El 25 de octubre los argentinos no sólo vamos a elegir a un nuevo presidente de la Nación, sino que (y esto es mucho más relevante), tendremos la oportunidad de escoger entre dos modelos de país. Aspectos como la posición de los candidatos frente a la recuperación de YPF, de Aerolíneas Argentinas, la reconstrucción de un sistema público y solidario de jubilaciones, o la vigencia de la Asignación Universal por Hijo (AUH), forman parte del debate público y no hace falta más que hacer una rápida búsqueda por los medios en la red para conocer como se manifestaba y votaba la oposición cuando el gobierno nacional adoptaba las medidas que permitieron avanzar en cada uno de los temas aludidos.
La política exterior parece no concitar tanta atención de la prensa ni provocar abundantes posicionamientos en el marco de la campaña electoral. Si bien este es un fenómeno social que excede las pretensiones de este artículo, entendemos que debe asignarse la debida atención al debate sobre cuáles deberían ser los principales lineamientos de la política externa argentina, y para ello, haremos un breve repaso de la historia reciente.
Al retorno a la vida democrática, en 1983, el gobierno tuvo que hacerse cargo del enorme pasivo que dejaba la dictadura en materia de política exterior, conformado por la condena por las violaciones de Derechos Humanos, un endeudamiento externo inmanejable, el conflicto con Chile y la Guerra de Malvinas, todo ello en un contexto de crisis política, militar y económica que derivó en, finalmente, en el estallido hiperinflacionario y la entrega anticipada del poder, del presidente Alfonsín. De esa turbulenta etapa podemos extraer la reinserción de Argentina en el concierto de los países democráticos y respetuosos de los derechos humanos, los primeros tramos de la integración con Brasil y el activismo en torno a la solución pacífica del conflicto centroamericano, que abrió paso, finalmente, en el Grupo de Río en 1986.
Ya en la década de 1990, y en un contexto internacional signado por el fin de la Guerra Fría y la emergencia del neoliberalismo –vía Consenso de Washington–, el gobierno de Menem, creyó descubrir una sencilla fórmula para nuestro relacionamiento con el mundo: las "relaciones carnales". Así, la política exterior argentina quedó reducida a un alineamiento automático con los Estados Unidos que (se suponía) redundaría en una postura favorable o indulgente de ese país hacia el nuestro. Adquirimos compromisos de defensa con la hiperpotencia y participamos en la primera guerra del Golfo, pagando en términos de atentados terroristas nuestra irreflexiva injerencia en el perenne pantanal político del Oriente Medio. Mientras acertadamente construíamos el Mercosur (aunque sobre bases exclusivamente mercantiles), sobreactuamos nuestro automático alineamiento en la condena a Cuba y en el respaldo acrítico al intervencionismo en diversos puntos del planeta. Este ejercicio no impidió que, en el momento de la crisis de 2001, nuestros socios "carnales" nos soltaran la mano y nos dejaran a la más completa deriva.
Con la llegada al gobierno de Néstor Kirchner, comienza la construcción de un nuevo modelo de política exterior, fundada en una nueva visión de soberanía nacional y de integración regional, no sólo económica, sino –y fundamentalmente– política, social y cultural, como elemento clave y estratégico para la resolución de los nuevos desafíos globales.
Sin entrar en la confrontación gratuita con los poderosos del mundo, no dejó de defender, frente a ellos, los intereses nacionales cuando era debido. (Recomiendo la lectura de los discursos de Nestor y Cristina en Naciones Unidas)
En ese marco, nuestro país volvió a tomar decisiones autónomas y soberanas, como el rechazo al ALCA en 2005, y a bregar por un mundo multipolar. Pero, por sobre todas las prioridades políticas, se procuró construir los cimientos de la política exterior desde la región, desde nuestra definición identitaria. Así, Argentina impulsó la expansión del Mercosur, la construcción de la Unasur (2008) y la conformación de la Celac (2010), al tiempo que promovía la defensa de la democracia regional frente a los nuevos embates desestabilizadores. Se auspició la libre circulación y residencia en el marco subregional (la "ciudadanía sudamericana") y se propició la integración productiva, en el ámbito regional.
En cuanto a la inédita y exitosa reestructuración de la deuda (2005 y 2010), la Argentina pudo desplegar y conjugar allí la visión y la acción de aquella política exterior iniciada en 2003. "Los muertos no pagan las deudas", había expresado Néstor Kirchner ante la ONU en 2003, cual preámbulo de una constitución –actualizada– que portaría las banderas de la "independencia económica" y la "soberanía política"; allí, en ese gesto, nació un acto disruptivo, emancipatorio y fundante, no sin resistencias y críticas, pero que hoy suena real, claro y contundente. "La única verdad es la realidad".
La defensa de la soberania económica de nuestro país y de todos los países, el crecimiento con inclusión social, la necesidad de regular a los capitales financieros, paraísos fiscales y fondos buitres, la generación de empleo de calidad como mecanismo central para erradicar la pobreza, el promover la demanda agregada, son algunas de las posiciones firmemente sostenidas por nuestra Presidenta Cristina Fernandez de Kirchner en las cumbres del G20, siendo, varias de ellas, finalmente incluidas en los distintos documentos y resoluciones.
La defensa de la multipolaridad, sumada a la dinámica comercial vigente, que redirecciona flujos de exportación a mercados de consumo creciente de la canasta que conforma nuestra oferta exportable, llevó a la Argentina a ampliar el foco en las vinculaciones y alianzas estratégicas con Rusia, China e India. Superando una anacrónica visión eurocentrista, se han abierto nuevas representaciones diplomáticas en países del Asia y África, que nos permiten un renovado activismo en ámbitos como el Consejo de Cooperación del Golfo, la ASEAN, la Unión Africana y la Unión Euroasiática.
No todo es cooperación y armonía en las relaciones internacionales, que por basarse en intereses también conllevan conflictos. Para quienes expresan el modelo noventista opositor, lo correcto sería plegarse a la corriente liberal hegemónica, seguir a pie juntillas las recomendaciones, o libretos, de instituciones financieras, con escasos atributos democráticos, a cambio de recibir halagos, reconocimientos y premios al mejor alumno. Experimentamos ese ejercicio de diplomacia de "red carpet" en la última década del siglo XX y así nos fue.
Plantear posiciones claras en cuestiones como los Derechos Humanos, Malvinas o la reestructuración de deudas soberanas, ciertamente no desata un tsunami de simpatías de los países, organismos internacionales, medios y think tanks cuyos intereses confrontan con los nuestros. Pero el endoso de posiciones ajenas o antagónicas con nuestro interés nacional es algo más que el material de floridos discursos en reuniones internacionales: impactan en forma directa o indirecta en el bienestar de nuestro pueblo.
Lejos del aislamiento que sentencian quienes analizan la política exterior sólo por los titulares de cierta prensa, la Argentina tiene una intensa agenda exterior con la conducción estratégica de Cristina Kirchner y la ejecución del canciller Hector Timerman a través del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Esto ha significado cosechar el respeto y acompañamiento internacional al país, por sus políticas y propuestas en materia de Derechos Humanos, contra el terrorismo internacional, en el respeto de las democracias y autodeterminación de los pueblos, en los proyectos de democratización de los organismos internacionales que den cuenta de la actual multipolaridad, así también, como el haber concitado un masivo apoyo de la comunidad internacional por la Causa Malvinas y en la pelea con los fondos buitre.
Toda Nación que se precie de su soberanía y madurez institucional tiene un trazo grueso de su política exterior que suele ser compartido por todas las fuerzas políticas, más allá de ello, puede haber matices que no alteran el rumbo principal. En nuestro país, fuera de algunas cuestiones como Malvinas, es difícil encontrar ese trazo grueso de consenso.
Sigue existiendo un modelo anclado en el neoliberalismo, que persigue drásticos giros copernicanos en nuestra política exterior y, además de ignorar la historia reciente, simplifica en la condescendencia con los grandes actores de la escena externa, la solución a todos nuestros problemas, sin reparar que esa actitud solo los profundizará.
Es por todo ello, entonces, que en materia de política exterior, el 25 de octubre también se elige entre dos modelos.
