Por Sandra Russo
Todo es coreográfico. Un ballet del despojo. También de despojo del lenguaje. Cada día se hace más verosímil en el mundo la visión de George Orwell cuando imaginó 1984. En su momento, se pretendió que la profecía de Orwell se agotaba en un reality show. Un Gran Hermano que mirara, que vigilara constantemente de día y de noche. Pero Orwell pensaba más allá. El Gran Hermano tenía más que ver con lo que revelaron mucho después Julian Assange, John Snowden, Hervé Falciani. Es decir: la existencia de un poder extendido más allá de lo visible y confesado, más allá de lo publicado en los diarios, más allá de lo legal, que desplegara herramientas para mantener a la población bajo control. Un control a su vez extendido mucho más allá de las acciones: un control que se infiltrara en los deseos, las ilusiones, los miedos personales. Capaz de perdurar a pesar de la filtración de sus propios delitos –como el espionaje a diferentes autoridades de otros partidos u otros países–, gracias a esas herramientas. La más obvia es la comunicación. Pero paralelamente a esas visiones, Orwell observó que la primera condición favorable a ese poder autoritario y degradante era la decadencia del lenguaje.
Hace un par de años se le quiso connotar pluralismo a un programa de televisión en el que nadie podía terminar una frase sin ser interrumpido por los gritos de otro. Hoy no hay programa político posible sin un nervio tan enervado que falta poco para llegar a las piñas que ya transitaron por la televisión como farsa. En ese sentido, el fenómeno comenzó a la inversa de la frase de Marx: primero la comedia y después la tragedia. Puede ser todavía mucho peor, cómo no lo vamos a saber los argentinos. Que no haya estallado hasta ahora la violencia represiva se debe exclusivamente a la conciencia y a la revalorización de la vida que en nuestro pueblo se instaló en los últimos años. Eso sí lo heredó Macri.
De las piñas ficcionales de los reality shows de los noventa, pasamos hoy a la tensión ahogada de realismo, de un realismo crudo, sombrío y sin embargo alterado por lo que muestran los grandes medios, que ocultan tanto aquí como en Brasil movilizaciones multitudinarias. Ocultan al Presidente de la información que se conoce local y mundialmente. ¿Y eso cómo se llama? ¿Periodismo? Magnetto recibe en Estados Unidos un premio a la libertad de expresión. Hay que empezar de cero con el lenguaje, porque lo que premian premiándolo a Magnetto no tiene nada que ver con la libertad de expresión, sino con su ficción, con su máscara, que es lo que mejor le sale a la derecha corporativa, esto es, enmascararse con jingles y slogans que no significan nada. No dan la cara nunca porque no tienen cara. Literalmente. Son imágenes de personas, son máscaras (lo último que han enmascarado es nuestra escarapela; pretenden que festejemos en bicentenario de la independencia sin sol).
El objetivo de los sin sentidos del macrismo –productos del negacionismo sistemático de la crisis desatada por medidas macroeconómicas que tomaron ellos: niegan crisis ocupacional, niegan aumento de la pobreza, niegan censura, niegan hospitales sin insumos, etc.– es no tanto ya la construcción de un relato que hace agua por los cuatro costados, sino constituirse en un aparato de lenguaje que ocupe el lugar de los cuerpos, y del relato que surge de ellos, el que construyen los más débiles con sus lágrimas, su transpiración, sus flujos y su sangre.
En todo régimen autoritario el lenguaje ocupa el lugar de los cuerpos. La intención es que el lenguaje del poder lo cubra todo, no importa la forma que adopte, si más tonta o menos tonta. El Pro no parece preocupado por parecer inteligente. Su lenguaje negacionista está destinado a acallar las voces reales que salen de los cuerpos reales tanto de ciudadanos como de dirigentes que puedan antagonizar con él.
La Plaza de Mayo de este 25 fue una foto perfecta de ese mecanismo. El espacio público por excelencia de este país fue cercado, colocado en el lugar de lo inaccesible para los ciudadanos. Los cuerpos que otros años la llenaron fueron reemplazados por un comunicado de la ministra de Seguridad pretextando un estado de alerta a raíz de la detención, la noche anterior, de un grupo de quemacoches en Nuñez. Todo lo que dedujo y dijo sobre esa detención pertenece a la capacidad imaginativa de Bullrich, y a su manera de entender la política como manipulación. No les sale siempre bien, pero lo hacen sin parar, con la colaboración inestimable de la cadena de medios adictos, que distribuyen sus imágenes cada vez en menos pizzerías y bares, porque los bares y las pizzerías también empezaron a cerrar.
Desde que llegó al poder diciendo que la política era solucionar problemas, Macri no ha hecho más que crearlos y acumularlos como hijos ilegítimos destinados a vivir lejos de la casa principal. Alineados con él, los grandes medios no han podido cerrar completamente el grifo de visibilidad para los sectores de población directamente atacados por las políticas macristas. Son tantos esos sectores, y son tan populosos, que se cuelan por las rendijas de la comunicación y aparecen, en algunos espacios televisivos rescatados, en las redes y en las calles. Ahí están esas caras demacradas, surcadas por la angustia que sobrevino de pronto.
La negación mecánica del resultado inmediato de sus propias políticas permite que el macrismo oscile entre echarle la culpa de todo al gobierno anterior, y negar que la crisis sin precedentes que se avecina exista. Es absurdo, pero es lo que ha hecho siempre y se diría que es parte de su encanto siniestro: el habla macrista no se forja para describir ni argumentar sobre la realidad, sino para el espadacheo mediático que sirve para salvar lo único que tiene, que es su imagen. Macri no quiere que lo quieran: quiere que odien a Cristina y lo que ella representa.
Mientras tanto, millones de personas reales, con nombre, con apellido, con biografía, con proyectos tumbados, intentan ser convencidas por ese aparato de lenguaje que es esto lo que son “de verdad”, que es éste el “sinceramiento” de sus propias vidas. Reírse con todos los dientes, conocer el mar, irse de vacaciones, planificar un cumpleaños de quince o un casamiento, esperar tranquilos la jubilación, tener el primer universitario en la familia, vivir y crecer en un país que por primera vez tenía satélites y que iba hacia su propio autoabastecimiento energético, todo lo que enalteció las vidas de millones, según ese aparato de lenguaje, era mentira. Ellos, los que usan máscara, le dicen a esos millones de argentinos que han confundido una ilusión con la verdad. El Pro no quiere convencer. Quiere confundir.
El aparato de lenguaje corporativo sólo puede germinar aplastando otros brotes. Necesitan que no exista la política, y que se deshagan las organizaciones. Cuando escribí el libro sobre Milagro Sala, Jallalla, observé y consta en él que en Jujuy suelen desarrollarse algunos hechos unos años antes que en el resto del país. De hecho, la Tupac Amaru, una de las organizaciones más grandes de la región, no nació con el kirchnerismo sino una década antes, a principios de los 90, mientras el resto del país se acomodaba a Menem. Ahí en el norte las enormes mayorías no viajaban a Miami a pedir dos. Estaban las elites gobernantes y los pueblos declarados inviables. Diez años antes del estallido de 2001, en Jujuy el neoliberalismo había llegado a un clímax. Hay que mirar hacia Jujuy, con sus desvíos institucionales, con sus persecuciones políticas, con el regreso del miedo, con Milagro Sala presa y su organización avasallada y usurpada, para ver en qué dirección mira el macrismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario