sábado, 27 de julio de 2019

Memorias de un niño peronista

El título preferido de mi colección de libros inéditos. Un recorrido por mis primeros doce años de vida peronista (1948-1960) en cinco pueblos de las provincias de Buenos Aires y La Pampa. Como mi padre era ferroviario, de Vías y Obras del Sarmiento, presentarse a un examen, ganarlo y ascender equivalía a mudarnos. Y él quería ascender. Así fue que, en esa docena de años, lo vimos peón, segundo capataz, capataz suplente, capataz de primera e inspector, siempre sobre una zorrita. Simplemente porque era el mejor de todos. De mi infancia peronista guardo gran cantidad de recuerdos vívidos: muchos felices, otros enojosos, culpa de los contreras que nunca faltaban, dos de ellos fueron los más estremecedores, cada uno por lo suyo: la muerte de Evita y el golpe del ´55.
Cuando este ocurrió, el 16 de septiembre, vivíamos en Carlos Tejedor, mi pueblo natal, y seguimos esa desgracia minuto a minuto por la radio. La radio era nuestro familiar más amado, tenía lugar preferencial en el aparador de la cocina. Cómo pudo suceder que un mal día nos quitó la alegría y entró a explicarnos por qué se trataba de una revolución libertadora, no de un golpe de estado; por qué era para bien todo lo malo que estaba pasando; por qué no lo podríamos nombrar más a Perón, solo llamarlo “tirano prófugo”, algo tan duro de asimilar. En el pueblo tuvimos una réplica de lo que acontecía en el país. Un grupete de ricachones, radicales y conservadores, salieron a festejar a la plaza, frente a la iglesia. Llevaban palas, azadas y trinquetes para romper el asfalto que acabábamos de estrenar gracias a Perón, y mientras lo golpeaban se reían y cantaban. Mucha gente asombrada se había juntado para ver este espectáculo de locura, esa tarde no hubo ni siesta ni calma. Un vecino llamado Alcorta, abogado peronista, enfrentó a los depredadores y los retó a los gritos por lo que estaban haciendo. ¡Para qué, terminaron moliéndolo a palos, y nadie se animaba a separarlos! Alcorta era muy apreciado, pero los rompedores eran gente muy respetable. Yo espiaba detrás de un árbol, aterrado por algo que desconocía. Me vinieron ganas de llorar, porque esas cuadras asfaltadas eran un progreso largamente soñado por los tejedorenses.
Tres años antes, la noche del 26 de julio de 1952, la misma radio, en un pueblo cercano, Tres Algarrobos, nos había abrazado para darnos la noticia más triste del mundo: “Cumple la Subsecretaría de Informaciones de Presidencia de la Nación el penosísimo deber de informar al pueblo de la República que a las 20:25 horas ha fallecido la señora Eva Perón, Jefa Espiritual de la Nación. Sus restos serán conducidos mañana al Ministerio de Trabajo y Previsión donde se instalará la capilla ardiente... En acuerdo general de ministros se declara duelo nacional con un luto por 30 días”. Fue la primera vez que vi llorar a mis padres. Primero me asusté, después me puse a llorar con ellos. Yo sabía muy bien quién era Evita Capitana, Abanderada de los Humildes, Hada Buena. Ella y Perón, Gran Conductor, presidían mi hogar desde un cuadro colgado a la entrada del comedor. Mi viejo lo había comprado en seis cuotas a un hombre de General Villegas. Sentía una fascinación afiebrada por ese cuadro. Me gustaba mirarlos todo el tiempo y muchas veces me hablaban, más Evita que Perón, un secreto que no conté a nadie. Aprendí la Marchita de escucharla en la radio por Hugo del Carril (a quien le debo mi nombre), sabía decir la palabra privilegiado todo el tiempo sin equivocarme... Pero ignoraba qué significaba fallecer, qué eran los restos, una capilla ardiente, un duelo nacional, un luto... Me lo explicaron y entendí enseguida. Lo que menos me gustó fue enterarme que morir era no estar más y algo que un día nos pasaría a todos, como a Evita. De modo que pocos días después, cuando tomamos el tren a Buenos Aires los tres, yo sabía por qué mi padre y mi madre llevaban un brazalete negro en sus brazos. Sabía también que viajaríamos esos 500 kilómetros, unas diez horas, para despedirnos de Evita y darle las gracias por toda la felicidad que nos había dado. Mi padre, Angelito, tenía 29; mi madre, Azucena, 23; yo, un ancianito de 4. ¡Pocas cosas me gustaban más en la vida que andar en tren! Oír el traqueteo, sentir ese movimiento, encima viajábamos con pase gratis. Ni bien arrancó, mi madre empezó a tejer, eso le gustaba más que a mí el tren. Mi padre sacó algo de la valija de cartón, que acomodó en el portaequipajes, y me lo mostró. Esto es un libro --me dijo-- ¿cómo se llama esto? Libro, repetí. ¿Y quién es la de la foto? ¡Evita! El libro era La razón de mi vida, se lo había regalado a mi viejo un amigo del club Los vascos. Mi padre empezó a leerle a mi madre, que escuchaba con atención sagrada lagrimeando sobre su tejido. Así me enteré qué era leer. Yo miraba por la ventanilla, demasiado extasiado con la situación como para sentirme triste. Mi corazón sospechaba que iba camino a vivir la aventura más conmocionante de mi vida. Y lo fue.
Hoy, a 67 años de sucedida aquella muerte, puedo asegurar que el recuerdo del velatorio viene con imágenes cada vez más frondosas. Llovía sin parar. Caían flores del cielo. Eran cuadras y cuadras de gente llorando, se cubrían la cabeza con diarios, como paraguas de papel y tinta. Hace poco, charlando con el amigo José Ángel Trelles, me contó que él también estuvo en el velorio con sus viejos. Habían venido desde Liniers, “y nos subimos a esa caravana terriblemente triste, era el mundo llorándola, me acuerdo de tantas horas y horas de marcha y nunca me pude quitar de la cabeza y de mi oído esa música del llanto de la gente”. Tiene razón el Pepe: “el llanto popular no es histérico, no llora a los gritos, llora con congoja, con suspiros, y de pronto se abraza con el que tiene al lado, aunque no lo conozca, y siguen llorando juntos. Porque cuando alguien muere y es recordado así por el pueblo, es porque ha sido una maravilla para el pueblo”.
Como yo era niño privilegiado nos llevaron a la cola más corta, donde me dieron mate cocido y alfajor. Caminábamos despacito, despacito, hasta que por fin llegamos. ¡Ahí estaban, de verdad, los del cuadro de mi casa! Ella en un cajón de cristal toda de blanco, como una novia serena. La besamos a través del vidrio. A su lado, el General les apretaba la mano a todos y a mí me dio un beso en la frente. Una electricidad que conservo intacta.
Cuando regresamos a Tres Algarrobos, quise aprender a leer. Me enseñó mi padre, con La razón de mi vida. La L con la a, la... y así fue como a los 4 aprendí a leer. Pero no fui niño prodigio. Privilegiado nomás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario