Elecciones en los Estados Unidos (3): ¿Dónde queda el resto del mundo?
Los Estados Unidos moldearon buena parte de las instituciones internacionales que hoy existen, tanto las del sistema global, como la Organización de las Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial de Comercio; las específicamente dirigidas a la protección del mundo capitalista, creadas durante -y que sobrevivieron a- la Guerra Fría, como la OTAN o los acuerdos que regulan la defensa de Japón o Corea del Sur; y las regionales, como la Organización de Estados Americanos y el Banco Interamericano de Desarrollo, donde se encuentran elementos del orden global, similares al ordenamiento de ONU, y otros elementos ligados al orden "occidental", que explican que, al día de hoy, Cuba siga estando excluida de la institucionalidad política continental.
Podría decirse que, desaparecida la Unión Soviética, el orden internacional es un orden norteamericano. Pero, como en tantas otras cosas, este orden ya estaba en problemas cuando Donald Trump se hizo cargo de la presidencia. La exposición de esas grietas no aparece entonces como la gran novedad de la presidencia de Trump, sino el hecho de que, en vez de abrazar las fortalezas del antiguo orden, haya resaltado aquello que era disfuncional, para proclamar que la institucionalidad existiría contra los Estados Unidos, y que todos los países sacarían ventaja de la generosidad norteamericana. Desde ese lugar, la presidencia de Trump resultó enormemente disruptiva en la retórica respecto de sus predecesores, con un presidente que resiste a sentirse contenido en modo alguno por las pasadas tradiciones. Joe Biden, con su larga experiencia en el servicio público estadounidense, parece ser el candidato del regreso a la normalidad tras el interregno trumpista. Pero ¿hay tal cosa como una normalidad posible a la que volver, o el mundo cambió y Trump apenas hizo sonar la alarma?
El ascenso de China
La advertencia sobre la emergencia de China como un actor capaz de disputar el liderazgo global de los Estados Unidos es, a esta altura, una verdad de perogrullo. La economía China va camino a sobrepasar en tamaño a la estadounidense en alrededor de una década. El país compite de igual a igual en desarrollos científicos en áreas diversas como biotecnología, inteligencia artificial o energías limpias, y en el último ranking de la revista Fortune 500 las multinacionales chinas superan en cantidad a las estadounidenses.
Hasta la llegada de Trump, y al calor de la enorme interdependencia comercial -los países comercian entre sí por cientos de miles de millones de dólares desde hace décadas- la relación incluía elementos de competencia y de cooperación, aunque la competencia era creciente. Trump reforzó los elementos de competencia, que se plasmaron en crecientes restricciones dirigidas a las exportaciones y la tecnología china que, por el peso de ambos países -sumados son el 40% del PIB global- han puesto en crisis las reglas de comercio global. A pesar de lo novedoso de su enfoque, y quizás porque, en última instancia, parece haber potenciado temores preexistentes, el enfrentamiento con China es uno de los pocos sectores donde Donald Trump ha obtenido un amplio consenso en ambos partidos. No es de esperar que nada de esto cambie con una eventual victoria de Biden, y el enfrentamiento seguirá marcando la estructura del sistema.
Las formas, sin embargo, pueden ser diferentes. Mientras Donald Trump privilegió el uso de sanciones económicas y comerciales (y es de esperar que profundice el uso de estas herramientas en caso de imponerse), Joseph Biden, de ser electo, podría intentar fortalecer alianzas para contrarrestar a China y, quizás, buscar algunos mecanismos puntuales de cooperación en áreas de interés mutuo como el cambio climático, o reglas de convivencia mínima en algunas materias, al modo de los acuerdos de contención del desarrollo nuclear celebrados con la Unión Soviética durante la Guerra Fría. El mar meridional de China, la isla de Taiwán, la competencia y un posible desacoplamiento en el ámbito tecnológico o comercial hacen de la relación entre China y Estados Unidos el punto de mayor peligro a nivel internacional durante los próximos cuatro años.
