domingo, 7 de abril de 2019

¡LA COMEDIA TERMINÓ! La nuestra es la era de los payasos malignos POR MARCELO FIGUERAS

Los miedos de cada generación toman cuerpo en ciertas figuras, que la cultura confecciona a medida y exhibe en sus escaparates hasta transformarlas en íconos. En alguna época el monstruo de Frankenstein, tal como lo encarnó Boris Karloff, funcionó así: una criatura hecha de retazos de otros a quienes la sociedad repelía y que simbolizaba partes nuestras que deseábamos negar. En otro momento fue el conde Drácula y su sexualidad desenfrenada: caía la noche y todos entrábamos en zona de peligro, huyendo de su beso. Más tarde fueron las criaturas mutadas por el uso de la energía atómica; y los extraterrestres que tomaban nuestra forma, así como los comunistas que se apoderaban —eso se decía— de nuestras almas; y últimamente los zombies, que son metáfora de una sociedad que nos reduce a la condición de consumidores compulsivos, lanzados en pos de una satisfacción siempre fugaz.



El monstruo du jour sería el payaso. Ahí lo tienen a Pennywise, el clown siniestro que aterroriza a todo un pueblo en It, la peli de Andy Muschietti basada en la novela de Stephen King cuya segunda parte veremos en breve. Ahora, vía un primer trailer, se nos permitió asomarnos a la nueva encarnación del Joker, protagonizada esta vez por Joaquín Phoenix, que llegará en octubre a los cines del mundo.




Podríamos jugar a la ingenuidad y pretender que la frecuencia con que nos cruzamos con payasos malignos responde al azar. Después de todo, la novela It fue publicada en 1986; que se la haya adaptado ahora con semejante éxito debería responder, ante todo, a las idas y vueltas del show business. Y el personaje del Joker data de 1940, pero no ha desaparecido de nuestros radares desde que Jack Nicholson en el ’89 y Heath Ledger en 2008 lo usaron para arrancarle actuaciones inolvidables. (El Joker de Jared Leto en Suicide Squad, en cambio, no logró elevar en 2016 el nivel de la mediocre peli que lo envolvía.) A ellos se les podrían agregar otros personajes que comparten el código de transformar lo que debería ser benévolo —como se supone lo son los payasos— en un ente maligno: desde el juguete que es el muñeco Chucky, pasando por la inquietante niña de Hereditary (2018) y llegando a los dobles perversos de la familia tipo que protagoniza Nosotros (Us, 2019), de Jordan Peele.
Pero ya no somos ingenuos, ni aun queriendo. Hemos visto y padecido demasiado y no estamos en condiciones de permitirnos lujos. Por eso no tardaríamos ni un segundo en vincular a esos payasos terroríficos de la ficción con otros payasos no menos atemorizantes, cuyas andanzas condicionan nuestra vida. Si se nos pidiese que asociásemos a gobernantes de hoy —Donald Trump, Jair Bolsonaro, nuestro Presidente— con una figura del registro ficcional, coincidiríamos en tiempo récord: estos muchachos no nos harían pensar en reyes, ni en héroes, ni en enamorados o en figura romántica o trágica alguna. Ni siquiera podríamos ligarlos a quienes deberían ser sus modelos más próximos, los estadistas de la vida real o de la ficción.


¿Quién imaginaría a Donald La Ballena Blanca dando un discurso encendido a la manera de Enrique V en la previa de Agincourt: “Nosotros que tan pocos somos, nosotros que somos pocos pero felices, nosotros que somos una banda de hermanos”? Uno piensa en Donald y lo visualiza, más bien, quitándose la gorra de beisbol y olvidando que no se ha pegado el arbusto de pelo postizo. ¿Quién imaginaría a Mauricio teniendo un gesto de grandeza, al estilo del San Martín que se eclipsa para que Bolívar lidere Sudamérica hacia su sueño grande? Uno piensa en Macri y lo recuerda, más bien, subiendo a un bondi por la puerta del medio y demostrando que no tiene la más puta idea de cómo funciona el transporte público. Por algo nos reímos a diario de ellos, de sus torpezas, de sus limitaciones, del ridículo que tiñe cada situación en la que irrumpen.
Los tomamos por payasos, ¿qué duda cabe? Y de un trazo particularmente grueso, por cierto. A su lado, tanto Ronald McDonald como Firulete y Piñón Fijo parecen embajadores del decoro.


