“No creo que estemos en un fracaso económico. La Argentina es un fracaso económico”, dijo esta semana Marcos Peña, Jefe de Gabinete de Ministros de la Nación. Peña es un político que ha demostrado habilidades importantes, pero que debió proferir ese exabrupto seguramente en un estado de severa presión emocional, dados los resultados observables y generalizados de la gestión gubernamental. Es una tradición en el discurso macrista echar las culpas a otros, y a pesar del nerviosismo del Jefe de Gabinete, los reflejos políticos característicos no se pierden.
En este caso le tocó a la Argentina, en su totalidad, ser la responsable de su propio fracaso económico. Como un cohete que va quemando etapas, ya se usó la “pesada herencia”, argumento que duró un tiempo considerable. Pero el año pasado hubo que usar el siguiente tramo de excusas: “70 años de peronismo”. Rápidamente perimido por obra del desastre creciente, ahora le toca a la historia Argentina completa. ¿O será que todo empezó con la Ley Sáenz Peña?
Lo cierto es que Peña tiene motivos para estar alterado. La proliferación de datos negativos es abrumadora, tanto en producción, como en consumo e inversión. Salvo las empresas fabricantes de silobolsas, que han incrementado este año su producción en un 20% y esperan un incremento aún superior dada la floreciente demanda del producto, son pocos los sectores que pueden mostrar mejoras. La venta de maquinaria agrícola anotó en 2018 una caída del 35%, mientras el consumo de carne interno bajó, después de décadas –incluso no ocurrió en los fatídicos 2001/2002— a 49 kilos per cápita. Los espantosos números de venta de propiedades y automotores, conjuntamente con el cierre de pequeñas empresas, confirman el impacto de la situación en sectores medios, que se sorprenden por la profundidad de la contracción económica. El gobierno atina, muy débilmente, a echar mano de algún instrumento de la época de la pesada herencia, para remontar la venta de electrodomésticos. Como se puede adivinar rápidamente, es una medida insignificante en relación a la dinámica descendente de la actividad económica.
Por suerte llega la plata del Fondo
El gobierno cuenta los días para la llegada de fondos en dólares cuyo principal objetivo, a esta altura de las cosas, es fundamentalmente reforzar la capacidad gubernamental para serenar a los diferentes actores del mercado cambiario y bancario para ahorrarle a Cambiemos otro salto en el valor del dólar, que sería demoledor para las perspectivas electorales oficiales y radicalizador de las emociones sociales.
Los 10.870 millones de dólares del FMI que llegarán en los próximos días permitirán dar más credibilidad a la postura oficial de que “está todo bajo control” por un tiempo indeterminado. Perdido completamente el rumbo, es el FMI el que hoy fija los lineamientos de las políticas económicas futuras: el año próximo, si surge otro gobierno neoliberal, las metas serán la reforma previsional y la reforma laboral. Es interesante observar cómo se vuelve a insistir en un tipo de reforma previsional –con características parecidas a la que fracasó en nuestro país y está fracasando en Chile—, cuya único resultado claro es transferirle una masa de rentas garantizadas a los bancos y a otros actores financieros. Lo mismo ocurre con la reforma laboral. La excusa es crear una dinámica favorable al incremento del empleo, pero se sabe que lo único que promueve que las empresas tomen más personal es que quieran expandirse y producir más, estimuladas por un clima expansivo de sus mercados.
Facilitar despidos y promover contratos basura tiene como única función disciplinar la fuerza laboral y favorecer un cambio en las relaciones de fuerza a favor de las patronales. En síntesis: el programa de “reformas estructurales” que el FMI le indica como meta pos-electoral al macrismo no sólo no constituye ninguna novedad –ya lo vimos en los ’90—, sino que consiste simplemente en aumentar la rentabilidad de financistas y grandes empresas, sin ningún impacto mensurable en materia de crecimiento y empleo.
¿Metafísica de la argentinidad o intereses en juego?
El increíblemente incierto horizonte del país en los próximos meses no puede ser atribuido a esencias argentinas inmutables, sino al escenario que ha construido este gobierno durante 3 años y medio de pésima gestión.
El endeudamiento acelerado e irresponsable de los dos primeros años provocó la crisis cambiaria del año pasado, y la cuasi caída en default, que fue evitada merced a un mega-endeudamiento con el FMI. Pero el acuerdo con el FMI está generando durísimas condiciones para la actividad productiva –la única que realmente podría sacarnos a flote—, al tiempo que crea condiciones paradisíacas para los fondos especulativos externos y los bancos locales.
