Actualidad de la Constitución del año 1949
Aritz Recalde
(PRIMERA PARTE)
Durante los últimos doscientos años de historia Argentina, coexisten y se enfrentan dos grandes tradiciones políticas acerca del tipo de modelo de desarrollo para aplicar en el país. Una tradición, es la liberal exportadora y la otra, es la proteccionista e industrialista. En el marco de la primera, se ubican el programa agroexportador iniciado en 1853 o el proyecto financiero aplicado a partir de la gestión del Ministro de Economía Martínez de Hoz y de la dictadura de 1976. Entre las segundas y con sus matices y diferencias, se sitúan el modelo nacionalista y el desarrollista, cuyas máximas figuras en el siglo XX y XXI son Juan Perón, Arturo Frondizi, Néstor Kirchner y Cristina Fernández.
Sin desconocer que existen puntos de coexistencia entre ambos, la historia reciente muestra que los dos modelos de país se enfrentaron y su disputa se desenvolvió en el plano político, económico, cultural, militar y también, en el terreno institucional. Una de las manifestaciones del enfrentamiento entre los modelos de país, se dio en el plano del derecho, las instituciones y tema que nos interesa, se expresó a nivel de las constituciones. Los políticos de la tradición liberal y agroexportadora sancionaron en 1853 y en 1994 dos de los textos constitucionales con mayor permanencia en la historia del país. En realidad, el esqueleto del texto de 1853 es el principio rector del orden institucional que introdujo la Constitución de 1994. El documento fundamental de la tradición nacionalista, es la Constitución del año 1949.
En nuestro país, el derecho liberal tiene entre sus ideólogos locales a Bernardino Rivadavia y a sus seguidores. Dicho dirigente, desarrolló una importante tarea de promoción y de sanción de leyes, en su mayoría, reproducidas del sistema institucional europeo. En su opinión, había que copiar las leyes de la civilización y junto a ellas, se estarían importando las costumbres, las prácticas y los valores del extranjero. Una de las finalidades de la importación del derecho extranjero, era la de educar a la barbarie interna para organizar a la nación. Para civilizar a los nativos del continente, se deberían importar de Europa manufacturas, personas, costumbres y leyes. A partir de aquí, Rivadavia promovió una noción típica de los ideólogos del derecho liberal, que supone que los textos normativos ofician como un pacto político en sí mismo, que puede remplazar o subestimar, los factores culturales, sociales y los patrones de conducta históricos de los pueblos.
El remplazo natural y por evolución de un sujeto histórico por otro y pese a los supuestos rivadavianos, reconoció una férrea resistencia por parte de los pueblos destinados a desaparecer frente al avance de la civilización. A partir de aquí, la tarea de imposición del liberalismo y sus leyes, se organizó en dos etapas. Por un lado, educando a una la elite destinada y entre otras cuestiones, a escribir las leyes y que asimiló para ello, la ideología europea y que conformó un sujeto cultural diferenciado de los pueblos. El otro mecanismo para imponer sus instituciones, su economía, sus inmigrantes o sus leyes, fue el asesinato y la persecución de sus adversarios.
En este cuadro, los intelectuales liberales buscaron remplazar un país por otro y con dicha intención, importaron las leyes extranjeras e intentaron amoldar el país a ellas. El supuesto de que el derecho y las constituciones pueden organizar a una nación, se mostró falso y la sanción de los textos liberales lejos de unir al país, contribuyeron a desorganizarlo y a acentuar las guerras civiles y el enfrentamiento entre sectores. Por ejemplo y yendo a los años posteriores a la independencia, se observa que la propuesta de Constitución de 1819 que tenía un contenido centralista y aristocrático que cercenaba el federalismo y los derechos de las provincias[1], cayó en el vacío en el marco de la oposición política del interior contra los intereses unitarios. Lejos de ser una prenda para la unidad nacional, el programa político y su Constitución derivaron en la batalla de Cañada de Cepeda. Mientras los intelectuales liberales debatían y sancionaban textos legales para organizar el Estado, los referentes populares movilizaban sus tropas para enfrentar al agresor externo y garantizar la soberanía.
El texto, por perfecto que fuera en términos del formalismo europeísta, era inútil e inaplicable políticamente frente a las tareas pendientes de la organización nacional. En dicho contexto “constituyente”, Gervasio de Artigas luchaba contra la ocupación del imperio del Brasil y San Martín reunía su tropa para resistir el potencial desembarco de 20 mil españoles y para continuar la obra libertaria en Perú. La contracara de los patriotas, eran los liberales porteños que sancionaban normas inaplicables y que pedían y por ejemplo, que San Martín abandone la guerra de liberación contra el colonialismo y que reprima las montoneras federales.
