Por Eduardo Febbro
Página/12 En EE.UU.
Desde Washington
Hay un más allá de las elecciones presidenciales norteamericanas: sea Hillary Clinton o Donald Trump quien gane la consulta, los analistas estadounidenses apuestan por la reconstrucción de un bloque compuesto por la socialdemocracia progresista, la dispersada izquierda y la izquierda radical que protagonizó las movilizaciones sociales de 2011. Si el campo Demócrata cuenta con la movilización de los latinos y los afroamericanos para imponerse en una elección cuyo resultado se volvió incierto en los últimos días, el aporte de los movimientos populares de la izquierda del Partido Demócrata y de la izquierda radical no es menos sustancial. Descendientes de la agitación ciudadana representada por Occupy Wall Street en septiembre de 2011, varios grupos de la izquierda radical tuvieron un papel preponderante durante la campaña electoral. Los llamados grassroots (las bases) están unidos por una misma voluntad de cambio y de impugnación del sistema pero diseminados en movimientos no del todo convergentes: la justicia racial (Black Lives Matter), los derechos de los trabajadores inmigrados, el salario mínimo de 15 dólares la hora, el cambio climático, el cuestionamiento de la policía o la regulación de las finanzas.
La sorpresiva irrupción del senador de Vermont, Bernie Sanders, y el movimiento Feel the Bern, con su emblema central de una “revolución política y social” capaz de destronar a las elites, cambió las relaciones y el impacto electoral de estos grupos. Sanders aunó en torno de él a la coalición de izquierda más grande de la historia reciente de Estados Unidos. Se trata ahora de que esa entidad siga viva después de las elecciones. Para ello y pese a las dificultades estructurales propias del sistema político norteamericano, los simpatizantes de esos movimientos esperan el fin de las presidenciales para romper el viciado bipartidismo y constituirse en una suerte de “poder político independiente”, según lo definido por Cindy Wiesner, la coordinadora nacional de Grassroots Global Justice Alliance, una fuerza que agrupa unas 60 organizaciones progresistas presentes en 20 estados.
Si bien es cierto que la izquierda radical estadounidense desconfía del progresismo disfrazado de Clinton, la construcción de una propuesta electoral distinta a partir de estas elecciones es una realidad cada vez más tangible. Ya durante la campaña y apretada por las propuestas del Bernie Sanders, la candidata demócrata fue impulsada a posturas progresistas que no figuraban en su plataforma inicial. Lo esencial está sin embargo en el futuro, en lo que el columnista del diario The Washington Post y vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America, Harold Meyerson, llama “la nueva izquierda”. Habría incluso dos nuevas izquierdas: la que apareció con pujanza a la izquierda del Partido Demócrata detrás de Sanders, y la izquierda radical de todos los movimientos ciudadanos herederos de Occupy Wall Street. Ambas tienen una característica común: son electores jóvenes cuyas edades oscilan entre los 18 y los 30 años. Harold Meyerson anota al respecto: “Durante el último lustro, ha habido pruebas cada vez mayores del giro a la izquierda entre los demócratas y los jóvenes”. Estas dos izquierdas se sienten investidas de dos misiones: rescatar la dinámica de 2011 que renació con estas presidenciales y procesar una respuesta a la grosería política y el racismo de Donad Trump. Cindy Wiesner destaca que si bien el electorado de Trump aumenta “con el miedo de la gente, se puede deplorar el hecho de que Trump haya normalizado el racismo y la discriminación. A partir de él, se borró la frontera de lo que, antes, estaba políticamente permitido expresar”. Aunque el zócalo electoral sea hoy fértil para una gran movilización popular, nadie oculta el hecho de que, triunfe o pierda, Donald Trump ya ganó.
Sin embargo, la violencia de la campaña, su xenofobia y los disparates acumulados por el republicano crearon otro fenómeno: el reconocimiento, por parte del ala izquierda del Partido Demócrata, de todos los movimientos sociales radicales que, antes, no eran aceptados como izquierda normal. Puede que en el futuro esta convergencia se amplíe, incluso si, como lo reconoce Harold Meyerson, “la mayoría de las condiciones previas para convertirse al socialismo o incluso para llegar a simpatizar con el mismo, no parecen existir en los Estados Unidos de hoy. No existe desde luego ninguna organización socialista democrática que ande por ahí reclutando gente en gran número”. Con todo, el progresismo norteamericano se ha revitalizado en estos años y, aunque tarde en constituirse en una opción madura, su afianzamiento es inobjetable. Una vez más, Meyerson anota: “Que la izquierda haya necesitado aquí más tiempo para aparecer que la derecha se puede explicar por el hecho de que la mayoría de los demócratas y liberales creyeron inicialmente que la presidencia de Obama proporcionaría un remedio suficiente a los males de la economía. Sólo cuando quedó claro que esos males eran bastante más graves y exigían una cirugía bastante más radical que la ofrecida por la política convencional comenzó surgir una izquierda revitalizada”.
La izquierda radical y la socialdemócrata empujan hacia un cambio drástico. No se pusieron de acuerdo sobre la urgencia de votar por Clinton para impedir el ascenso de Trump –más de la mitad de la izquierda radical se niega–, pero los analistas convergen cuando vaticinan que habrá un pacto mínimo. Bruce Miroff, profesor de ciencia política en la Universidad de Albany, está convencido de que el Partido Demócrata se orientará hacia la izquierda, principalmente, por la necesidad del aporte de los votos de las minorías. “La postura de Hilary Clinton en 2016 está mucho más a la izquierda que la que asumía en los años 90 y que la de de su propio marido cuando fue presidente”, afirma Miroff. Las divisiones son desde luego persistentes y polimorfas: el ala izquierda del Partido Demócrata repudia a Hillary Clinton y la izquierda radical se tapa la nariz ante su nombre. El lema “todo menos Trump” no funciona con igual eficacia en todo el espectro de la izquierda norteamericana. Una encuesta de Genforward, de agosto, mostró que sólo la mitad de los simpatizantes de Bernie Sanders respaldaría a Clinton. El interrogante queda totalmente abierto: ¿hacia dónde irán las izquierdas norteamericanas luego de las elecciones? La respuesta es variada y oscila entre “la construcción de un poder político independiente” y la “duradera transformación del Partido Demócrata”. Lo cierto es que hay en Estados Unidos una opción impensable hasta hace unos años: se puede decir “socialismo” sin que lo tomen a uno por un delirante, e incluso existe formalmente una ultraizquierda con rostro y legitimidad. Así como hay una “derecha desacomplejada” que asumió la retórica de la ultraderecha, existe también una izquierda radical perfectamente asumida. El éxito creciente de la revista Jacobin prueba que hay lugar para debatir sobre las ideas marxistas o socialistas. Su editor, Bhaskar Sunkara, es uno de los más fervientes partidarios de una “izquierda política independiente como alternativa al Partido Demócrata”. La base de estas izquierdas en gestación es, según lo resume Sunkara, “la pujanza de los movimientos sociales, los únicos capaces de instaurar una relación de fuerzas con el poder del dinero”. La campaña electoral de 2016 creó un monstruo patético, Donald Trump, al mismo tiempo que diseña en el horizonte la figura de una izquierda que va, lentamente, configurando su identidad frente a lo que, en 1936, Franklin Roosevelt calificó como “los príncipes privilegiados de las nuevas dinastías económicas”.
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