COSAS QUE CAMBIAN
Desaparecieron las doctrinas del «poder residual» que justificaba la prisión preventiva de ex funcionarios
Por Graciana Peñafort
Es extraño ver cómo suceden las cosas. Trato de entender cuándo empiezan a darse y siempre me encuentro con el mismo dilema: la dificultad de encontrar un hecho que funcione como hito. Porque la realidad no funciona así, es mas bien una serie de hechos y omisiones que van construyendo un camino que concluye en una situación dada. Hegel diría que esa situación, a su vez, será uno de los hechos que configurarán sucesos futuros.
Como sea, y de modo sutil, que algunas cosas están cambiando. Por ejemplo, las detenciones de personas públicas ya no son espectáculos televisivos con el aditamento de casquito, chalecos y esposas. Estoy decididamente a favor de que atravesar un proceso judicial no lleve aparejado, para quien lo atraviesa, la cuota extra de humillación –absolutamente innecesaria— de verse convertido en espectáculo televisivo. Para decirlo claramente: el proceso penal no puede ser parte del castigo. En todo caso, será el resultado del proceso el que determinará si corresponde o no un castigo. Y aun si correspondiere, el castigo nunca podrá traspasar la cuota de dignidad que toda persona posee y que resulta inescindible de la persona. Es precisamente por ello que nuestro país, en sintonía con la legislación internacional que vela por los derechos humanos, prohíbe los tratos inhumanos y degradantes.
El hecho de que eso no suceda más no impide que me pregunte por qué sucedió y de pronto dejó de suceder. La respuesta a esa pregunta es compleja. A veces sucedían ciertas cosas con habilitación legal, es decir dentro del marco de la ley, hasta que perdieron dicha habilitación. Pongamos un ejemplo de manual: la esclavitud.
Durante cientos y aun miles de años, la reducción a la servidumbre de hombres y mujeres fue no solo una practica habitual, sino legalmente permitida en muchas sociedades. Pero esta habilitación legal un día desapareció y ya nadie pudo tener esclavos. No legalmente, al menos.
Me gustaría decir que la modificación legal fue el reflejo de un cambio social. De lo que yo interpreto como una evolución que llevó a los sujetos de una sociedad a reconocerles a sus iguales derechos humanos y dignidad de persona. ,Evolución que llevo a prohibir lo que hasta la fecha de su prohibición era legalmente admisible.
Pero tengo que señalar que la práctica de la esclavitud, hoy socialmente repudiada, no desapareció por su prohibición legal solamente. De hecho, cuando los abogados leemos expedientes sobre reducción a la servidumbre en trabajos agrarios o en talleres textiles, o el espanto de las investigaciones sobre redes de trata, vemos que la esclavitud aun existe y viene de la mano con tratos inhumanos y degradantes. Y que un sector de la sociedad, aun sabiendo que actúa al margen de la ley, lleva adelante dichas prácticas, pese a las sanciones legales para quien desarrolle esas conductas. Siempre me he preguntado, por ejemplo, sobre la posición subjetiva de quien consume servicios sexuales de personas sometidas a redes de trata. ¿Cómo se lo explican a sí mismos? ¿Cómo lo justifican ante sus conciencias? No tengo la respuesta y mucho menos puedo explicar los mecanismos mentales de las personas. Sólo constatar que existen, con o sin ley.
Pero si la ley no alcanza, entonces: ¿qué alcanza? Diría que, amén de la sanción legal prevista para ciertas conductas, algo que suele ser disuasivo en las sociedades es la sanción social. Esa que no emana de norma escrita alguna, pero que existe y se aplica. Hay prácticas que, dado que son percibidas como vergonzantes, se las mantiene ocultas para evitar la sanción social. Pienso en los laboratorios cosméticos que realizan experimentación con animales. En determinadas condiciones la experimentación en animales es legal, pero su realización es repudiada por importantes sectores de la sociedad y por lo tanto existen incentivos de orden no legal para que la misma no sea conocida.
No voy a fingir demencia e ignorar que las sanciones sociales a veces derivan de prejuicios irracionales y que no pueden ser enunciados con claridad por quienes pretenden sostener su validez. Pienso en la persecución que han sufrido y sufren los colectivos de diversidades sexuales. Hace poco vi una discusión apasionante en el Congreso de la Nación, cuando se debatía la ley de Cupo Trans para los trabajadores. Tratándose de colectivos que han escrito su historia sobreviviendo a la crueldad y a la discriminación, la imposibilidad de acceder por su identidad de genero a un trabajo formal no dejaba de ser una sanción social también cruel y bastante absurda.
Porque una diferencia importante entre las sanciones legales y las sanciones sociales es que las primeras se aplican en el marco de un proceso donde no sólo las normas son explícitas y deben ser razonables, sino que el proceso en sí mismo también está normado de modo que su resultado sea respetuoso de las garantías y derechos de las personas sometidas a ese proceso. Las sanciones sociales no derivan de un proceso normado y muchas veces en su definición y aplicación se vulneran garantías y derechos.