Este escenario, de extrema volatilidad, está completamente expuesto a los movimientos que la oferta y demanda de dólares registren en los próximos meses. Y en el peculiar caso argentino, ambas magnitudes, oferta y demanda de dólares, están estrechamente vinculadas. Cuanto más oferta de dólares (porque hay abundante producción exportable, los productores la venden y los exportadores traen las divisas), menor demanda (ya que desde los grandes especuladores hasta los ahorristas de todos los tamaños no se observa riesgo de un cimbronazo cambiario, y por lo tanto, se dirigen hacia colocaciones en otros activos financieros). Y viceversa: cuanta menor oferta de dólares se observa, más crece la demanda.
Este punto es muy importante, y todos los actores conocen el juego. Por eso es de vital importancia para la suerte del gobierno, en un estadío cambiario tan delicado, ver qué ocurrirá con la oferta de dólares. Sus posibilidades en ese sentido ya fueron usadas: cerrado el crédito privado internacional, apeló a todos los fondos que el FMI estaba dispuesto a suministrar, y ya los está poniendo en las reservas. Pero no alcanzan para crear un clima de estabilidad cambiaria.
Falta el aporte privado a la oferta de dólares, y allí vale la pena comprender las lógicas de los actores que incidirán en ese juego.
La política de los negocios
Empecemos por los productores agropecuarios. Los representantes del sector se han mostrado como aliados estrechos del gobierno, pero recientemente han manifestado un fuerte malestar con la reimposición de las retenciones –el gobierno pudo hacerlo porque los ruralistas respetan al FMI mucho más que a un gobierno nacional— pero también con el altísimo costo del crédito y de los insumos, muchos de los cuales están dolarizados.
En la reciente muestra de Expoagro se pudieron conocer datos del sector agropecuario y opiniones de productores en relación a cómo manejarán en los próximos meses su negocio.
Una de las estimaciones es que la cosecha de este año será muy buena, arribando a los 140 millones de toneladas. Sin embargo, se calcula que el sector agrario utilizará cerca de 300.000 silo bolsas, lo que lo dotará con capacidad para guardar una 80 millones de toneladas. O sea, estaría en condiciones de almacenar el 57% de lo producido, para irlo vendiendo de acuerdo a lo que más convenga al sector o a los productores individuales. ¿Tendría esta demora en la venta de granos y oleaginosas un sentido político? No en primera instancia. Las razones microeconómicas por las cuales los productores se abstendrían de vender próximamente sus productos tienen que ver, por ejemplo, por la carencia de financiamiento bancario a tasas razonables –subproducto de la delirante política “antiinflacionaria” del Banco Central—, lo que los haría administrar sus tenencias de grano de la forma más lucrativa posible. En esa ecuación, la expectativa sobre el valor –ascendente— del dólar es fundamental. Por supuesto la incertidumbre generalizada los vuelve aún más prudentes a la hora de deshacerse de sus granos, ya que el único activo que les puede ayudar a resguardar el valor de lo producido es el dólar. La fuerte inflación provocada por la política oficial no favorece que los productores puedan pensar en el peso como moneda en la cual colocar transitoriamente parte de sus ganancias. Los granos en los silobolsas serán también el autofinanciamiento con que contarán para la próxima campaña, dada la sequía monetaria provocada por el gobierno. Además la retención de granos les permitirá a los productores evitar ser timados por los exportadores, que en anteriores ocasiones se embolsaron las gigantescas diferencias cambiarias provocadas por las devaluaciones. La incertidumbre del sector se proyecta hacia el futuro: la soja vendida a futuro a esta altura del año representa sólo el 33% de lo que se había vendido en fecha similar, en 2018.
El otro gran jugador en la oferta de dólares agrícolas son las empresas exportadoras. Es un grupo muy reducido que controla una masa muy grande de fondos provenientes de las ventas agrícolas externas. Para pensar el árbol de decisiones que enfrentan las empresas exportadoras, vale recordar la experiencia traumática por la cual atravesó el recientemente recordado Raúl Alfonsín.
