A dos años de su derrota electoral, la influencia de Trump sigue siendo determinante en Estados Unidos. Cuando anuncie su candidatura presidencial, será el principal favorito para obtener la nominación del Partido Republicano y un serio contendiente para regresar a la Casa Blanca. Ahí ya hay una marca: para el país norteamericano es la primera vez que un expresidente mantiene su relevancia política luego de dejar el cargo. Una salida que, por cierto, fue todo menos normal. Trump no reconoció la derrota e instigó a una movilización que terminó con el Capitolio prendido fuego, un intento de golpe de Estado inédito en la historia reciente del país. La modulación de las reacciones dentro de la derecha fueron sintomáticas. Luego de un primer momento en el que la carrera política de Trump parecía terminada, con el veterano líder parlamentario Mitch McConnell amenazando con sacrificar al expresidente en un impeachment para correrlo del partido, el episodio comenzó a quedar atrás. Trump sobrevivió al impeachment con un apoyo masivo del partido –incluido el propio McConnell, que entendió que los costos internos serían mayores– y el foco se desplazó al asedio del nuevo gobierno. Sin Twitter y con una pila de denuncias judiciales, Trump mantuvo su condición de líder del Partido Republicano. Fueron muy pocas las figuras que decidieron romper con él y oponerse abiertamente. La más importante fue Liz Cheney, la hija del exvicepresidente Dick Cheney que para el momento del ataque al Capitolio era la tercera persona más importante del partido en la cámara baja, desde donde apoyó el impeachment a Trump. Cheney fue desplazada de su cargo y hace un par de meses se presentó en las primarias del partido para revalidar su banca. Perdió por más de treinta puntos. Ese dato cuenta casi todo. El Partido Republicano es ahora un partido de ultraderecha controlado por el trumpismo. Esto, que era evidente en 2016, es aún más evidente ahora, cuando las únicas alternativas al liderazgo de Trump se le parecen. El mejor ejemplo es el gobernador de Florida, Ron DeSantis, cuyo nombre va a empezar a figurar cada vez más por estos pagos. Brasil, que tiene un sistema político muy diferente al norteamericano (más partidos, otro tipo de campaña territorial, un Congreso que es un quilombo) comparte este rasgo a la perfección: Bolsonaro se tragó a la centroderecha del mismo modo que Trump lo hizo dentro del Partido Republicano. Lo dijimos el correo pasado: las victorias de candidatos bolsonaristas en el Congreso y en las gobernaciones son un dato quizás más importante que el apoyo que mantuvo la candidatura presidencial de Bolsonaro. Sugieren que la fuerza del presidente se explica por factores que van más allá del antipetismo. Porque es cierto que a nivel presidencial los votantes de centroderecha no tenían otra opción para evitar el triunfo de Lula. Pero sí lo tenían a nivel regional, y sin embargo eligieron a las opciones que más se le parecían a Bolsonaro. Es este dato el que explica por qué el fenómeno no es pasajero. Pero lo que muestra el caso norteamericano, y de ahí el interés de este correo, es que el apoyo a Trump y Bolsonaro trasciende los votos. El viraje de la opción de centroderecha a la de ultraderecha involucra una serie de cuestiones que van más allá de la preferencia electoral. Por ejemplo: cuando Trump dejó el cargo, el 70% del electorado republicano consideraba que la elección había sido robada. Hasta el día de hoy una porción importante cree que Trump no hizo nada malo en el ataque al Capitolio. No es solo que la mayor parte del electorado republicano prefiere a Trump: lo hace porque comparte también sus críticas al sistema político y las instituciones, sus posiciones en materia social, su aversión a los líderes y votantes del otro partido, entre otras. Es un apoyo que, en más de un sentido, trasciende la contienda electoral. Algo de eso también pasa en Brasil. En una entrevista reciente con Folha, la investigadora Camila Rocha explica que el electorado de Bolsonaro “se fue depurando, decantando y homogeneizando cada vez más, en el sentido de reproducir el discurso del núcleo duro del bolsonarismo”. Ese electorado, que en 2018 parecía más heterogéneo, con el antipetismo como principal hilo conductor, ahora también consume los mismos medios y mensajes, como la oposición a la “ideología de género” o la adhesión a la triada Dios-Patria-Familia. Rocha, que llevó a cabo varias