Me pregunto mucho sobre esto último cuando intento reflexionar sobre la cultura de la cancelación, que se ha puesto tan de moda. ¿Está bien cancelar expresiones que puedan resultar ofensivas para ciertas personas o colectivos? La pedofilia es ilegal, y en lo personal repudio esa inhumanidad aberrante que lleva a tomar niños y jóvenes como objetos sexuales. Dejado explícito lo anterior, me pregunto: ¿puedo cancelar la novela Lolita de Vladimir Nabokov? No deja de ser la historia incestuosa y abusiva de la seducción por parte de un mayor con una nena de 12 años. Y al mismo tiempo es uno de los libros más bellamente escritos que he leído y hace reflexionar sobre muchos temas.
Yo intento explicarme a mí misma por qué estoy en contra de cancelar Lolita. Hago disquisiciones sobre el hecho artístico, la libertad de expresión y la belleza, así como sobre el potencial incentivo o promoción de prácticas que considero aberrantes. Aún no he llegado a una explicación que me satisfaga y asumo que no me considero capacitada para incentivar la cancelación de Lolita. Lo digo con cierta vergüenza, con mucha frustración y también asumiéndolo como un desafío.
Empecé este texto preguntándome por qué ciertas escenas han desaparecido de la escena pública. Entre ellas las escenas de detenciones convertidas en espectáculo público. Y la respuesta es bastante simple: porque ya no suceden. Así de simple. De un modo sutil, los procesos judiciales que atraviesan personas públicas ya no son cursados con prisiones preventivas. Ni están en escena arrepentidos que devienen fenómenos televisivos.
Y no es que la discusión pública sobre los asuntos públicos, incluso los que tramitan en sede penal, haya desaparecido. De hecho, no ha desaparecido. Está cotidianamente presente en los medios de comunicación, pero de algún modo hubo un cambio en la discusión o al menos en sus modos. No parece requerir la estigmatización de las personas involucradas mediante su exhibición de modo degradante. Exhibición que, por cierto, antes era promovida por el Estado. Aun suenan en Tribunales los relatos de los frenéticos pedidos de une funcionarie, respecto a que le proporcionaran las fotos de una detención de madrugada, hecha en el domicilio del detenido. Y la causa subsiguiente que debieron atravesar los miembros de la fuerza de seguridad por haber tomado y luego difundido dichas fotografías.
Hoy las personas públicas que son parte de procesos penales no son detenidas. Desaparecieron las doctrinas arbitrarias que hablaban del «poder residual» para justificar la prisión preventiva de ex funcionarios. Hemos pasado o estamos pasando del sujeto de culpa al sujeto del proceso. Un avance que no pensé que vería.
Tanto es así, que vuelve a recobrar primacía el concepto de que el sujeto se presupone inocente hasta que, mediando un debido proceso, quede firme la sentencia que declara su culpabilidad. Eso explica por qué la mayoría de los funcionarios hoy involucrados en causas penales circulan libremente por el mundo e incluso salen del país y regresan sin más trámite que una autorización judicial. Es cierto, alguno de ellos no ha sido autorizados a salir del país (Gustavo Arribas), y otro ha decidido —y hecho pública tal decisión— que no va a regresar si puede evitarlo, a los fines de eludir una declaración indagatoria. (Fabián Rodríguez Simón).
También veo —y sé que mucho tiene que ver en eso la implementación de ciertos artículos de Código Procesal Penal Federal, en lugar del oscurantismo de la tramitación judicial hecha en secreto— que cada vez más diversas instancias del proceso penal tienden a ser públicas. Siempre he creído que los procesos judiciales, siempre que no afecten el buen nombre y honor de los involucrados y que no dañen a un tercero, deben ser públicos. Porque su publicidad impide la parcialidad en la cobertura de la información sobre tal o cual proceso penal. Conozco pocas cosas más efectivas contra la arbitrariedad que la publicidad de los actos judiciales. Porque además de evitar la información parcial sobre los mismos, expone ante la opinión pública a la totalidad de los que participan. Desde jueces a fiscales, desde imputados s a querellantes. Todos sometidos al escrutinio público y expuestos sin recortes la totalidad de los argumentos.
Esto que veo me pone especialmente optimista. Porque empiezo a creer que el proceso puede dejar de ser una suerte de castigo anticipado. Que la tarea de impartir justicia que tienen asignada los tribunales argentinos se parezca mas a un Poder Judicial que imparte justicia de cara a la sociedad que a un circo romano donde el morbo y la sangre priman sobre todo lo demás.
Y más allá de quienes sean las personas involucradas, es un cambio sutil e importante que no puedo dejar de notar y con el cual estoy muy de acuerdo. Ojalá sea la puerta de entrada de cambios aun más profundos. Quedan infinitas cosas pendientes en materia de procesos judiciales. Porque lo que hay que cambiar, lo digo con toda certeza, es la concepción de justicia como mero espectáculo público. Ojalá logremos entre todos que los cambios acontezcan. Y ojalá entonces dejemos de sentir, quienes transitamos esos pasillos, que estamos en una picadora de carne humana, donde nadie pero nadie sale indemne. Y esto lo digo alegando a favor de los derechos de los miles que atraviesan los procesos judiciales sin posibilidad cierta de defenderse de esa maquinaria tan feroz que los anula en sus derechos y garantías, como si no importaran. Como si no los vieran. Como si respecto a ellos, también personas, fuesen válidas viejas y prejuiciosas estructuras que hoy son rémoras de un tiempo sin justicia, que supimos transitar.
El Cohete a la Luna
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