Para explicar qué pasó con la corrida cambiaria de 1989, existen dos interpretaciones fuertes. Una lectura de raíz política señala que se debió a una suerte de entendimiento de poderosos actores económicos dispuestos tanto a deshacerse del gobierno de Raúl Alfonsín, como a lanzarle una fulminante advertencia al candidato peronista, Carlos Menem, sobre quiénes tenían la sartén por el mango en el país. Mostrarles a los políticos quiénes estaban en condiciones de estrangular y caotizar la economía, a menos que se respetaran sus demandas sectoriales.
Si eso fue así, se trató de una jugada magistral, porque nadie en el sistema político se atrevió a denunciar públicamente lo que estaba pasando. Si esos fueron los objetivos, la maniobra fue sumamente efectiva –porque vía salto cambiario se indujo la hiperinflación, la pauperización acelerada de buena parte de la población y los saqueos—, y los políticos terminaron cediendo completamente ante los exportadores. Además la maniobra desestabilizadora no se incorporó como tal a la memoria colectiva de l@s argentin@s, ni se volvió a señalar lo ocurrido como una amenaza a la democracia, que debía ser neutralizada.
La otra lectura proviene del campo de la economía convencional, donde no existe el factor “poder”. Esa visión parte de la base que en la economía actúan agentes económicos racionales, cuyo objetivo es maximizar sus ganancias en el corto plazo. Todas las acciones de los actores económicos responden a ese objetivo y no están influidas por cuestiones subjetivas, como las pasiones, la política o la lucha por el poder. Esto vale para todos los que operan en la economía, independientemente de su tamaño, e incluye, lógicamente, a las empresas exportadoras.
Según esta visión, que también fue usada para explicar lo ocurrido en 1989, el exportador se enfrenta a la siguiente disyuntiva: ¿vendo mis dólares hoy, con el tipo de cambio actual, o los vendo la semana próxima, en la que el tipo de cambio podría estar más alto? Se podría decir que la decisión es perfectamente racional, alineada con la idea de maximizar los beneficios, y que no tiene ninguna carga valorativa. Casi un autómata podría tener ese mismo árbol de decisiones.
El problema se complica extraordinariamente si introducimos un elemento de la realidad local: yo –junto con mis colegas del sector— tengo tanto peso en el mercado del dólar, que si no vendemos hoy, el dólar probablemente subirá, y por consiguiente la semana próxima lo podré vender a mayor precio. Y si estoy en condiciones de incidir decisivamente en el precio del dólar, o sea en el tamaño de mis propias ganancias, ¿por qué habría de abstenerme? ¿Habrá algún otro activo que me disuada de promover un salto del precio del activo que yo poseo, el dólar?
Como se puede observar, dado el entorno de fragilidad creado por el gobierno, que agotó la cantidad de dólares que puede introducir en el juego, la situación queda librada al comportamiento de actores privados que manejan lógicas de negocios que no coinciden con las necesidades políticas del gobierno.
Paradojas del mundo macrista
No hace falta ser un sociólogo del mundo agrario para saber que buena parte de quienes juegan de un lado y del otro en el mercado de cambios han votado al macrismo y depositado sus esperanzas en la transformación política y cultural que prometía. Los más grandes compradores de dólares, los que tienen mayor capacidad de ofertar la divisa, o de no venderla, son abrumadoramente partidarios de este gobierno. Este es su gobierno, pero ¡ojo!, también ésta es su plata. En síntesis: todos los actores del drama del dólar pertenecen al mundo macrista.
¿Qué harán? ¿Actuar como agentes económicos maximizadores de beneficios, y por lo tanto aprovecharán la gimnasia acopiadora aprendida, o la gran concentración de capacidad exportadora en pocas empresas, para retraer la oferta de dólares hasta que alcance un valor “satisfactorio” para el sector? ¿O acompañarán políticamente la “gesta” de cambio del macrismo, abteniéndose de usar la oportunidad –servida en bandeja— de promover un salto cambiario en nombre de la gobernabilidad y continuidad de la derecha de negocios en Argentina.
¿Macrismo básico versus macrismo reflexivo? En todo caso, conflictos en el interior de un sector social plenamente protagonista de este nuevo fracaso económico, que muestra nuevamente su falta de una concepción económica viable y aceptable para el conjunto de la sociedad argentina.
¿Cómo se resolverá el dilema al borde del abismo? Las próximas semanas lo irán aclarando. Pero al menos ya sabemos cuál será el consenso discursivo: “digamos que fue el populismo”.
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