El que propone el Frente para la Victoria, de una Argentina Soberana, con voz propia –la del pueblo–, y defensora de los intereses nacionales, o el que contrapone el conglomerado opositor, el de una Argentina reducida y sincronizada su soberanía al latir del dinero –"estiércol del Diablo" como lo calificara el Papa Francisco– que hoy gobierna y condiciona los destinos del mundo desde los países centrales, o simplemente, y parafraseando a Milan Kundera, ser "un ingenioso aliado de sus propios sepultureros". «
La política exterior parece no concitar tanta atención de la prensa ni provocar abundantes posicionamientos en el marco de la campaña electoral. Si bien este es un fenómeno social que excede las pretensiones de este artículo, entendemos que debe asignarse la debida atención al debate sobre cuáles deberían ser los principales lineamientos de la política externa argentina, y para ello, haremos un breve repaso de la historia reciente.
Al retorno a la vida democrática, en 1983, el gobierno tuvo que hacerse cargo del enorme pasivo que dejaba la dictadura en materia de política exterior, conformado por la condena por las violaciones de Derechos Humanos, un endeudamiento externo inmanejable, el conflicto con Chile y la Guerra de Malvinas, todo ello en un contexto de crisis política, militar y económica que derivó en, finalmente, en el estallido hiperinflacionario y la entrega anticipada del poder, del presidente Alfonsín. De esa turbulenta etapa podemos extraer la reinserción de Argentina en el concierto de los países democráticos y respetuosos de los derechos humanos, los primeros tramos de la integración con Brasil y el activismo en torno a la solución pacífica del conflicto centroamericano, que abrió paso, finalmente, en el Grupo de Río en 1986.
Ya en la década de 1990, y en un contexto internacional signado por el fin de la Guerra Fría y la emergencia del neoliberalismo –vía Consenso de Washington–, el gobierno de Menem, creyó descubrir una sencilla fórmula para nuestro relacionamiento con el mundo: las "relaciones carnales". Así, la política exterior argentina quedó reducida a un alineamiento automático con los Estados Unidos que (se suponía) redundaría en una postura favorable o indulgente de ese país hacia el nuestro. Adquirimos compromisos de defensa con la hiperpotencia y participamos en la primera guerra del Golfo, pagando en términos de atentados terroristas nuestra irreflexiva injerencia en el perenne pantanal político del Oriente Medio. Mientras acertadamente construíamos el Mercosur (aunque sobre bases exclusivamente mercantiles), sobreactuamos nuestro automático alineamiento en la condena a Cuba y en el respaldo acrítico al intervencionismo en diversos puntos del planeta. Este ejercicio no impidió que, en el momento de la crisis de 2001, nuestros socios "carnales" nos soltaran la mano y nos dejaran a la más completa deriva.
Con la llegada al gobierno de Néstor Kirchner, comienza la construcción de un nuevo modelo de política exterior, fundada en una nueva visión de soberanía nacional y de integración regional, no sólo económica, sino –y fundamentalmente– política, social y cultural, como elemento clave y estratégico para la resolución de los nuevos desafíos globales.
Sin entrar en la confrontación gratuita con los poderosos del mundo, no dejó de defender, frente a ellos, los intereses nacionales cuando era debido. (Recomiendo la lectura de los discursos de Nestor y Cristina en Naciones Unidas)
En ese marco, nuestro país volvió a tomar decisiones autónomas y soberanas, como el rechazo al ALCA en 2005, y a bregar por un mundo multipolar. Pero, por sobre todas las prioridades políticas, se procuró construir los cimientos de la política exterior desde la región, desde nuestra definición identitaria. Así, Argentina impulsó la expansión del Mercosur, la construcción de la Unasur (2008) y la conformación de la Celac (2010), al tiempo que promovía la defensa de la democracia regional frente a los nuevos embates desestabilizadores. Se auspició la libre circulación y residencia en el marco subregional (la "ciudadanía sudamericana") y se propició la integración productiva, en el ámbito regional.
En cuanto a la inédita y exitosa reestructuración de la deuda (2005 y 2010), la Argentina pudo desplegar y conjugar allí la visión y la acción de aquella política exterior iniciada en 2003. "Los muertos no pagan las deudas", había expresado Néstor Kirchner ante la ONU en 2003, cual preámbulo de una constitución –actualizada– que portaría las banderas de la "independencia económica" y la "soberanía política"; allí, en ese gesto, nació un acto disruptivo, emancipatorio y fundante, no sin resistencias y críticas, pero que hoy suena real, claro y contundente. "La única verdad es la realidad".
