La tarde cae exacta como una plomada
ante la mirada atenta del sol.
Vestido de naranja-rojizo se recuesta sobre una cornisa.
Dos pájaros carpinteros vuelan perpendiculares y se posan
sobre una rama seca.
Hablan con el árbol y le dicen por donde habitarán.
Abajo un tonel de vino desvencijado y un juguete oxidado,
su color no es para este cielo.
La casita de barro seco abigarrado, sobre un caño de agua,
tiene tres orificios perfectos, escapados de un teorema griego.
Su hacedora, una avispa barrera no se inmuta ante una gota eterna.
Arriba, debajo de un alero, sus primas, las de los panales-colmenas,
guerrean contra humo y fuego.
Aguijonean decididas tiempo y espacio.
Una y otra vez regresan sobre el mismo lugar derruido a reconstruir.
Sin importarles por qué, cómo, ni cuando pasó.
Ellas sienten que pueden modificar este presente ahumado.
Por eso me gusta llamarlas las montoneras del aire.
Con sus chuzas y su aguerrido vuelo en picada no reconocen fronteras.
Porfían que renacen, amenazan y cumplen que se posan,
abigarradas resisten huracancitos de vientos grises y calientes.
Soplidos de ayeres mustios.
Docenas enjambran como barriletes a sol y sombra.
Albañilas de fortalezas volantes, madereras, ramilletes de venganzas
a la monotonía humana de mirar sin ver.
Zumban si te acercás, dicen por acá encontrás ardores, hinchazones púrpuras,
dolor aquí y acullá, piel como volcancitos cabrones.
Montonereamos casas para reinas, hijas y heredades.
Volamos, que no es poco.
GB
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