encuestas cualitativas con votantes de Bolsonaro en estos años, cuenta que así como una parte de ese ex electorado de centroderecha “se convirtió en un bolsonarista convencido y cristalizó”, otra parte manifestaba decepción por su desempeño en la pandemia. “Pero los decepcionados, mientras decían ‘Bolsonaro no es todo lo que imaginé, hizo cosas que no me parecieron bien’, también decían ‘no quiero votar por Lula y el PT, así que esperaré una alternativa’. Y muchas de estas personas dijeron: ‘Si no aparece ninguna alternativa, probablemente votaré por Bolsonaro como el mal menor’. Y la tercera vía no despegó”. Esta combinación ayuda a entender por qué el presidente no perdió votos con respecto a la primera vuelta de 2018. Y por qué sigue siendo competitivo en la segunda vuelta, aunque no sea el favorito. “Mirar Brasil es como mirar Estados Unidos con dos años de demora”, me dijo Brian Winter, editor de Americas Quarterly y probablemente uno de los mejores analistas extranjeros del país vecino. “A pesar de las diferencias en la historia y en el perfil socioeconómico, en ambos países tenemos estos dos movimientos que capturaron el enojo ante el establishment y establecieron su propio tipo de marca dentro del movimiento conservador. Ambos tienen sus raíces en el ascenso de los cristianos evangélicos, que se convirtieron en la principal forma de rechazo a la política tradicional. El componente conservador, que siempre estuvo presente en la política brasileña, se volvió más importante”. Para Winter, esto quedó demostrado en las elecciones legislativas, en las que exministros de Bolsonaro e influencers de derecha –como el diputado más votado– dieron la nota. “Eso te dice que la narrativa de la guerra cultural efectivamente resuena. No es solo antipetismo”. Explicar el viraje conservador del electorado de centroderecha posiblemente nos llevaría más de un correo. Cuando le pregunté a Sergio Morresi, profesor de la Universidad de Buenos Aires e investigador reconocido en el campo de las derechas, me habló de una serie de lecturas que se suelen ensayar. La primera, la más simplona, es la idea de que esas personas siempre pensaron de esa manera y que solo ahora, en este nuevo escenario donde los límites aparecen corridos, pueden manifestarlo. La segunda es entender el viraje como producto de las nuevas dinámicas digitales, con la proliferación de fake news y la manipulación, pero también con un espacio público donde los mensajes radicales resuenan más. Otra manera de verlo, propone Sergio, es como un corrimiento efectivo de esas posiciones, que manifiestan un rechazo hacia los cambios culturales experimentados en los últimos años, como los avances en cuestiones étnicas y de género. Esta narrativa de la guerra cultural también desborda la contienda electoral. Otra de las lecciones de la campaña actual en Brasil es la consolidación de un tipo de polarización que también está presente en Estados Unidos. Es una polarización que, más que ideológica, es afectiva. No es que los votantes de uno y otro partido estén distanciados en, digamos, cúal debería ser la tasa impositiva o el rol del Estado. Es una distancia más radical, hasta geográfica, en la que afloran sentimientos de aversión hacia el otro. Una de las preguntas más utilizadas por los encuestadores para medir este tipo de polarización es “¿cómo te sentirías si tu hija o tu hijo se casara con un republicano / demócrata?”. Es un proceso por el cual la identidad política se convierte en una identidad social, ligada también a ciertos comportamientos y consumos. Si bien es cierto que en Estados Unidos el fenómeno está más arraigado, varios de sus rasgos están presentes en la sociedad brasileña. Las consecuencias de este tipo de polarización, claro está, son más profundas que la dificultad para construir consensos y así abordar reformas estructurales que las economías de América Lat… etcétera. Es la violencia. Otra postal de época: a dos años de la derrota electoral de Trump, el 40% de los estadounidenses considera que una guerra civil es al menos probable en la próxima década. Para un país como Brasil, donde las milicias han ganado presencia en buena parte del territorio, el mercado de armas se encuentra más liberalizado que antes y el bolsonarismo imita a la perfección la narrativa y los métodos de la turba trumpista, este dato debe ser seguido con preocupación. |
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