Parecía difícil echar a perder o por lo menos deslucir la movilización de ayer. Todo se conjugaba a favor. Primero y principal, la muchedumbre de laburantes que se expresó de modo pacífico y claro. Segundo, el clima porteño que ofreció una jornada soleada pero no agobiante, filo primaveral.
A los oradores, los triunviros de la CGT, solo les cabía cumplir con su palabra y cumplir el reclamo de las bases: anunciar por enésima vez el paro general y, tarde pero seguro, fijarle día.
Cometieron dos errores o torpezas o defecciones, cada quién y el tiempo dirán. Adelantaron la hora de sus discursos, privando a muchas personas de llegar y participar. Y, lo que es más grave, divagaron sobre la huelga, no determinaron su fecha y hasta la supeditaron a un imposible cambio de la política económica del macrismo, en el plazo de un mes. No fue un ultimátum ni una oferta viable sino una concesión, incomprensible a esta altura.
La consigna que literalmente los sacó del palco fue “poné la fecha/la puta que te parió”. Habían perdido su momento, su tenue liderazgo, tal vez una oportunidad histórica. El saldo los perjudica, más que a los trabajadores que demostraron su estado de ánimo y sus demandas.
El lugar de la concentración es raro, atípico. Seguramente se eligió para ahorrarle parte del dolor de cabeza al Gobierno del presidente Mauricio Macri. No en la Plaza de mayo, donde mandaba la historia, sino ante las puertas del edificio que supo ser de SOMISA, luego sede de la Jefatura de Gabinete de ministros (hasta que alguno decidió mudarse a la Casa Rosada) y ahora albergue de algunas dependencias del ministerio de la Producción. En términos generales, un espacio ahistórico,ignoto. Para colmo el ministro, Francisco Cabrera, ni siquiera “para” ahí. Para colmo de colmos, el hombre es un desconocido para quienes coparon la calle. A condición de cambiar un poco la pilcha y el look podía haber transitado entre ellos o tomar un café en los bares aledaños que se mantuvieron abiertos y con mesitas en la vereda.
Decenas o más factiblemente cientos de miles de personas serenas y alegres dotaron de sentido a ese “no lugar”: lo habían transformado. La avenida Belgrano, que es el acceso más ancho, mostraba cuadras y cuadras colmadas (no menos de ocho) a las tres de la tarde, una hora antes del cierre anunciado. La Diagonal Sur también albergaba columnas interminables. Por la 9 de Julio (que es muy ancha, más allá del record que se le atribuye) seguían llegando cantidades de trabajadoras y trabajadores. Las calles aledañas rebosaban de grupos “sueltos” o columnas que buscaban un lugarcito en las avenidas. Los vendedores ambulantes hacían su agosto anti recesivo.
Se veían trabajadores sindicalizados, informales, de la economía popular. Los que tienen algún conchabo y el creciente conjunto de desocupados. Movimientos sociales, agrupaciones políticas del variado abanico peronista y de la izquierda. En términos de centrales: la CGT, las dos CTA, la CTEP. Se repartieron los espacios de acceso para prevenir incidentes y para mostrar cada cual su capacidad de convocatoria. Su nivel de acuerdos es limitado… una iniciativa común podía unificarlos, transitoriamente.
El domingo pasado este cronista escribió que la CGT no expresa ni contiene ni representa a todos los trabajadores. Pero ayer los triunviros podían conjugar un reclamo conjunto: la huelga, como expresión de protesta y como demostración de fuerza frente a un gobierno cuya política los perjudica.
Carlos Acuña, Juan Carlos Schmid y Héctor Daer tenían una baraja ganadora en la mano, que a la vez era su jugada única. La desperdiciaron y se privaron de expresar en serio a la marejada que puso el cuerpo y a millones más que estaban representados. Representados, se entiende, pero sin esos dirigentes a la cabeza.
Explicar por qué lo hicieron será motivo de discusiones o justificaciones en los días por venir. Por ahí, un análisis equivocado de la coyuntura temiendo, todavía, mostrarse firmes contra el gobierno, desoyendo el canto de sirena del “diálogo” en que tantas veces quedaron malparados. Pudo incidir también la interna cegetista en la que hay dirigentes más pactistas que su conducción y que no bancan una huelga.
Como fuera, un acto de esa magnitud es siempre un diálogo entre la masa y los oradores o dirigentes. Aquel que maneja el micrófono debe armonizar con la calle. Desoírla, desafiarla, tiene sus costos.
Los triunviratos como las diarquías, son formas imperfectas usualmente precarias de conducción, que trasuntan falta de consensos o de liderazgos. Ayer se hizo palpable.
Ni Saúl Ubaldini ni Hugo Moyano (por mentar dos referentes sindicales de las décadas recientes) hubieran dejado picando esa pelota frente al arco sin empujarla hacia la red.
En la crónica de estos años este escriba recuerda dos trances en el que dirigentes gremiales quedaron descolocados, cuestionados “desde afuera”.
Uno fue Lorenzo Miguel, el pope cegetista, en un acto del PJ el 17 de octubre de 1983 en la cancha de Vélez. Lorenzo era el gran elector, había manejado la interna y manijeado al candidato presidencial Italo Luder. Empezó a hablar y comenzaron a silbarlo desde alguna tribuna. Se enojó, dobló la apuesta y lo chiflaron todos. Un signo de su carencia de representatividad popular, aunque la tenía en la cúpula. Un presagio, quién sabe, de la victoria del presidente radical Raúl Alfonsín pocos días después. Y de la emergencia de Saúl Ubaldini como líder de los trabajadores.
Otra es más cercana, ocurrió en 1995, gobernaba el ex presidente Carlos Menem. Tras pugnas internas en la CGT se convocó a un paro general, con movilización a la Plaza de los dos Congresos. Los oradores, Rodolfo Daer (secretario general de la CGT por entonces) y Gerardo Martínez (secretario perenne de la UOCRA) olvidaban que estaban en pie de lucha. Sus discursos daban pena de tan blandos. Las columnas del Movimiento de Trabajadores Argentinos (MTA), encabezadas por Hugo Moyano, repentizaron: se dieron vuelta y abandonaron la Plaza. Muchos asistentes los siguieron, era una señal acerca de la finitud del sindicalismo proto menemista y una irrupción de un referente que perduraría cerca de veinte años. Ahora está retirado, le dieron una embajada en el club Independiente pero en sus buenos años sabía tallar fuerte.
Volvamos al presente. La conducción de la CGT quedó sin margen. Ninguna movida inmediata la dejará bien parada, ni la regresará al punto en que estaba, pongámosle, ayer a las dos de la tarde.
Si le pone fecha al paro se leerá como un reflejo tardío y bajo presión. Si lo retracta, será una abdicación, por decirlo de forma piadosa.
El final del acto, con griteríos, empujones y una salida desdichada de los oradores será mostrado en triunfo por el macrismo. Una nueva prueba de la violencia “del peronismo”, de su imprevisibilidad. No fue para tanto, ni eran todos peronistas los que se enfrentaron en el palco e inmediaciones. Pero es muy difícil discutir con las imágenes, aunque sean parciales, sobre todo cuando hay poco para mostrar.
Ese final eclipsa solo de momento a la segunda gran movilización anti macrista de la semana, con intensa participación popular. Hoy, todo lo indica, se vivirá la tercera. El rechazo al modelo económico y cultural del Gobierno crece, la oposición social pone el cuerpo.
La dificultad de dirigentes políticos y gremiales para ponerse a la cabeza de esas protestas tuvo ayer una expresión extrema, preocupante. La historia continuará.
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