Son emblemas del escarnio, hasta que recordamos que los elegimos y nos representan y el sarcasmo deja lugar a la vergüenza. Que es el sentimiento adecuado, aun cuando no los hayamos votado nunca: nuestros líderes son el espejo donde se magnifican las pulsiones de una sociedad o, como en este caso, su miopía y escaso apego por la vida bien vivida. Por eso no estaría de más que nos lo cuestionásemos. Partimos del acuerdo de que se trata de gente impresentable, a la que nunca le compraríamos un auto usado. La pregunta sería entonces: ¿qué nos movió, como cuerpo social, a permitir que se depositase la suma del poder público en gente a la que sabemos más proclive al papelón y el capricho infantil que a la rectitud y la administración ponderada?

Vesti la giubba



La figura del payaso es relativamente reciente. En los espectáculos teatrales o callejeros de los albores de la Historia, el alivio cómico estaba a cargo del actor que interpretaba a un personaje tonto de la cabeza (paizein se le decía en Grecia a los que actuaban como niños) o simplemente a un bruto, un campesino. De eso nos reíamos: de las limitaciones del que era ignorante por herencia genética o posición social. Así eran los zanni —tontos rústicos— de la Commedia dell’Arte. En la época isabelina, el concepto se complejiza y se torna más interesante: Shakespeare denomina clowns a los bufones, que ya eran entertainers profesionales y manejaban su aparente estupidez con ironía; se pretendían simples e incapaces y desde ese lugar de impunidad se la mandaban guardar al monarca de turno.


El payaso moderno es circense y data del siglo XIX. Se atribuye a Tomas Belling (1843-1900) la difusión del look que consideramos tradicional: la cara blanca, la nariz roja, las ropas y los zapatos grandes. Es fácil imaginar que esa configuración nació del deseo de ser notado y visto a grandes distancias. Para cuando Leoncavallo escribió la ópera Pagliacci (1892), el isotipo se había ganado ya un lugar en la cultura del mundo y ese monigote sintetizaba lo tragicómico, la capacidad de calzarse en simultáneo las máscaras que siempre habían diferenciado los grandes géneros teatrales: el drama y lo bufo. La tensión que existe entre el verso ¡Ríe, payaso! y el dolor de la melodía sobre la que se enanca subraya la contradicción entre el exterior jovial del clown y las miserias que alberga su corazón. Desde entonces —Pagliacci no recibió grandes críticas pero fue un fenomenal éxito popular— convivimos con ese cliché que habla del hombre que hace reír a las multitudes pero sufre por dentro.


Pero hay un rasgo que se desprende de la historia del payaso que conviene no perder de vista. Se atribuye la génesis del circo moderno a la escuela ecuestre de Philip Astley, creada en 1768, que entre una demostración y otra de la habilidad de sus jinetes y caballos necesitaba entretener al público. Ahí aparecieron los clowns, como figuras secundarias — relleno, diríamos hoy. El maquillaje y la pilcha exagerados eran una forma de decir: Ya sé que yo no debería estar acá, que estás atentx a otra cosa, que viniste en busca de otro estímulo. ¡Pero mirame!
Una de la razones de ser de nuestros payasos Presidentes parte del mismo impulso: son como son porque necesitaban llamar la atención en un contexto que les era hostil, donde estaban imposibilitados de brillar según las mismas reglas que los demás. No eran particularmente locuaces, se sabían sagaces más no inteligentes y carecían de la formación elemental. Trump era más vivillo que empresario y le debía su popularidad a un reality show. Bolsonaro estuvo infinidad de años haciéndose notar en el Parlamento de Brasil por sus bufonadas más que por sus propuestas de ley. Y a Macri lo veíamos como un payaso involuntario —más allá del esfuerzo que implicó intentar comerse un bigote falso— porque lo mirábamos como parecía verlo su propio padre, que no conseguía tomárselo en serio. Como no podían hacerse valer de acuerdo con los códigos del político profesional, sobreactuaron sus diferencias. Trump subrayó su grosería natural, y exageró el grotesco de su aplique capilar —tan artificial como el emplasto de pelo que se le erizaba a Firulete cuando se asustaba— hasta convertirlo en parte de su marca. Bolsonaro empezó a hablar a los gritos y a escapar de la corrección política como de la peste. Y Macri, aunque carente de gracia natural, se envolvió en una utilería tradicional de los payasos: los globos inflados con helio.
Cada uno llama la atención como puede. Pero nuestros payasos Presidentes le sacaron a su acto vodevilesco un jugo extra: además de hacerse notar, les sirvió para diferenciarse de la casta política y capitalizar el descontento popular con la incapacidad de los funcionarios para resolver problemas. Además de no parecerse a los políticos tradicionales, se vendieron a sí mismos como diferentes por decisión, una alternativa a lo largamente probado. El hecho es que —digamos todo— lo eran, lo son: nuestros payasos Presidentes sostuvieron su excepcionalidad una vez que llegaron al trono. El problema es que su diferencia no funciona en nuestro beneficio.
El acto tradicional suponía que éramos nosotros —el público, la sociedad— quienes nos reíamos de su performance. Pero en el caso de los payasos Presidentes, claramente son ellos quienes se ríen de nosotros.

