Los hombres de tierra firme de Indias comen carne humana y son sodométicos más que generación alguna. Ninguna justicia hay entre ellos, andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza, son como asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse ni matar; no guardan verdad si no es en su provecho; son inconstantes, no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos y amigos de novedades; précianse de borrachos y tienen vinos de diversas yerbas, frutas, raíces y grano; emborráchanse también con humo y con ciertas yerbas que los saca de seso; son bestiales en los vicios; ninguna obediencia ni cortesía tienen mozos a viejos ni hijos a padres; no son capaces de doctrina ni castigo; son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan; inimícimos de religión, haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados; no guardan fe ni orden, no se guardan lealtad maridos a mujeres ni mujeres a maridos; son hechiceros, agoreros, nigrománticos; son cobardes como liebres, sucios como puercos; comen piojos, arañas y gusanos crudos donde quiera que los hallen; no tienen arte ni maña de hombres; cuando se olvidan de las cosas de la fe que aprendieron, dicen que son aquellas cosas para Castilla y no para ellos y que no quieren mudar costumbres ni dioses; son sin barbas y, si algunas les nacen, se las arrancan; con los enfermos no usan piedad ninguna, y aunque sean vecinos o parientes los desamparan al tiempo de la muerte o los llevan a los montes a morir con sendos pocos de agua y pan; cuanto más crecen se hacen peores; hasta diez o doce años parece que han de salir con alguna crianza o virtud; de allí adelante se tornan como brutos animales; en fin, digo que nunca crió Dios tan cocida gente en vicios y bestialidades, sin mezcla de bondad o policía.
Tomás Ortiz, fraile dominico, aconsejando la servidumbre de los indios frente al Consejo de Indias. Francisco López de Gómara. Historia general de las Indias.
Son descendientes de aymaras, quechuas y chiquitos del Imperio Tihuanaco. Herederos de Huascar y Atahualpa. Integrantes del país del Tahuantisuyo. Son los pobres del altiplano. Traen consigo las penas de la mina, de la mita, de la encomienda y del yanaconazgo. Indios de sangre recorrida por el miedo y de pieles cocidas por la intemperie de tanto cuidar chivos, llamas, vicuñas y suris bajo el sol del mediodía. Y de regar maíz, coca y quinoa en los walipinis subterráneos durante las noches heladas. Gentes de tardes de luna y canto con cajas que truenan al viento ritmos y coplas que conjuran penas entre tonos y falsetes.
Son también mujeres jóvenes en noches de chicha y amor a 4000 metros de altura y funerales de sus hombres devorados por las minas de estaño del cerro Posokoni, o de plata del cerro Rico. Huérfanos de padres carcomidos en los pulmones por el silicio y aplastadas sus cabezas por los derrumbes de la Pacha Mama, celosa por la presencia de alguna otra mujer en la mina. O por desidia de los patrones. Son, todos ellos, conocedores de la tristeza del singani que mataba en las casas de suicidio de El Alto donde, dicen, cuando la tristeza era mucha, se podía pedir ser encerrado por fuera en un cuarto con litros de ese alcohol para beberlo hasta terminar muerto. Dramas olvidados con el propicio de la distancia y la necesidad de dinero vuelto menester y garrote al mismo tiempo. Son, todos ellos, sobrevivientes de esas penurias, y muchas más que aquí no caben.
Pero una vez, ellos fueron también luces. Poseedores de saberes arcanos, incomprensibles para los blancos. Custodios de campos a primera vista inertes pero llenos de claves y secretos sagrados, sin cuyo conocimiento un hombre no podía atravesarlos vivo. Sitios sobre los que los apropiadores marcaron divisiones extrañas a la geografía natural con teodolitos e impusieron estancias que enterraron bajo las cosechas voces y olores cargados de atributos de otro tiempo: gritos de malones, aroma a guanaco recién asado, bullicio de bacanales con aguardiente y hasta voces de chamanes con faldas, prediciendo amores y cataclismos. Misterios todos vueltos ahora cintas rojas atadas en las orejas de las llamas durante las Señaladas destinadas a promover progenie y fortuna. Nigromancia mudada en tabaco regado con chicha y enterrado muy dentro de la Pacha Mama donde es posible dejar deseos propios o pedidos grupales. Vinchas con medallas de plata arrancadas con destreza de la frente a los toros en los rodeos de Casabindo, que vuelven a hombres comunes héroes por un día. Celebraciones de la madre tierra en agosto. Bandas y misachicos en Pascuas. Desenfreno de diabladas de carnaval ornamentadas con albahaca en las orejas, chaschas en los pies y talcos en la cara. Y la esperanza de tantas niñas que bajan una vez al año de los cerros, en esos tiempos del Desentierro, para buscar en las quebradas al muchacho que las colmará de hijos y repetirá el ciclo de celo que mandan las estrellas y la tierra.
