El sociólogo y escritor reflexiona sobre problemáticas ineludibles que la pandemia visibiliza en relación a la construcción nacional. "En apenas un puñado de meses, todo lo sólido se desvaneció en el aire infectado para volver a admitir la posibilidad de las preguntas". Por Matías Cambiaggi.
Ilustración: Gabriela Margarita Canteros
Por Matías Cambiaggi
El virus y la oportunidad
La Pandemia, como un fatalismo de la naturaleza, atravesó con la fuerza de un tanque de Hollywood buena parte del planeta en cuestión de días, y dejó a su paso todas las imágenes de una nueva distopía que llegó para quedarse y ser transmitida en tiempo directo.
En la tierra arrasada, sin embargo, no todo es muerte y pánico, sino también la aparición de las flores silvestres de lo impensado.
En apenas un puñado de meses, todo lo sólido se desvaneció en el aire infectado para volver a admitir la posibilidad de las preguntas, de las respuestas inesperadas sobre el orden mundial, la imposición neoliberal, la normalidad amasada por el sentido común.
Bajo estas condiciones, la historia, nuestro ciclo nacional y su rearticulación desde el presente asumen una nueva fuerza. Y entre aquellos nudos de sentido, la revolución de mayo hoy quema.
No se trata esta vez, de un simple aniversario de escarapela y saludo a la bandera, sino de recuperar la historia como la política del pasado, como aullido vivo para este presente, repensar el sentido y la profundidad de las palabras, que le dieron vida, para someterlas al balance histórico y político en tiempo presente.
En los arrabales del 25 de mayo, la que se destaca entre otras, por supuesto, es la de Revolución, la más cierta entre todas para aquel tiempo que exigía una Nación para un desierto aún sin nombre propio. La más ausente en el nuestro, tan necesitado de cambios profundos.
Literatura y Revolución. Un balance desde Rivera
Uno de los escritores, militante, que más pensó sobre la Revolución fue Andrés Rivera, no por casualidad, también autor de uno de los libros más formidables sobre aquellos años fundantes de una voluntad colectiva, emancipada, parida por chisperos decididos antes que por la mano invisible de la historia.
Para Andrés Rivera, la revolución fue obsesión y sueño eterno que, sobre el final de su vida, se volvió balance político encarnado en la figura de su héroe trunco, agotado en las vísperas, tal como le sucedió al proceso político que lo fagocitó tan rápido como su enfermedad.
El cáncer de lengua del orador de la revolución de mayo tenía, para Rivera, la resonancia de una paradoja. Era el testimonio descarnado de las dificultades de la revolución primera y marca de origen de nuestro país, al mismo tiempo que el testimonio autobiográfico de cierta desilusión de final de viaje para el propio Rivera. Era también añoranza de los capítulos revolucionarios de su propio tiempo, que no pudo escribir. Melancolía de lo que parecía tan cerca y, sin embargo, no fue. Lamentación sobre los yuyos y los gendarmes. Pero también desafío y señalamiento de lo que permanecía inconcluso, antes que un final desencantado.,
Hijo de la Revolución Rusa y del sueño de los soviets pamperos, Rivera con Lenin, inmortalizó en el epígrafe de quizás su libro máximo, que todo era irreal menos ella, incluso el peronismo, más allá de sus relatos y las esperanzas que invocara. Su fatalidad era la ilusión.
Si tuvo razón o no la tuvo no resulta tan interesante como subrayar el empeño de Rivera, su necesidad de distinguir en la neblina, para hacerle paso al concepto que abrazó toda su vida y que sufrió por igual de usos y abusos.
Así de importante era el asunto de la Revolución para Rivera, pero en su esfuerzo, más allá de las conclusiones a las que llegara, lejos de ser un “bicho raro”, nunca desentonó con lo más profundo de nuestra tradición nacional, sus preguntas y la falta de respuestas definitivas.
La Revolución fue el fenómeno rector de la sociedad dispersa desde los comienzos de nuestra América y su mito de origen. Pero lo fue bajo su forma de significante vacío en disputa constante, significados provisorios, matices, contrapuntos.
La lucha por el sentido, su polisemia infinita, por algún motivo propio de estas tierras, encarnó en todos: Morenos y Saavedras, desde los inicios y, mucho más acá, en peronistas de las veinte verdades, guerrilleros enamorados de Cuba y Vietnam, burócratas enamorados del estado corporativo, peronistas, troskistas, comunistas y hasta en milicos asesinos que no se privaron de bautizar en su nombre a sus experimentos desperonizadores, como lo fueron la Revolución Libertadora de Aramburu y Rojas o la Argentina, de Onganía.
La revolución, así, como concepto más que como búsqueda o plan de operaciones, fue de todos.
Sin embargo, como muchas otras palabras trascendentes, sufrió un alto al comenzar los noventa para comenzar su lento ingreso a los cuarteles de invierno.
Casi con la misma fuerza que supo tomar la palabra revolución, la derrota, su contra cara, como fuerza intangible pero cierta, tomó a su cargo su reemplazo, para hacerse dueña del desarrollo de la política nacional.
La derrota y la necesidad de enterrarla
La derrota es aún el asunto que está ahora pero no para siempre en nuestras manos. La fuerza que aún opera como límite del pensamiento, como fragmentación social, desarticulación del “mundo del trabajo”, falta de reconocimiento en el otro y la otra. La mejor explicación de la injusticia acumulada, que cada día, sin embargo, explica menos, porque está herida y con pronóstico reservado.
El primero de los golpes que recibió fue en diciembre de 2001 cuando, luego de un largo proceso de luchas importantes pero fragmentarias, hizo su aparición aluvional un nuevo sujeto social compuesto por jóvenes, trabajadores y trabajadoras desocupados, precarios y formales, que percibiéndose como iguales, dieron el final que merecía a la sucesión de proyectos ajustadores, aunque sin la capacidad de dar vida a un proyecto aglutinador y desentendiéndose del Estado como herramienta de transformación.
El otro fue el kirchnerismo, como experiencia política exitosa en rearticular desde arriba, aquella unidad breve del período de mayor beligerancia social, darle una identidad política y medidas reparadoras, pero sin poder romper con la pobreza estructural ni con la fragmentación y heterogeneización creciente del mundo del trabajo que volvió a ganar terreno a partir de un localizado proceso de inclusión.
En estos meses, bajo el formato de un gobierno que decidió centrar sus esfuerzos en los más humildes, la experiencia histórica disponible vuelve a tocar a la puerta para encontrar nuevos cauces, ensayar articulaciones con la potencialidad de recrear la idea de Nación,
¿Sigue siendo la revolución una palabra pertinente para este presente? ¿En qué pensamos cuando decimos revolución?
Entre ella y nosotros en seguida la pared. La derrota, que hace su aparición para limitar los límites de lo pensable, pero también como desafío renovado ante el avance de la pandemia, como el verdadero adversario a vencer en esta nueva guerra mundial en curso, que precisa de nuevas herramientas, viejas y nuevas palabras, nuevos significados que tomen a su cargo la tarea de articular lo disperso, buscar sentidos que compongan conjunto, construir fraternidad.
En definitiva, concretar aquel deseo originario del cual Juan José Castelli fue su primer orador y que aún resuena entre nosotros como un sueño inconcluso y eterno
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