alemanes. Me vi cara a cara con Pinochet cinco veces. Fue una oportunidad histórica para mí. Por supuesto que tenía que tragarme mi animadversión. Por otra parte no es que ésa era la primera vez que yo entrevistaba a alguien que no era santo de mi devoción. Me senté con anticomunistas asesinos, con miembros de escuadrones de la muerte... Me tragué la revulsión que sentía para entender qué gatillaba sus acciones. Igualmente, Pinochet no era tan difícil de entender. Era un tipo de una generación, una historia y una ideología que le ayudaron a justificar lo que hacía. Inclusive llegamos a tocar el tema de si era o no dictador. Hizo lo más parecido a una broma que hubo en todas nuestras conversaciones: dijo que nunca fue dictador sino aspirante a dictador. Es evidente que era dictador, que lo sabía y que estaba conforme. Están los dictadores y están los autoritarios. Éstos piensan que ellos y una cúpula pequeña tienen el deber de cuidar a la sociedad de sí misma y salvarla de sus propios instintos salvajes o bárbaros, sean el comunismo o cualquier otro peligro. Y sienten que, cuando es necesario, deben matar para poner todo en orden. Entiendo esa lógica. Yo mismo la podría hacer.
–¿Qué significa que la podrías hacer vos?
–Que cualquiera lo puede hacer. Así de fácil. Déjame que te cuente una historia de Afganistán. Justo después de la caída de los talibanes se decía que el eje del poder se construía sobre la base de los señores de la guerra, del lado que fueran. Conseguí un chico que era como intérprete y mi guía, el hijo del carpintero del mullah Omar. No sabía mucho del mundo pero como buen afgano era muy rápido. Cuando entendió que yo estaba interesado en ver cómo funcionaba eso de crear tu propia milicia, intentó convencerme de que yo también formara una. No comprendía muy bien qué era un periodista pero sí sabía lo que era el poder. Me dijo que con diez mil dólares yo podía ser un señor de la guerra. Me explicó cómo. Era genial. Pude entender su amoralidad respecto del tema: en su contexto la supervivencia quedaba garantizada por el poder, y para llegar al poder era necesario contar con hombres con armas. Y unas Hilux. Con diez camionetas que debías pagar y cien hombres que no tenías que pagar. Cada afgano tenía su vaca. Cada afgano sería la semilla de tu ejército. El chico me explicó que con las pickups y cien hombres ya podría pedirle dinero a la gente. Con ese dinero tendrías más hombres. A los seis meses llegarías a los 10 mil y serías señor de la guerra. ¿Es tan distinta a la lógica de un Pinochet? Con Pinochet siempre entendí que delante mío estaba sentado el hombre de los colmillos ensangrentados. Pero de la misma forma en que me acerqué al Che, intentando ver quién era el hombre detrás de la foto clásica tomada por Alberto Korda, detrás del mito caricaturizado, insultaba mi inteligencia que, en cualquier sitio del mundo, Pinochet solo fuese visto en forma de caricatura. Yo sabía objetivamente que Pinochet tenía un 35 por ciento de discípulos fervientes en la sociedad chilena sobre la que todavía ejercía influencia. Quise transitar entre la demonización y la realidad. El riesgo es que humanices al tirano.
–¿Acaso los tiranos no son humanos?
–Sí lo son. Te digo lo que me achacaban mis críticos. No tenían en cuenta que el monstruo al mismo tiempo es un abuelo con un hijo casado con Miss Chile y un nieto jugando con un conejo en el jardín. Un abuelo que mató a tres mil personas. No podía escapar a esa verdad. Lo vi a Pinochet cuando ya era viejo. Quería tapar el sol con un dedo. Se ufanaba de ser el gran conquistador contra el comunismo pero no podía mostrar dónde se había librado una sola de sus batallas. Sus batallas habían consistido en una serie larguísima de asesinatos en celdas.
–¿Por qué pensás o por qué sabés que se dejó entrevistar por vos?
–Primero supuse que por haber sido biógrafo del Che me cerrarían las puertas. Pero hasta donde tengo entendido nunca lo supieron. La ultraderecha no lee libros. Tal vez “Mi lucha” o algo de Friedrich Nietzsche, o “Quién me robó el queso”, pero no sé si más. La hija de Pinochet lo primero que me preguntó al verme fue: “¿Eres marxista?”. Le dije que no. Después pasaron dos semanas hasta ver a Pinochet.
–Hablaste de la biografía del Che. Viviste en La Habana mucho tiempo para investigar.
–Tenía que conocer cómo era la revolución y precisaba que ellos me vieran y me tomaran confianza. Mi cometido era entenderlos y entender quién había sido el Che dentro de su contexto, para intentar una versión de su vida que fuese honesta y sincera de mi parte. Utilicé mucha paciencia. Llegué a ir a la casa del Che todos los días. Era el único. Tenía un acceso exclusivo. Me sentaba en el escritorio del Che. Leí los libros que él leyó antes de ir a Bolivia. En un placard había un uniforme suyo, todavía húmedo después de tantos años. No había otra persona que la viuda, que a veces estaba de buen humor y a veces no. A veces nos sentábamos a tomar café y a veces no. A veces me hablaba de él y a veces no. Así pasaron varios años. Hasta que finalmente se empezaron a abrir algunas puertas. Entendieron que yo era quien había dicho que era. Comenzaron a hablar y los túneles se llenaron de luz. Lo que ellos habían vivido como secretos militares o de Estado dentro de una contienda mayor ya era historia. Y yo quería testimoniar esa historia con sinceridad. También querían convencerme de la justeza y de la justicia de su epopeya. Al final hice mi trabajo, que a veces fue del gusto de mis interlocutores y a veces no.