Pero estos indios son hermanos de muchos otros que sufrieron y sufren su mismo destino de sumisión y latrocinio. Son parientes de los “cincuenta putos” –así se refiere la crónica a los hechiceros con falda, respetados especialmente en América por su dualidad de género– que Balboa quemó en nombre de Cristo en una sola hoguera, en Cuareca. Son los araucanos devueltos por Valdivia a su terruño del sur del Biobío sin nariz, ni oreja, ni una mano, para que su vista aterrara a sus naciones e inculcara el escarmiento. Son los querandíes, cuyos cuartos de carne se disputaban los soldados de Pedro de Mendoza en Buenos Aires para cebar sus lebreles y alanos adiestrados en aperrear indios.
Estos collas son también cada uno de los aniquilados de las campañas del desierto argentino de Pedro Andrés García de 1810, de Martín Rodríguez de 1820, de Juan Manuel de Rosas de 1833, de Adolfo Alsina de 1870 y de Julio Argentino Roca de 1879. Son hermanos de los ranqueles de Yanquetruz, Pichun y Paine obligados a realizar caminatas forzadas desde Poitahue y Leubucó hasta Bahía Blanca después de quitarles sus tierras. Parientes de las mujeres de los guerreros de Huala y Panguitruz que no aguantaban ese esfuerzo y eran abandonadas a la intemperie después de cortarles los tendones de Aquiles para convertirlas en alimento de los pumas. Y también de otras mujeres que eran entregadas como siervas a familias patricias en Buenos Aires, de sus maridos separados de sus familias y destinados a los ingenios tucumanos y jujeños, de sus hijos arrancados de los brazos de sus madres y confinados como peones de estancia en las tierras que les habían robado a ellos mismos. Son, estos aymaras y quechuas, herederos del mismo padecimiento de aquel grupo de alacalufes y yaganes raptados en Tierra del Fuego y llevados a Paris para ser exhibidos como bestias en el zoológico humano erigido por Maurice Maitre en 1881. Son hermanos de los araucanos confinadas en Valcheta, primer campo de concentración de la Argentina, pidiendo a gritos comida a un grupo de galeses a través del cerco. Son Catriel, Pincén, Coliqueo y Sayhueque, perseguidos por los generales Uriburu, Levalle, Rasedo, Lagos, Vinter y Villegas por la Patagonia. Son los pampas, ranqueles, mapuches, selknam y tehuelches diezmados por la viruela, cercados por los alambrados y asesinados por los Remington y los Winchester para arrancarles sus testículos y venderlos por media libra a los ingleses. Son el cráneo de Calfucurá despellejado en las alforjas de Estanislao Zeballos, profanador de cementerios indios con la excusa de la ciencia. Son el cacique Inakayal, muerto de tristeza después de ser sometido por Francisco Pascasio Moreno a observar los esqueletos de su familia en las vitrinas del Museo de Ciencias Naturales de La Plata donde había sido confinado.
Mucho más acá, son también la masacre pilagá de Rincón Bomba, Formosa, donde en 1947 fueron envenenados y ametrallados por un escuadrón de gendarmería cientos de hombres, mujeres y niños. Y hoy son Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, héroes de la resistencia india, asesinados por desidia o voluntad, por la misma fuerza y por la espalda. En fin, son todas estas desgracias enhebradas las que se esconden en el fondo de los ojos de los indios de América cuando nos miran y ven en nosotros a los hijos de quienes perpetraron estas masacres. Todos hemos sentido ese desprecio. ¿Seremos ahora testigos mudos de una nueva barbarie?