El texto constitucional de 1819 cayó en desgracia y hubo que esperar hasta el año 1826, para que Bernardino Rivadavia y los liberales porteños, sancionaran un nuevo modelo para la organización institucional y política del país. Este texto y de forma similar al de 1819, no unificó la nación sino que y por el contrario, contribuyó a la guerra civil. El debate de la Constitución de 1826 es interesante ya que y entre otras cuestiones, encontró la intervención de Manuel Dorrego contra la propuesta de los liberales de aplicar el voto calificado y de prohibir la participación política de los “domésticos a sueldo, jornaleros o soldados”[2]. El sistema de gobierno que introdujo la Constitución en la Sección III , no mencionó el sistema federal y en su lugar introdujo “la forma representativa, republicana, consolidada en unidad de régimen”. El texto que ataba la representación política a la tenencia de capital o de una profesión o que permitía al presidente nombrar a los gobernadores, fue rechazado por los representantes políticos del interior. Era el segundo texto constitucional que demostraba claramente, la falacia del supuesto de que las leyes organizan los Estados. Asimismo, la caída del gobierno y de la Constitución, mostró la inviabilidad de la aplicación del liberalismo racista y europeísta porteño en el país. Las organizaciones libres del pueblo no se ajustarían a los patrones de conducta y a las formas de organización social, supuestamente implícitas, en las leyes copiadas de Europa.
Tras el rotundo fracaso liberal que condujo el país a la guerra civil y a la disgregación nacional, Juan Manuel de Rosas avanzó hacia la conformación de un pacto político y social de carácter constituyente. El Pacto Federal de 1831 fue rubricado inicialmente por Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y luego por Corrientes e implicó un acuerdo fundacional que sentó las bases de la organización nacional. La constitución en el pensamiento de Rosas y tomando distancia de la tradición liberal europeísta y dependiente de muchos intelectuales, debería ser el resultado de un acuerdo político, social, económico y cultural previo, entre los representantes de las provincias y las naciones del continente y el mundo. El texto además, debería ser la culminación de un proceso de organización nacional previo y nunca podía ser su causante.
Mientras Rosas combatía al imperialismo más poderoso del mundo en 1838 o en 1845, los intelectuales al servicio del extranjero construyeron el mito de que la organización y la soberanía nacional eran y fundamentalmente, un tema de constituciones. Tal cual lo adelantó el mandatario, había que sancionar y restaurar leyes, pero dicha noción implicaba recuperar los patrones culturales, políticos y de conducta del pueblo y no podía tratarse de una mera copia del extranjero. Los antecedentes fallidos de 1819 y de 1826, seguramente fueron un llamado de atención a Rosas.
El restaurador de leyes, estableció que si no se construían previamente los lazos políticos y organizativos necesarios y si no se sancionaba una norma que superara el modelo iluminista de los intelectuales, el proyecto derivaría en una nueva frustración. Ese fue el mensaje de Rosas a Quiroga en la Carta de la Hacienda de Figueroa. Por por su actitud, fue acusado de retrogrado, de feudal y de bárbaro, por los intelectuales europeístas que entregaron el patrimonio y la soberanía al extranjero. Más allá de las acusaciones, sus palabras fueron proféticas y luego de la batalla de Caseros se sancionó la Constitución de 1853 que no detuvo la guerra civil, no impidió la secesión de Buenos Aires en 1854 y no fue un estorbo para la separación y balcanización definitiva de la Banda Oriental, el Alto Perú y el Paraguay. El cuerpo del texto de 1853 fue redactado en su mayoría por Alberdi y tanto si se estudian los comentarios que hace en Las Bases sobre los antecedentes normativos en el continente o si se lee la propia Constitución, quedan evidenciados el racismo y la subestimación de esos intelectuales sobre el contenido de las leyes y las costumbres americanas.
En este caso, como en 1819 o 1826, la primacía de la política se abría paso frente al planteo fundacional mítico de los intelectuales liberales. Fueron la política y la guerra y no el texto importado, los que unieron al país y dicha organización nacional, se implementó una vez que los liberales porteños estuvieron al mando del poder. La barbarie de los salvajes unitarios fue la ley real que impusieron los porteños y las menciones de la Constitución a la división de poderes, a los derechos individuales o a la libertad de prensa, fueron consignas vacías para el pueblo que fue despojado de garantías y de derechos. La fraseología y el entramado normativo liberal, sirvieron a la oligarquía para ocultar bajo el manto de la filosofía jurídica extranjera, sus actos de violencia política, sus redes de poder y la profunda fragmentación social con la que gobernaron nuestro país.
[1] José María Rosa (1974), Historia Argentina, Oriente, Tomo 3. P 236.
[2] Norberto Galasso (2006), Dorrego y los caudillos federales, Cuadernos Para Otra Historia. P 18.
PD Los subrayados en negrita y color, son nuestros.
prof GB
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