La defensa de la soberania económica de nuestro país y de todos los países, el crecimiento con inclusión social, la necesidad de regular a los capitales financieros, paraísos fiscales y fondos buitres, la generación de empleo de calidad como mecanismo central para erradicar la pobreza, el promover la demanda agregada, son algunas de las posiciones firmemente sostenidas por nuestra Presidenta Cristina Fernandez de Kirchner en las cumbres del G20, siendo, varias de ellas, finalmente incluidas en los distintos documentos y resoluciones.
La defensa de la multipolaridad, sumada a la dinámica comercial vigente, que redirecciona flujos de exportación a mercados de consumo creciente de la canasta que conforma nuestra oferta exportable, llevó a la Argentina a ampliar el foco en las vinculaciones y alianzas estratégicas con Rusia, China e India. Superando una anacrónica visión eurocentrista, se han abierto nuevas representaciones diplomáticas en países del Asia y África, que nos permiten un renovado activismo en ámbitos como el Consejo de Cooperación del Golfo, la ASEAN, la Unión Africana y la Unión Euroasiática.
No todo es cooperación y armonía en las relaciones internacionales, que por basarse en intereses también conllevan conflictos. Para quienes expresan el modelo noventista opositor, lo correcto sería plegarse a la corriente liberal hegemónica, seguir a pie juntillas las recomendaciones, o libretos, de instituciones financieras, con escasos atributos democráticos, a cambio de recibir halagos, reconocimientos y premios al mejor alumno. Experimentamos ese ejercicio de diplomacia de "red carpet" en la última década del siglo XX y así nos fue.
Plantear posiciones claras en cuestiones como los Derechos Humanos, Malvinas o la reestructuración de deudas soberanas, ciertamente no desata un tsunami de simpatías de los países, organismos internacionales, medios y think tanks cuyos intereses confrontan con los nuestros. Pero el endoso de posiciones ajenas o antagónicas con nuestro interés nacional es algo más que el material de floridos discursos en reuniones internacionales: impactan en forma directa o indirecta en el bienestar de nuestro pueblo.
Lejos del aislamiento que sentencian quienes analizan la política exterior sólo por los titulares de cierta prensa, la Argentina tiene una intensa agenda exterior con la conducción estratégica de Cristina Kirchner y la ejecución del canciller Hector Timerman a través del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Esto ha significado cosechar el respeto y acompañamiento internacional al país, por sus políticas y propuestas en materia de Derechos Humanos, contra el terrorismo internacional, en el respeto de las democracias y autodeterminación de los pueblos, en los proyectos de democratización de los organismos internacionales que den cuenta de la actual multipolaridad, así también, como el haber concitado un masivo apoyo de la comunidad internacional por la Causa Malvinas y en la pelea con los fondos buitre.
Toda Nación que se precie de su soberanía y madurez institucional tiene un trazo grueso de su política exterior que suele ser compartido por todas las fuerzas políticas, más allá de ello, puede haber matices que no alteran el rumbo principal. En nuestro país, fuera de algunas cuestiones como Malvinas, es difícil encontrar ese trazo grueso de consenso.
Sigue existiendo un modelo anclado en el neoliberalismo, que persigue drásticos giros copernicanos en nuestra política exterior y, además de ignorar la historia reciente, simplifica en la condescendencia con los grandes actores de la escena externa, la solución a todos nuestros problemas, sin reparar que esa actitud solo los profundizará.
Es por todo ello, entonces, que en materia de política exterior, el 25 de octubre también se elige entre dos modelos.
El que propone el Frente para la Victoria, de una Argentina Soberana, con voz propia –la del pueblo–, y defensora de los intereses nacionales, o el que contrapone el conglomerado opositor, el de una Argentina reducida y sincronizada su soberanía al latir del dinero –"estiércol del Diablo" como lo calificara el Papa Francisco– que hoy gobierna y condiciona los destinos del mundo desde los países centrales, o simplemente, y parafraseando a Milan Kundera, ser "un ingenioso aliado de sus propios sepultureros". «