El guardia civil pregunta el nombre, consulta su lista,
abre la puerta del parque. El tenue sol madrileño quita de
las rodillas la lluvia de París, funde la nieve de Praga.
En la casa me recibe el secretario discreto, urgido por
irradiación cotidiana. Yo sé que debería estar observando
los detalles pero no veo más que la alfombra, el
artesonado, la penumbra de la sala donde enseguida
aparece el Viejo, su voz tranquila. Me estaba esperando.
Sigue alto y erguido, indestructible. Se agacha un poco
para darme la mano.
“Lo estaba esperando “dice.
“Tenía muchos deseos de conocerlo “aseguro.
Todo es claro y ordenado en su despacho: libros en los
anaqueles, un Martín Fierro a caballo, el banderín
argentino, Juan XXIII bajo el vidrio del escritorio.
Cuando se sienta, veo por primera vez la desollada cara
del Viejo, la cascada de venitas rojas que no aparece en
las fotos o que las fotos olvidan, lo mismo que uno.
“¿Café? “dice”, ¿Coñac?
Ofrece Winstons, se inclina hacia adelante para dar
fuego con el encendedor de oro. Tal vez me he quedado
dormido en alguna butaca de algún aeropuerto en alguna
indescifrable escala nocturna y este sueño preocupado es
una broma del cansancio. Pero el Viejo está allí, veo el
traje pizarra, el pulóver rojo, las ideas que se ordenan en
su cara, la embellecen, escucho la voz persuasiva que
habla del mundo, sus grandes movimientos circulares, sus
leyes inmutables.
“A los imperios no los derriba nadie “dice”. Se pudren
por dentro, se caen solos.Solos, pienso.
Parece que adivina.
“Cuando alguien los empuja “dice, recuerda”. En este
continente yo los he enfrentado “dice, anulando de un
golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca,
clavado a este continente que no es este, no es la
muchacha que vuelve y sirve el coñac y sirve el café.
“Café sin cafeína “dice el Viejo”. Es más sano. Mire
Vietnam “dice.
Miro Vietnam: sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en
la selva húmeda, espaldas maternas cargando abuses, una
bandera roja flameando sobre Hué bajo una lluvia
incesante de napalm.
“Los militares yanquis “explica” son muy brutos, no leen
la historia, creen que la guerra se gana con el ejército.Otra vez el gesto circular abarca las edades, los
pueblos, el orgullo pisoteado, Roma se derrumba en el
espejo de la memoria y la voz del Viejo parece que gozara.
“Líneas de abastecimiento. Lo sabe un cadete.
Toma su café sin cafeína.
“Ya no les quedan amigos en el mundo “dice.
“Si estos se salvan “dice” será porque tienen dos
océanos de por medio.
“Pero a usted lo derrocaron.
“A mi me derrocó la Sinarquía “aclara”. Después vinieron a
buscarme. Los yanquis “dice, rememora”. Cuántas veces.
“y usted.
Me pregunta si conozco el cuento del vasco. Escucho el
cuento del vasco, rodeado de parientes, que no quería
firmar el testamento. El índice del Viejo va y viene
despacio sobre el índice izquierdo, preparando la pregunta,
la pausa, el corte de manga, su porfiada respuesta. Y
ahora no sé cuál es mi risa, cuál es la suya, la del Papa
Juan divertido a su modo en el cromo.
El círculo pulsa, se achica, se concentra. El Viejo desliza
sobre el vidrio una caja taraceada de tabacos. Tomo uno,
lo hago girar entre los dedos, aspiro su lejano aroma.
“Me los manda Fidel “dice el Viejo”. Cómo están por
allá."“Siempre preguntan por usted.
Es cierto: siempre preguntan por él.
"Esperaban su visita “digo.
"Me hubiera gustado ir “suspira”.
No ha llegado el
momento. Usted sabe, había que pasar por Moscú.
El periódico sigue inmóvil sobre el escritorio, con sus
terremotos, naufragios, sobresaltos del oro, el nuevo
récord de Iberia: seis horas, treinta y dos minutos, vuelo
directo. No veo las manos del Viejo, tal vez el índice
derecho sigue moviéndose despacito sobre el izquierdo,
debajo de la mesa, una broma conjunta que podemos
apreciar.
