Hola, ¿cómo estamos? La mitad de atrás del avión para los jugadores. La transpiración entre el culo y el isquiotibial porque todos jugamos. Pensar que en un rato seremos gloria o morir. El asado al mediodía siguiente de los partidos. El desayuno, los días de juego y la manija de los que no pudieron dormir y aparecen en el comedor a las siete. Después de cada resultado, aunque el final sea de madrugada, milanesas napolitanas con papas fritas. La utilería como refugio. La yerba mitad uruguaya mitad argentina. Bolsones de sugus. Bizcochos Don Satur para matar el tiempo. Para elegir: pasta con o sin gluten. El torneo de truco que mezcla dos profesiones especialmente talentosas en los naipes: futbolistas y médicos. Antes, los vidrios de los micros al ritmo de que no importa lo que digan los periodistas. Ahora, la paz armada por el triunfo. Marito, el utilero, bailando, poniendo el ánimo a tope. Cuando se gana, las rondas de mate se repiten místicamente. Cuando se pierde, el silencio de mierda. Las teclitas de los celulares y los resoplidos. La bronca por los partidos de noche y las horas que pesan. El peluquero como casi sinónimo de psicólogo. La pantalla con otros partidos y la necesidad de que caigan otros gigantes para palpitar menos presionado. Un pequeño grupo que se queda en el vestuario, apaga las teles, pone música y espera al entretiempo porque la ansiedad les peligra un infarto. Dios en forma de neceser. En donde parece que se cargan perfumes, reinan las vírgenes, las estampitas y los santos. El camarín con olor a perfume. Frutas y barritas de cereal. La música de moda. Los kinesiólogos. La baranda a crema para masajes. Los músculos empujados al límite por un grandote que pregunta ahí y un poco más y ahí, sí, está bien y el psoas estirado como una cuerda de barco. El parlante con música. Los auriculares. Los chicles. Pisar tres veces con el pie izquierdo. Avanzar y que los triunfos hagan parir nuevas cábalas. Como en 2014, cuando Mariano Andújar encabezaba siempre el reconocimiento de campo. Las credenciales para identificarse y algún futbolista que se la olvida y los dirigentes que deben correr para que ingresen a tiempo. La charla técnica ya pasó. Con video. Con plan de partido. Ocurrió en el hotel, antes de salir. Videos cortitos, mensajes precisos, detalles para no olvidarse. No hay tiempo para explicar un juego entero en un rato de vestuario. Ahí es el ánimo. Algún detalle más. Scaloni, un loco intenso, respirando hondo, pensando en Pekerman y personificándose en un ser calmo para transmitir ese aire. Un click y los que están en la fila de al lado, preparados para salir, abandonan su condiciones de compañeros de equipo y pasan a ser enemigos. Las manos en forma de visera para hallar a las familias. Entrar en calor. Sentir el césped. Escuchar la canción del momento. Ya sin reírse. No existe ni el pasado, ni la Copa América, ni Netflix, ni Amazon: arranca todo de nuevo. Los jugadores con el fútbol entre ceja y ceja. Los gritos: que llegamos hasta acá, que lo hicimos por nuestras familias, que pensemos en quienes nos quieren. Café, energizante, mear, gel, mear, mojarse la cara, rezarle al espejo y el de al lado que aclara: “No te olvides de marcar al 8 en la pelota parada”. El silencio: ese silencio. En el que hay alaridos de vamos, dale, che, la puta madre. O pequeños ecos de ruidos de tapones. Los músculos se aflojan con los niños y con las niñas que abren los ojos al no poder asumir que el de al lado es Messi. El 10 enfocándose y cumpliendo con todo lo que el sistema le requiere. Banderín, saludo, cámaras, protocolos. El entrenador abandonando su sillón, parándose en el cuadrado y rascándose el mentón. El himno. Esos acordes que tocan la fibra más íntima. El riff de Blas Parera y el cantito con la letra o. El llanto que no se comprende. Porque te recuerdan a tu abuelo. O a tu barrio. Y, en palabras del propio Scaloni en octavos de final de 2006, la pregunta de por qué mierda decidí ser jugador y exponerme a esto. El fútbol vuelve a nacer cada siete días. En estas épocas de calendarios apretados, cada tres. Por eso un Mundial es tan fuerte. Porque ganar alarga la gloria demasiado. Y a la tristeza no se le aparece una revancha a corto plazo. El ruido. Mucho ruido. La vuvuzela de moda. El cantito de cada Mundial. El relojeo al que tira el vamo vamo, Argentina, que esta banda quilombera y dale que ese tema no va más. Ya nadie se dará vuelta como preguntando qué pasa. Y arrancará con todo el grito de guerra. De argentinos y de otros mundos. De otro planeta no, porque de esos había solo dos y ahora queda solo uno. Esta vez, faltará la ovación a Maradona. Quizás, aparezca igual, pero diferente. El olé olé olé Dieeego, Dieeeego. Quedará Messi. La alabanza. Que de la mano de Leo Messi. El saludo entre ellos. El fuego de dos orgullos. Habrá que comenzar de nuevo. Y sentir que está en el cielo. Porque los ateos en los mundiales no existen. Cuando pita el árbitro, si no creés, hacé el favor de pedir igual. El árbitro pita. Hay un torbellino de alaridos. Hasta la calma. La misma que precede a las tormentas. El 2 que se la pasa al 6 y viceversa. Que no pasa nada. Que unos deben tomar riesgos en un pase y los otros salir a presionar. Hasta que uno pone play y arremete la historia. Un breve error y que entre el suplente. Un gol y el respiro. El Mundial tiende a enloquecer. Por la bandera. Por el corazón. Ya arranca. Oíd mortales. El grito sagrado. |
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