Hoy, las imágenes que provienen de Bolivia nos retrotraen a los momentos más oscuros de la historia de Latinoamérica. La clase blanca boliviana, cuyo mascarón de proa es una india traidora teñida de rubio, ha vuelto a desatar la masacre. Quienes propician tal exterminio indio, que está sucediendo en mismo momento en que escribo esta nota y que la prensa democrática no muestra, creen que la modernidad lleva implícita un vacío previo. La senadora Áñez y sus secuaces piensan seguramente que el concepto de nación del futuro requiere la destrucción completa del pasado. Que hay que silenciar la voz de los pueblos originarios porque es ella el vehículo por donde van y vienen sus secretos, el ojal por donde se filtran conspiraciones y sueños. Se debe suprimir todo lo pretérito. Y lo que no pueda aniquilarse, diluirlo en la miseria. El monstruo que quieren parir debe convertirse en una nación nueva, pura, justificada por un fanatismo bárbaro de biblia y sin una pizca de olor a indio.
Habrá un día no muy lejano en el que los hechos que hoy vivimos serán vistos con el mismo horror a la barbarie de los actos más salvajes que enumeré más arriba. Es que, a pesar de todo, el mundo avanza. Y vendrán nuevas generaciones más libertarias, inclusivas, humanas. Y pueblos que se rebelen en grupo a la injusticia. Que se movilicen en masa por el bien común. Cuando llegue ese momento, ¿con qué rostro enfrentará la clase blanca latinoamericana ese nuevo tiempo? Porque, entonces, este fanatismo bárbaro de bala y crucifijo juntos será colectivamente contestado como es debido: con la razón, con la verdad y con más conciencia. Y nacerán generaciones nuevas educadas en el bien y en la deshonra que significará la mentira. Jóvenes que se interesarán por la verdadera historia de América y se avergonzarán de llevar apellidos como los beneficiarios de las tierras arrancadas por las tropas de Roca a los indios luego de la Campaña del Desierto. (O mejor dicho, en la campaña de exterminio de los pueblos que allí habitaban.) Aquellos 583 propietarios, muchos de ellos integrantes de la Sociedad Rural, que obtuvieron 18.668.000 hectáreas a 4 pesos. Todos apellidos hoy nobles: Alvear, Álzaga, Anchorena, Arguibel, Azcuénaga, Bemberg, Bianchi, Bonament, Bosch, Cambaceres, Casares, Casey, Castex, Chas, De la Plaza, De la Torre, Devoto, Diaz Vélez, Dorrego, Durañona, Echeverría, Eguía, Elizalde, Elortondo, Ezcurra, Fontán, Frers, Guerrero, Jurado, Larreta, Leloir, Lynch, Madero, Martínez de Hoz, Miguens, Newbery, Obarrio, Ocampo, Olivera, Ortíz Basualdo, Otamendi, Piñeiro, Quintana, Roca, Roldán, Shaw, Tornquist, Ugarte, Unzué, Vidal…
Sucederá entonces, en un tiempo no muy lejano, en una estancia inmensa, que un hombre de apellido también patricio estará sentado en la galería y oteará el cielo pensando en su cosecha. Su hijo adolescente estará leyendo historia a su lado, tratando de entender el mundo. En un momento, el muchacho cerrará el libro y le preguntará a su padre: «¿Qué hizo nuestra familia para detener toda esa masacre india?» El padre se reclinará entonces en su sillón y buscará argumentos. Dirá que los indios realizaban malones para robar vacas, que fueron siempre brutos, vagos, borrachos, que no se podría confiar en ellos y que solo servían para que los políticos aprovecharan sus votos para ganar elecciones… Repetirá nervioso alguna parte del decálogo del padre Ortiz ante el consejo de Indias, la frase de un periodista que escuchó en el canal de cable hace poco y, finalmente, dirá que todo se hizo en aras de la civilización y la de democracia… Recién entonces mirará a su hijo. Y, envuelto en pánico, verá en lo profundo de sus ojos la misma distancia, el mismo reproche, el idéntico miedo y el mismo desprecio que muchos hemos visto en los ojos indios.
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