Por Mario Goloboff *
Como si hubiesen ya leído, atentos, exaltados y algo incrédulos, el subversivo texto de Jorge Luis Borges (claro que, desdichadamente, posterior) “Kafka y sus precursores”, los surrealistas supieron fundar a El Bosco como antecedente de Marcel Duchamp, Francis Picabia, Max Ernst, Yves Tanguy, Salvador Dalí y sus acompañantes. No fue casual: los lazos del mundo latino y mediterráneo con el mundo flamenco eran firmes y antiguos; el interés mutuo, importante, y en el campo artístico hubo siempre abundantes y beneficiosos intercambios. Como ejemplo, basta el del propio Jheronymus Bosch, de quien el Museo del Prado tiene nada menos que seis obras. De las veinticinco originales que existen en su totalidad, auténticas, autenticadas, porque, por lo general, no fechó ninguna y muy pocas llevan firma estimada no apócrifa, España tiene ocho, y seis de ellas están ahí, en El Prado. Algunas, considerables: “El jardín de las delicias”, la más famosa, la más característica; “La adoración de los Magos”, la de mejor hechura; “El carro de heno”, la última que produjo, según los expertos, entre 1512 y 1515.
Además de por Tiziano, su favorito, Felipe II “el Prudente” sentía enorme admiración por El Bosco. E Isabel de Aragón, hija mayor de los Reyes Católicos, que vivió pocos años, puede que tuviera una, y posiblemente dos de sus obras que, al morir en 1498, legó a Isabel La Católica. Juana I de Castilla (1479-1555), cruelmente llamada Juana La Loca, se casó en 1496;ese mismo año conoció al pintor en ‘s-Hertogenbosch, su ciudad natal, y es probable que haya intermediado en el traslado de las obras. Juana había contraído matrimonio con Felipe “el Hermoso”, archiduque de Austria, duque de Borgoña y Brabante, conde de Flandes. De la actividad artística de El Bosco hay poco documentado, pero sí el encargo de un “Juicio Final”, que en 1504 le habría pedido Felipe el Hermoso. El Tríptico del Juicio Final, del pintor flamenco, es un cuadro datable hacia 1482 o posterior, ejecutado en óleo sobre tabla. Se encuentra hoy en la galería de pinturas de la Academia de Bellas Artes, de Viena. Hay un segundo tríptico dedicado al Juicio Final, algo posterior (1506-1508) en la Alte Pinakothek de Munich. Casi seguramente, es este el encargado por Felipe.
Hasta hoy se discute el verdadero género de la magnífica obra de El Bosco. Están los que le atribuyen, como la cosa más lógica del mundo, el llamado fantástico, y los que, en cambio, pregonan para él un realismo certero, agudo, un hiperrealismo, o un realismo subterráneo, que representaría y revelaría, a través de torcidas figuras, la verdadera índole del universo en que se movía, y que él habría visto en sus meandros, en sus entrañas. De aquel lado, se sitúan los estudiosos del género fantástico, con nuestro venerable difusor Roger Caillois a la cabeza, y también críticos de arte muy respetables, como Erwin Panofsky, para quien El Bosco era “lejano e inaccesible”; de este, empiezan por el monje Fray José de Sigüenza (1544-1606) y llegan hasta el enorme narrador Dino Buzzati, que lo llama “El Maestro del Juicio universal”. El primero, ya en 1605, escribe: “La diferencia entre los trabajos de este hombre y los de los demás está, en mi opinión, en que los demás tratan de pintar a los hombres tal como aparecen por fuera, en tanto que él tiene el valor de pintarlos cuales son dentro, en el interior”. El segundo, a mediados del siglo XX, describe un cuadro imaginario, por él imaginado, de El Bosco, en estos términos: “Rocas desnudas y corroídas en cuyos pliegues y grietas se revolvían montones de cuerpos, humanos y bestiales, entre sucios chorros de vapores amarillos. Ángeles con grandes alas pugnaban por liberar del oprobio a las almas todavía vacilantes y a ellos se oponían ferozmente formas inmundas. Era evidente que su causa estaba ya perdida. Los demonios, con cabezas de cerdos o de bestias salvajes, con bocas de sapo, con escamosos vientres de arácnidos, con cabezas mastodónticas de cuyas orejas salían raquíticas piernas, con cuerpos de lagartijas y ciempiés, eran mucosas, vientres, sexos, ludibrio de miembros viscosos y deformemente dilatados en las más torpes vergüenzas. Sobre el fondo de las escabrosas rocas, aquellos cuerpos tibios y palpitantes de sucios deseos, casi todos sonrosados, resaltaban con una violencia aún más salvaje que las maravillosas cortesanas adolescentes del Jardín de las delicias del Prado”.
Pero no es solo lo temático, lo onírico, lo fantasmal, aquello que se destaca en El Bosco; es, sobre todo, la factura, tan avanzada para su época, el atrevimiento con las formas, la audacia de la composición, y esto es subrayado por la gran crítica de arte Mia Cinotti: “Lo incisivo de la línea, el colorido extremadamente vario y sutilmente ‘total’, la espacialidad amplia y persuasiva, el vigor formal, la agudeza paisajística”.
Hay un capítulo, sin duda interesantísimo, sin duda marginal, de la gran obra de El Bosco: es el de sus imitaciones, el de sus falsificaciones. Tempranamente, se lo hizo víctima de ellas, y el público, de su dudosa fiabilidad, al no distinguir las obras verdaderas de las de sus imitadores. Muy rápido, el Bosco adquirió fama como fabulador de imágenes plenas de fantasía, y en seguida aparecieron esas copias y adulteraciones, que fueron numerosas (varias de ellas firmadas por Hieronymus Cock).
Jacques Lacan, a quien no podía escapársele tamaña grandeza del genio flamenco, y tamañas significaciones, y que además jerarquizaba sus propios y fraternos vínculos con el Surrealismo, le rindió diversos homenajes en sus memorables “escritos”, aparte de encabezar con él las reflexiones de L’agressivité en psychanalyse (1948). Y en su famoso trabajo sobre “El estadio de espejo” (1949), al hablar del cuerpo de uno mismo, visto o sentido en los sueños, fragmentado, disperso, no único ni entero, sostiene, en bella y poética prosa, que arribado a ciertos niveles de desintegración, este cuerpo “aparece entonces bajo la forma de miembros disyuntos que alean y se arman para persecuciones intestinas, lo que ha sido fijado para siempre por la pintura del visionario Jérôme Bosch en su ascenso del quinceavo siglo al cenit imaginario del hombre moderno”.
Cuando llegué por primera vez a España, apenas comenzados los emblemáticos setenta, entre las exploraciones reivindicativas y semiclandestinas que amigos peninsulares me recomendaron (no perderme Orihuela, las tierras de Miguel Hernández; conocer el lugar en Granada donde habrían fusilado a Federico; escuchar una misa en catalán en la Abadía de Montserrat), figuraba también ir a ver la película que estaban dando, arriesgadamente, algunos cine clubs, “El jardín de las delicias”, una de las primeras grandes de Carlos Saura, denuncia estética del régimen franquista, aún no resignado a terminar, sutil y a veces brutal alegoría de una sociedad autodestructiva. Es que El Bosco, a pesar de extranjero, está tan íntimamente ligado a España como Goya, y parece, como él, haber interpretado en profundidad, hace quinientos años, sus secretos, sus tormentos y sus desvaríos.
* Escritor, docente universitario.
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