El círculo ha vuelto a crecer, las costas se dilatan, la
selva. América. Ahora hablamos de los muertos. El Viejo
guarda la caja de tabacos, saca un libro abierto en la
dedicatoria de “un adversario que evolucionó”, la firma
brevísima del gran muerto reciente () cuyas cenizas
llueven sobre mil ciudades, que anda por ahí asomado a
las cocinas, a los dormitorios, probando el caldo de las
ollas, creciendo en los huesos de los chicos.
“Tenía el fuego sagrado “dice el Viejo”. Lástima que no
trabajara para nosotros “y la cara se le nubla,
de pena, desconcierto, quién sabe.
“El pensaba que había que apurarse.
“Sí, pero ya ve.
“Porque ellos creen que Vietnam se acaba, y que
después caerán sobre ellos, sobre nosotros “digo”. Por eso
estaban apurados.
“La guerra es larga “responde sin apuro.
Vuelvo a mirarlo como si yo fuera el Viejo y él tuviera
un largo futuro por delante.
Si él quisiera, pienso.
La puerta se abre sola. Un fogonazo de alegría alumbra
la cara surcada de venitas del Viejo, que se para, avanza
hacia el perro lanudo que entra en dos patas. Yo miro el
despliegue de mimos y festejos que corta las preguntas,
acaso la entrevista.
Pero el Viejo vuelve, se sienta.
“Otro café “dice.
De la manga del saco sale otra anécdota, como otro
conejo. Cada vez que el general Roca recibía al embajador
boliviano, ponía dos sillas. Una para el embajador, otra
para la mala fe.
“Yo le mandé decir que tuviera cuidado, que desconfiara
de esa gente. No era tiempo.“Cuándo entonces “digo.
“Yo he esperado mucho.
Tal vez lo estoy fastidiando, acaso va a mirar su reloj,
usar un pretexto que no necesita, la mujer que atravesó el
Atlántico para conseguir su dedicatoria en una foto, el
dirigente que aguarda en la sala su epifanía de palabras
lejos, vestales con pinta de herederos, tahúres de doble
entraña, empresarios dispuestos a compartir las pérdidas,
terratenientes a socializar los caminos, clérigos a repartir
el reino de los cielos, gorilas convertidos.
El arresto del último general que casi se subleva flota
sobre los pocillos de café sin cafeína.
“Es un buen muchacho “sugiere”. Le vaya contar un
chiste “sugiere.
Las once de la mañana entran por el ventanal,
aclarando la sonrisa.
Un empresario americano fue a Brasil, donde querían
comprar petróleo; fue a Kuwait: querían vender petróleo;
a Grecia: les propone transportar petróleo. Armó el
negocio, se quedó con la mitad. Los otros le peguntaron:
¿Pero usted qué pone?
“¿Cómo qué pongo?”, dijo el empresario “dice el Viejo”.
“Yo pongo el Atlántico.”
Con este muchacho pasa lo
mismo. El ejército pone las armas. Nosotros ponemos la
gente. ¿y él qué pone? ¿La patria?
Risas. Imposible no reír cuando el Viejo cuenta un
chiste, porque lo cuenta muy bien. Pero consigue que el
cotejo con la realidad parezca un segundo chiste, mejor
que el primero.
Ahora sí, ha mirado su reloj. De golpe entiendo que he
pasado horas sumergido en la envolvente conversación del
Viejo, como quien escuchara a cualquier padre, y que al
salir estaré caminando por una calle de Puerta de Hierro,
de Southampton, de Martín Garda, con todas las
preguntas sin hacer.
“Esa mujer “digo.
Su cara es gris. Una muralla.
“Creo que la quemaron “dice.
“No la quemaron “fantaseo”. Está en un jardín, en una
embajada, de pie, una estatua bajo tierra, donde llueve
“digo. Llueve siempre, pienso, y ella se pudre.
“Puede ser "su cara es más remota que nunca”. Algún
día se sabrá.
“y los otros muertos “quiero saber”. Los fusilados, los
torturados.
Un ramaje de la vieja cólera circula por su cara,
relámpago entre nubes.
“El pueblo pedirá cuentas.
“¿Cuándo?
“Algún día. Saldrá a la calle, como el 56, el 57.“¿Por qué no ha vuelto a salir?
“Porque yo no he querido “dice.“¿Cuándo, general, cuándo?
GB
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