El multilateralismo
America First, el principio que según el propio presidente organizó su agenda internacional de acuerdo a un interés nacional desnudo, despojado de ataduras institucionales, es una de las marcas de la gestión de los asuntos internacionales del gobierno de Donald Trump. También es uno de los aspectos más controvertidos y más susceptibles de ser modificado si hubiera un cambio de gobierno. Durante el gobierno de Trump, los Estados Unidos consolidaron una política comercial proteccionista y mercantilista, en la que no sólo mantuvieron un conflicto sostenido con China y rivales tradicionales como Irán, Rusia o Corea del Norte, sino que también mantuvieron algunas diferencias de muy alto perfil, por cuestiones comerciales o de asistencia militar, con aliados de tratado como Alemania, Corea del Sur o Japón.
Por otra parte, fueron abandonados grandes acuerdos multilaterales como el Acuerdo de París, el Acuerdo Nuclear con Irán u organizaciones como la propia Organización Mundial de la Salud. Si Trump fuera derrotado, es posible que estos pasos sean los más rápidos en ser desandados. Una presidencia de Biden intentaría recuperar las relaciones de cercanía con aliados tradicionales como forma de fortalecerse ante futuras disputas y ganar legitimidad, y casi con seguridad intentaría devolver protagonismo a los Estados Unidos en instituciones o acuerdos internacionales.
Las sanciones
Muchos destacan que la presidencia de Trump fue la primera en décadas que no inició acciones militares en un país extranjero en el que los Estados Unidos no estuvieran ya en conflicto. Dicho sencillo: el primero en no arrancar alguna guerra. Sin embargo, eso no impidió que el gobierno tuviera una aproximación coercitiva para modificar las conductas de otros países. Desde los atentados del 11 de septiembre, los Estados Unidos disponen de una amplia gama de herramientas para usar su poder de mercado, su enorme sistema financiero y la hegemonía del dólar como forma de presión sobre países y gobiernos. La política de embargo sobre Cuba, que prohíbe no sólo el comercio directo entre los países, sino las interacciones con empresas y la adquisición de componentes estadounidenses da cuenta del enorme impacto que pueden tener las sanciones económicas.
Sin embargo, hasta la llegada de Trump, estas sanciones habían sido usadas de manera relativamente restringida. Desde ese momento, los programas de sanciones se generalizaron y ampliaron su alcance. Las políticas hacia Irán, Venezuela o Rusia incluyeron restricciones que no sólo limitaron la posibilidad de estos países de operar con empresas estadounidenses o acceder a mercado norteamericano, sino que incluyeron también amenazas de sanciones "secundarias" dirigidas a terceros países y empresas, que podían, a pesar de no estar sometidas a la legislación estadounidense, quedar alcanzados por las sanciones. Así, por ejemplo, aunque los países europeos se opusieron a la salida del acuerdo nuclear, ninguna empresa europea se atrevió a comprar petróleo iraní por miedo a sanciones estadounidenses, e incluso clientes tradicionales como China disminuyeron sus relaciones comerciales con Irán.
La trama no se agotó allí. Donde no tuvo posibilidades de usar este tipo de sanciones, la Administración Trump hizo un uso extensivo de los aranceles, para mejorar su posición en diversas disputas comerciales. Estas alcanzaron en particular a China, pero también fueron utilizadas contra países aliados, a veces por motivos distintos al comercio. Por ejemplo, para forzar a México a controlar el paso de migrantes procedentes de América Central hacia los Estados Unidos o para forzar a Turquía a liberar al pastor Andrew Brunson, que se encontraba detenido en aquel país, con cargos que desde el gobierno estadounidense se juzgaban injustos.
Estas políticas han sido muy exitosas en generar daños a las estructuras productivas de los países, especialmente los más vulnerables económicamente, como Irán o Venezuela, y en forzar conductas de aliados, como México y Turquía, pero han sido muy ineficaces para forzar cambios de gobierno, otra vez, como el caso Irán o Venezuela o de reglas de funcionamiento, como en el caso de China, al tiempo que generaron una reacción que persiste, de búsqueda de mecanismos que mitiguen el poder del mercado y la divisa norteamericanos sobre los intercambios y mercados de terceros países. Esto podría ayudar en el mediano plazo a la internacionalización de la moneda china o a un rol creciente del euro, especialmente tras el establecimiento de un mercado de deuda comunitaria europea. Es de esperar que el ímpetu sancionador se fortalezca en una presidencia de Trump y se atenúe o al menos, pierda su carácter tan marcadamente unilateral, si el vencedor fuera Biden.