Los Nuevos Chiflados

Le dimos el poder a los payasos y ahora nos aterrorizan. Hunden a las mayorías en la miseria, nos reprimen, celebran la ignorancia y el ruido y empujan al planeta al abismo de una catástrofe. Nuestros destinos, ay, están hoy en manos de los Moe, Larry y Curly de la América contemporánea. En Triste, solitario y final, Osvaldo Soriano hacía reflexionar así a Stan Laurel: la sociedad —decía— no les había perdonado que el humor del Gordo y el Flaco se basase en la destrucción de la propiedad privada. Con Los Tres Chiflados pasaba lo mismo. Cada vez que alguien les encomendaba una responsabilidad, terminaban rompiéndolo todo. Lo cual era gracioso en sus cortos, porque uno tenía claro —aún de niño— que nadie se lastimaba y que todo lo que se rompía era de utilería. Pero Donny, Jair y Mauri son de verdad, y el daño que producen es irreparable.


La pregunta, insisto, es: ¿por qué los empoderamos? ¿Qué razón nos llevó a elegirlos, o por lo menos a tolerar que tanta gente los considerase una opción válida?
La respuesta más frecuentada es aquella que los presenta como el mal menor. Con tal de que no triunfe otra fuerza o candidatx que representa todo lo que se considera pernicioso, votaríamos a cualquiera que no fuese él, ella o ellos. Este supondría el camino del desprecio: una forma de decir, tengo una opinión tan baja respecto de vos, que hasta estos payasos me parecen preferibles.
Pero este sería un camino extremo. Real, por cierto (¿o acaso no conocemos gente que razona así?), pero no tan extendido como para conformar un sector social capaz de dar vuelta una elección. Gente demente y suicida hay en todos lados, pero en general las mayorías son prudentes respecto de su destino. Si querés evitar un barrio turbio en tu camino de regreso a casa, no optás por la alternativa del basural, la villa, el sendero que pasa delante del paredón de fusilamiento o el desarmadero de autos. Y las mayorías sabían que estos payasos no eran sujetos confiables. Todos tenían una vida pública previa a su incursión en la política. Donnie era el hijo bueno para nada de un millonario, un campeón de la vulgaridad, dado a la ostentación y a la propaganda obscena de sus inexistentes méritos. Jair era un militar mediocre, lo cual ya era mucho decir. Y Mauri trabajaba de heredero. Cuando asomaba la cabeza era para meterse en problemas: estafas con cloacas, víctima de secuestro, campeón del muchachismo de dudosas amistades futboleras. Lxs ciudadanxs comunes sabían quién era antes de llegar a presidente de Boca: el blanco ideal a la clase de epítetos que el Coronel Cañones le destinaba a Isidoro — un mequetrefe, un pelafustán, un botarate.


Mucha gente los reconsideró a la hora de votar. Estoy seguro de que nadie cambió del todo su opinión —¿quién podía creer que de la crisálida de esos tarambanas saldría una mariposa sublime?—, pero optaron por ellos a pesar de seguir teniéndolos en baja estima. ¿Y por qué? Porque eran la mejor opción como voto castigo.
Ustedes dirán: ¿castigo a qué, a quiénes? A la vilipendiada política tradicional. Y especialmente al “populismo”, entendido como ideología que nivela para abajo y nos sume a todos en el mismo lodo. La maquinaria de la manipulación que controlan los poderosos cuenta con que el / la ciudadanx común quiera diferenciarse de esa gentuza, que desea vivir de la teta del Estado en lugar de partirse el lomo y perfeccionarse. Y la maquinaria alienta esa ambición, cuidándose bien de decirle la verdad — que ese gentuza tiene más méritos que ellos. Cualquier persona de cualquier otro lugar del mundo: un islandés, un egipcio o un coreano percibirían en cinco minutos, y a pesar de no dominar el idioma, la diferencia entre los referentes del bando populista y nuestros payasos Presidentes. Los líderes del bando populista son articulados, están (in)formados y se insertan en organizaciones eficaces. Los payasos Presidentes y su Corte de los Milagros son limitados a la hora de expresarse, tocan de oído en casi todo y confían más en la manipulación de los medios que en la organización humana. Si pusiésemos a Milagro Sala a discutir con los 46 asistentes a la marcha de apoyo a Stornelli, se los manyaría a todos con fritas en media hora.
Lo que irrita a lxs ciudadanxs que convirtieron a los payasos en Presidentes es que esa gentuza del populismo, contando con las mismas oportunidades que ellos o incluso con (muchas) menos, les han sacado un jugo mayor. Se han convertido en algo que se recorta por encima de la mediocridad general, como decía el slogan de la vieja revista Humor. Eran poligriyos, o al menos gente como uno, y terminaron rescatándose y dejando una marca. Por eso los odian: porque ponen en evidencia que ellos han hecho poco y nada con las oportunidades que la vida les regaló. Y por eso apuestan por los payasos, porque consideran que nadie mejor que ellos para sabotear las aspiraciones de aquella gente que se hizo de abajo de verdad; cuentan con ellos para cortar las alas de estos cabezas que se pavonean por la vida como si fuesen mejores que uno. ¿Quién mejor que un clown de fortuna o de casta selecta —como los militares brasileños— para mofarse de aquellos que osan desmarcarse de su nicho social y cultural?
El problema es que estos payasos mercenarios fueron efectivos a la hora de cascotear a la gentuza, pero después los cascotearon también a ellos. Y con cada día que pasa, la pesadilla que habían querido aventar se torna más real: no sólo no lograron poner distancia entre la gentuza y ellos, sino que además la lluvia de piedras los va conminando a cobijarse bajo el mismo alero donde se amucha la negrada. El despojo perpetrado por los Pennywise a quienes les facilitamos el acceso al trono afecta a todos en grados diversos, pero no ha perdonado a casi ninguno.
Los lunáticos se han hecho cargo del asilo. Y en esta circunstancia, ¿quién se está riendo de quién?

Pogo The Killer Clown

Lo que no tuvieron en cuenta los votantes y fans de Los Nuevos Tres Chiflados es que los payasos proyectaron una sombra inquietante desde el comienzo de su popularidad. La figura del payaso maligno es casi tan vieja como su cara soleada, a través de figuras como el Arlequín, el inglés Mr. Punch o el Gwynplaine de El hombre que ríe de Victor Hugo (1869). Ya en nuestros tiempos, John Wayne Gacy (1942-1994) se hizo popular en su comunidad por interpretar al payaso Pogo en veladas benéficas y fiestas infantiles, hasta que se descubrió que era un asesino serial que violaba, torturaba y mataba a adolescentes. Gacy —más conocido desde entonces como Pogo El Payaso Asesino— sintetizó entonces uno de los miedos más acendrados de nuestro tiempo: la pérdida definitiva de la inocencia, la perversión de todo lo bueno, el horror que se esconde detrás de la sonrisa pintada — la hipocresía asesina que nuestras sociedades tratan de disimular sin demasiada suerte.

El clásico Mr. Punch en versión títere.

Que tanta gente haya apoyado el ascenso de payasos al poder es una forma de asumir —aunque sea inconscientemente— que ella misma tiene un costado oscuro. Del maquillaje para afuera se dicen democráticos, respetuosos de la ley, solidarios. Pero por debajo de la máscara (¡sepulcros blanqueados!) se saben autoritarios, mezquinos y devotos de la impunidad que asiste al (más) poderoso. Votan payasos malignos como Presidentes porque se identifican con su duplicidad, con su mala leche; porque los consideran los únicos que pueden hacerle a la gentuza lo que desea en silencio que le hagan —hacerla tropezar con una zancadilla de sus zapatones, pegarle bifes, echarle ácido a través de la margarita de su solapa— y así provocar las carcajadas que no habían podido permitirse durante los gobiernos populistas. Votan payasos malignos como Presidentes porque un payaso maligno es una contradicción en los términos, alguien que no va a hacer aquello a que la tradición lo conmina —producir placer, ternura— sino causar dolor y muerte. Votan payasos malignos como Presidentes porque encarnan sus propios deseos negros, los más profundos: no aquel de imponerse políticamente, no aquel de apostar de modo racional a otra forma de plasmar la República, sino el de obtener vía libre para hacer daño al que se considera enemigo. Un payaso maligno convertido en Presidente le garantiza a lo que antes se llamaba gente de pro y más tarde gente como uno que sí, que podrá satisfacer su pulsión secreta — que habrá licencia para lastimar y matar.
El problema es que, como coinciden los relatos mitológicos y folklóricos del mundo entero, cuando dejás en libertad ciertas fuerzas perversas después no hay cómo contenerlas. Y esa es la fase que estamos atravesado. Por eso nadie ríe, ya. El hambre y la bronca de la gentuza y la pérdida de status entre la gente de pro —las pequeñas indignidades que sufren cuando ya no pueden pagar algo que antes podían— le dieron a los músculos risorios vacaciones sin límite conocido ni goce de sueldo. Como lo expresa la frase que cierra la ópera de Leoncavallo: La commedia è finita!
Ahora sólo falta que los payasos se enteren. Mientras tanto, seguiremos bailando y chocando entre nosotros al compás del pogo del Payaso Asesino.


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