–¿Alguna conclusión tuya?
–No estoy en contra del precepto de la revolución. Es en la implementación donde empiezan los problemas. No es una conclusión facilista, como verás.
–Si yo fuera Raúl Castro te contestaría: “Oye chico, Jon, es como tú dices, hicimos lo que pudimos y siempre tenemos que andar resolviendo problemas”.
–Jajaja, está bien. Y me diría Raúl Castro que también fracasaron muchos regímenes no revolucionarios. Que crearon sociedades injustas. Yo mismo a los que dicen que no valió la pena el intento de la izquierda en América Latina les pregunto: “¿Cómo quedaron los países satélites de los ganadores? México, Honduras, El Salvador, Guatemala...”. Países que hoy en día tienen los mayores índices de homicidio en el mundo. Hay mucha tela que cortar. Cuba tiene sus flaquezas pero es la sociedad más segura del hemisferio. Algo hicieron bien. ¿O es solo producto de la coacción? Cuba es más segura que Canadá.
–Decías que necesitaste mucha paciencia para reconstruir la vida del Che. ¿Les propusiste a tus interlocutores, sin decirlo así, una forma de entrar a la Historia si cada uno contaba su historia?
–Así fue. Algunos mantuvieron los recelos y no hablaron y algunos quisieron guardar sus recuerdos para la autobiografía que escribirían algún día. Pero para otros yo era un canal posible. Apostaron y confiaron en que los trataría con justicia. Creo haberlo hecho. Mi cometido no era escribir un ensayo sobre el bien o el mal de la revolución en América Latina sino trazar la vida del Che Guevara en su contexto. Que las cartas cayeran como debieran. En mi libro puedes encontrar las verrugas del Che y de la revolución. Si quieres encontrar atenuantes para lo que hicieron los revolucionarios, justificaciones prácticas, estarán. Mi libro en general está considerado por la derecha como una obra que simpatiza con el Che. Pues, cosa de ellos.
–¿Y la cosa tuya cuál es?
–En algunos aspectos me simpatiza. En otros no. Nunca he sido miembro de ningún partido. Hay períodos en la vida del Che que son muy dogmáticos. En mi caso el logro fue conocerlo a través de sus diarios personales. El Che era un chico que buscaba su perspectiva moral en la vida. Cuando llegó al marxismo en 1954 se volvió muy dogmático y se quedó en eso durante muchos años. También se volvió severo y draconiano, cosa que lo convirtió en el Che en el fragor de la batalla. También fue evolucionando y seis o siete años después se había topado con algunos muros. Era más autocríticos, menos severo, menos dogmático. Y era un hombre interesante, de gran sensibilidad social. Ahora, al revés de como algunos lo definieron en estos días, a 50 años de su muerte, el Che no fue un asesino. Fue un guerrillero. En la guerrilla tú matas gente y te puedes morir. En las guerras ejecutas gente. No es políticamente correcto decirlo pero el Che fusiló gente por traición, por deserción, por delación en la selva. También los ejércitos occidentales ejecutaban soldados por idénticos motivos. Era la época.
–¿Vas a trabajar sobre la Argentina?
–No. Me veré con algunos amigos. Estoy trabajando en un libro sobre Fidel y entrevisto gente en la región.
–El 25 se cumplirá un año de su muerte. ¿Empezaste la investigación cuando se murió?
–Antes. De aquí a un par de años lo terminaré. En Cuba las cosas no cambian. Me conocen en Cuba. Tengo amigos y están los que no me quieren. Nunca supe quiénes eran pero hay sectarios en todas partes. Los enemigos son como los trolls. No tienen cara y te atacan cuando la distancia es grande y no puedes darles una trompada. También estuve hace poco en Venezuela y estoy escribiendo un perfil de Nicolás Maduro. Me encontré con él. Lo vi en un momento interesante, cuando Maduro logra consolidarse en el poder y Donald Trump lo amenaza.
–¿Cómo es el Maduro de tu personaje?
–Déjame guardarlo para mi crónica. Se la debo al New Yorker. Pero te diría, en síntesis, que la percepción popular de él como un tipo burdo es muy equivocada. Es mucho más inteligente de lo que muchos creen. En lugar de hacer una caricatura deberían entender quién es. Maduro está en otra etapa. Al principio del mandato de Hugo Chávez también se le burlaban a Chávez. Por supuesto que no sé cómo terminará Venezuela. Ese asunto está en el altar de los dioses.
–¿Le tenés respeto a la realidad?
–No me gusta fabular.
–Cubriste varias guerras. ¿Hace falta valentía o inconciencia?
–¿Son las únicas dos opciones posibles? A veces más que valentía hay exceso de temeridad. Extrañamente uno no siente miedo y no hay mucha explicación. Hay gente que enfrentó el miedo en muchas ocasiones. De pronto se abre la tierra y no pueden más. Entre mis amigos he visto todo. Conozco ese mundo. Durante muchos años me interesó la organización de la violencia y viajé para comprenderla. Pero no es una búsqueda constante. Si solo te metes en matanzas, te afecta el alma y tu visión del mundo se vuelve negra.
–Eduardo Febbro, el corresponsal de PáginaI12 en Francia que cubrió masacres espantosas, suele comentar que el miedo de los periodistas surge de haber visto cómo se les quebró el alma a otros periodistas. Por ejemplo en el bombardeo contra el mercado de Sarajevo de 1994.
–Así es. Y a veces estuve al lado de los afectados justo en el momento en que su vida cambiaba para siempre. No es saludable presenciar durante mucho tiempo el exceso de crueldad. Tienes que volver a observar la naturaleza, ver a tu familia y hablar con los chicos.
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