América del Sur
Cada una de estas tendencias tendrán efectos en América del Sur, y quién vaya a ganar las elecciones no será distinto. En una región que ha visto a China transformarse en el primer destino de sus exportaciones, mientras los Estados Unidos conservan el control de los mercados financieros, cuyas condiciones oscilan al ritmo de la tasa de interés de la Reserva Federal y están llamados a mantener la hegemonía militar sobre la región por el futuro pensable, la disputa entre los gigantes y la forma que tome tendrá importantes consecuencias.
La posibilidad de que el gobierno estadounidense enfatice la estrategia de sanciones y aranceles para presionar sobre el comercio o las inversiones de China en la región aparece como un escenario posible, sobre todo en caso de una nueva victoria de Donald Trump. Del mismo modo, la reciente elección de Mauricio Claver Carone como presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, rompiendo una tradición de sesenta años de presidentes latinoamericanos, o el apoyo irrestricto a la muy cuestionable actuación de Luis Almagro en la OEA, dan cuenta de una utilización absolutamente instrumentada de la institucionalidad regional, en línea con las proclamas de America First, según la cual las instituciones deberían subordinarse al interés nacional estadounidense, y Venezuela fue uno de los destinos preferentes de la nueva política de sanciones.
Una presidencia de Biden podría atenuar las aristas más agresivas de la aproximación de la potencia a la región, aunque los intereses no cambiarían. El principio para Venezuela seguiría siendo el cambio de régimen. Más allá de los disgustos que pueda generar en la administración norteamericana, China seguirá siendo vital para la estabilidad económica de la región, por lo que difícilmente vaya a ser abandonada por ningún país sudamericano, sea cual sea la aproximación estadounidense. En cuanto a las instituciones, difícilmente vayan a recuperar un lugar de neutralidad que, como atestiguan la creación de CELAC o Unasur mucho antes de la llegada de Trump, no les era reconocido de todas maneras.
Un orden en crisis
La idea de un orden internacional basado en normas e instituciones compartidas, encabezado por los Estados Unidos, tomó fuerza tras la implosión de la Unión Soviética que hizo parecer la hegemonía norteamericana como a la vez conveniente, inexorable, e irresistible, y la idea de una legalidad como una manera conveniente de dotar de previsibilidad y legitimidad a esa hegemonía. Yugoslavia, Irak, el ascenso de China y la crisis económica del 2008, con foco en occidente, fueron horadando cada una de las certezas mientras, en los Estados Unidos, las desavenencias políticas internas pulverizaban los consensos sobre la conveniencia y la legitimidad del rol internacional del país.
Si el gobierno de Barack Obama puede ser entendido como un intento de arreglar las enormes disfuncionalidades acumuladas, la llegada de Donald Trump terminó de exponer todos aquellos malestares acumulados como parte de un problema irresoluble que debía ser reformulado. La aproximación elegida –acentuar el nacionalismo– alejó al presidente de aliados tradicionales, pero también lo convirtió en el gran inspirador de otros conservadurismos emergentes, que incluyen a figuras disímiles pero electoralmente exitosas, como Jair Bolsonaro, Boris Johnson o Benjamin Netanyahu.
Joseph Biden aparece como una invocación de un pasado más optimista, en una elección en la que las grietas internas pesan mucho más que la relación con el mundo. Más allá de sus intenciones, sin embargo, difícilmente el mundo que vaya a encontrar de ser electo permita materializar aquella invocación. Gane quien gane, los Estados Unidos más internamente divididos en años enfrentan un mundo conflictivo. Contarán, como siempre, con un formidable poder militar y de mercado, pero ya no estarán sólos para las decisiones finales.
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