La muerte de Fidel Castro, como la muerte de toda figura trascendental de una época, obliga a que se repliegue la memoria a sus confines originarios. Surgen así los contornos y recuerdos, a veces vagos, de una gran revuelta popular con aires tercermundistas y socialistas, pero con visión ampliada por círculos concéntricos que podían llegar a África o a Bolivia, mientras Cuba daba sus pasos para convertirse –por medio de difíciles decisiones- en un Estado socialista. Todo ello fue rodeado de grandes discusiones que, aun cuando no cesan, parecen haberse convertido en un mero eco de un mundo olvidado. Una revolución tan ambiciosa desde territorio tan pequeño no calculó sus infortunios, y si lo hizo, fue apelando a su abandono de especulaciones políticas fundados en hábitos ya transitados.
Soportó (y muchos casos aun soporta) bloqueos, invasiones, campañas comunicacionales, poderosas fuerzas militares rodeándola- y ante todo ello llamó a la población a la austeridad y a la resistencia. Ninguna de estas convocatorias son fáciles en la historia, pues siempre hay un épica posible y siempre las épicas están en peligro ante realidades más consabidas. Fidel Castro, orador múltiple, hombre de multitudes y luego anacoreta disconforme, se mantuvo hasta el final tomado por pensamientos que no carecían de crudo realismo pero sin abandonar jamás la llama inicial –por más que a veces ella parecía apenas titilar. Esto se revelaba ahora en sus reflexiones sobre la especie humana, el destino problemático de lo universal sin más, acechado por un capitalismo sin antenas de sensibilidad para percibir los males que su mismo derrotero provoca, y en el dejo de las prevenciones, no por implícitas muy evidentes, que le provocaban los acuerdos con Obama. Sabía que eran necesarios y a la vez no veía en ello otra cosa que un momento de espera, de tensión o de prudencia lúcida.
Fidel representa una amalgama cultural extraordinaria, latinoamericana y universal, entre su educación jesuítica, su primer compromiso con el liberalismo social antidictatorial e insurgente, su atracción legendaria por el socialismo, sus palabras repercutientes sobre el juicio de la Historia, la proyección de la pequeña isla en la política mundial como símbolo y aventura, y el lento reconocimiento de que la Revolución se había implantado en uno de los territorios más ricos del “mare nostrum” caribeño, no solo por las culturas románticas del azúcar y el tabaco, sino por sus literatos, poetas y escritores. Fidel fue antes que nada un martiano, y quizás algo le impidió ver en Lezama Lima lo que luego todos vieron, aunque tardíamente, pero en sus amplios gestos de acogida penetró no solo un argentino notorio a las filas de la gran promesa, sino que nuestro país mismo, interrogado por Fidel e interrogándolo a él, escribió historias comunes en las que todos tenemos distintos motivos de involucramiento.
Todo ello dejó un rosario de nombres propios en el camino que no es innecesario volver a recordar: Alicia Eguren, David Viñas, León Rozitchner, John William Cooke, Waldo Frank, Sartre, Ch. Wright Mills, Puiggrós, Martínez Estrada, Walsh, Daniel Hopen, Roberto Cristina, Fernando Abal Medina, Roberto Santucho, Carlos Olmedo, los que sintieron la vibración del llamado humano de fraternidad genérica pero encarnada en la historia, repitiendo gestos célebres, como los de Garibaldi concurriendo ante la Comuna de París en el siglo XIX. Todos en algún momento recibiendo y otorgando su interés a la experiencia de la Isla de Utopía, expresión que nunca se desmerece aun cuando había y hay un Estado de por medio. Citar nombres sin embargo, es siempre necesario y escaso; son muchos más que aun incorpóreos nos tocan con su cortejo que sigue rondando como sombras sobre la historia.
30/11/16 Página|12
Soportó (y muchos casos aun soporta) bloqueos, invasiones, campañas comunicacionales, poderosas fuerzas militares rodeándola- y ante todo ello llamó a la población a la austeridad y a la resistencia. Ninguna de estas convocatorias son fáciles en la historia, pues siempre hay un épica posible y siempre las épicas están en peligro ante realidades más consabidas. Fidel Castro, orador múltiple, hombre de multitudes y luego anacoreta disconforme, se mantuvo hasta el final tomado por pensamientos que no carecían de crudo realismo pero sin abandonar jamás la llama inicial –por más que a veces ella parecía apenas titilar. Esto se revelaba ahora en sus reflexiones sobre la especie humana, el destino problemático de lo universal sin más, acechado por un capitalismo sin antenas de sensibilidad para percibir los males que su mismo derrotero provoca, y en el dejo de las prevenciones, no por implícitas muy evidentes, que le provocaban los acuerdos con Obama. Sabía que eran necesarios y a la vez no veía en ello otra cosa que un momento de espera, de tensión o de prudencia lúcida.
Fidel representa una amalgama cultural extraordinaria, latinoamericana y universal, entre su educación jesuítica, su primer compromiso con el liberalismo social antidictatorial e insurgente, su atracción legendaria por el socialismo, sus palabras repercutientes sobre el juicio de la Historia, la proyección de la pequeña isla en la política mundial como símbolo y aventura, y el lento reconocimiento de que la Revolución se había implantado en uno de los territorios más ricos del “mare nostrum” caribeño, no solo por las culturas románticas del azúcar y el tabaco, sino por sus literatos, poetas y escritores. Fidel fue antes que nada un martiano, y quizás algo le impidió ver en Lezama Lima lo que luego todos vieron, aunque tardíamente, pero en sus amplios gestos de acogida penetró no solo un argentino notorio a las filas de la gran promesa, sino que nuestro país mismo, interrogado por Fidel e interrogándolo a él, escribió historias comunes en las que todos tenemos distintos motivos de involucramiento.
Todo ello dejó un rosario de nombres propios en el camino que no es innecesario volver a recordar: Alicia Eguren, David Viñas, León Rozitchner, John William Cooke, Waldo Frank, Sartre, Ch. Wright Mills, Puiggrós, Martínez Estrada, Walsh, Daniel Hopen, Roberto Cristina, Fernando Abal Medina, Roberto Santucho, Carlos Olmedo, los que sintieron la vibración del llamado humano de fraternidad genérica pero encarnada en la historia, repitiendo gestos célebres, como los de Garibaldi concurriendo ante la Comuna de París en el siglo XIX. Todos en algún momento recibiendo y otorgando su interés a la experiencia de la Isla de Utopía, expresión que nunca se desmerece aun cuando había y hay un Estado de por medio. Citar nombres sin embargo, es siempre necesario y escaso; son muchos más que aun incorpóreos nos tocan con su cortejo que sigue rondando como sombras sobre la historia.
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