La última vez que el dólar aumentó cuatro pesos en un mes fue en septiembre del año pasado, cuando la cotización pasó de 38,0 a 41,94 pesos. Esa escalada de la divisa del 10,4 por ciento repercutió de manera directa en la inflación de octubre, que marcó un alza del 5,4 por ciento en el IPC nacional. Ahora la historia vuelve a repetirse. En marzo el dólar se disparó de 40,14 a 44,40 pesos, un 10,6 por ciento, y la inflación de abril apunta a ubicarse más con un piso del 5 por ciento que en el 3,5-4,0 por ciento que venían proyectando las consultoras de la city. Como en aquel antecedente, abril llega con aumentos en las tarifas de gas, subte, combustibles y especialmente en alimentos que empujarán la inflación hacia arriba. Para marzo las estimaciones de precios se ubican entre 3,7 y 4,0 por ciento, con lo cual será el décimo cuarto mes consecutivo con una inflación mayor al 2,0 por ciento, en tanto que abril se descarta que será el mes número quince de ese registro desolador. Para encontrar una situación igual o más grave que la actual hay que remontarse a la hiperinflación de Carlos Menem en 1990. Es un retroceso de 28 años.
La respuesta de la industria de alimentos y bebidas a la nueva aceleración del dólar fue ajustar las listas de precios de manera automática. Pero, además, existen maniobras especulativas de retención de mercaderías a la espera de ver cómo se acomoda la cotización de la divisa. La ortodoxia económica suele resistir cualquier intervención del Estado para regular precios con el argumento de que lleva al desabastecimiento. Sin embargo, la liberalización que rige desde que Cambiemos llegó al poder está provocando exactamente esa situación, con el agravante de que los precios aumentan a la mayor velocidad y por más tiempo en casi tres décadas. Los faltantes de productos no son solo alimenticios. También se produce el retiro de bienes del mercado en otros rubros, en especial artículos importados y los que dependen de insumos dolarizados. Autos y electrodomésticos están a la cabeza de la lista, pero es un fenómeno que se extiende a toda la economía.
Desde que el dólar volvió a los saltos y el Banco Central movió la tasa de interés del 44 al 68 por ciento anual, los empresarios manejan sus stocks con cuidado, porque no saben cuál será el costo de reposición con tanta movida cambiaria y monetaria. La decisión del BCRA de ponerle velas a la bicicleta financiera con la autorización a los bancos de comprar más Leliq generó aún más ruido. Trajo a escena fantasmas del 2001, porque las entidades financieras invierten los pesos que captan de los depositantes para tomar esos títulos, cuyo stock crece como una bola de nieve. La medida exhibe la urgencia de la autoridad monetaria para contener la escalada del dólar, aunque los pasos que va dando expongan al país cada vez a más riesgo. Es lo mismo que ocurre con la suba constante de las tasas de interés. Mientras más altas están más sube la percepción de que la situación se agrava. En resumen, la pérdida es doble: las acciones defensivas del Central empeoran las expectativas, mientras que las tasas de interés por las nubes causan un daño severo a la economía.
Por otra parte, el torniquete monetario que impuso el FMI al Banco Central –que ya nadie se fija si es o no independiente– resultó un fracaso para contener la inflación. En los seis meses que van desde que Guido Sandleris puso en marcha el plan que le pasaron desde Washington, los precios se movieron tanto o más que en los seis meses previos, cuando estaban Federico Sturzenegger con las metas de inflación y Luis Caputo sin metas ni nada.
Con las proyecciones de marzo (3,7 a 4,0 por ciento) y abril (arriba del 5,0 por ciento), la inflación al final del primer cuatrimestre se ubicará por arriba del 55 por ciento interanual, en tanto que las canastas de pobreza e indigencia exhibirán un aumento exorbitante del 65 por ciento. Esas serán las cifras completas de un año de crisis, que arrancó con la corrida cambiaria en los últimos días de abril de 2018. Semejantes aumentos, sin embargo, no despertaron ninguna autocrítica del Gobierno, que se defiende negando la realidad y tratando de convencer a empresas y trabajadores que el camino es el correcto, aunque estén cada vez más hundidos. “Hay que aguantar”, fue el mensaje de Mauricio Macri esta semana, sin precisar cuánta más inflación habrá que soportar. El Presidente llegó a la Casa Rosada con la promesa de terminar rápido con la inflación y transita el último año de mandato con el discurso del aguante, sin asumir la más mínima responsabilidad por el desastre y, lo que es más grave, sin explicar cómo sacará al país de esta situación. ¿Estuvieron mal las metas de inflación, no sirve el torniquete monetario, es un fracaso la desregulación cambiaria y financiera? Ni Macri ni el equipo económico dan respuesta a los interrogantes. Se afirman en que hacen e hicieron todo bien, a pesar de los volantazos, y atribuyen los problemas a la pesada herencia, a la turbulencia del mundo o al peligro de regreso del “populismo”, al que califican como “no racional”. Esa estrategia tal vez sea lo único que le queda al oficialismo de cara a la campaña electoral, pero está claro que no alcanza para cambiar la visión de los actores económicos sobre la gravedad de la crisis ni a recrear su confianza, que se arrastra por pisos históricos.
“Estamos todos como esperando el impacto”, describe un industrial pyme la sensación de angustia y preocupación por el futuro cercano. El impacto sería una devaluación todavía más descontrolada, con mayor explosión inflacionaria y riesgos de default. Son peligros que el Gobierno no logra diluir, sino que semana tras semana parecen tomar más cuerpo. Las promesas de salvación con la cosecha y los dólares del FMI no logran cambiar la dinámica de deterioro financiero y productivo. Y la inflación no baja. En abril, va para 5.
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