martes, 8 de septiembre de 2015

Avatares de una oposición sin estrategia Por Alejandro Horowicz

El 23 de agosto votaron en Tucumán, y en algunas localidades el comicio fue interrumpido por la quema de urnas; el 24 una concentración opositora, que desconoció el resultado electoral, resultó reprimida por la policía provincial. Como un solo hombre, la oposición gritó "¡fraude!"

A pesar de que las posibilidades de que la historia de los comicios santafesinos se repita son altas –es decir, que los números le den la razón al oficialismo triunfante– conviene entender de qué clase de fraude se habla. Lectura conservadora tradicional: un hombre que no "era libre" (que dependía económica o políticamente de alguien) no podía ejercer responsable y democráticamente sus derechos electorales; el argumento -extraído de la Revolución Francesa- organiza el voto censitario: sólo quienes pagaban impuestos y eran propietarios resultaban autorizados a elegir y ser elegidos. O, como lo ha traducido la versión ilustrada, sólo quienes eran dueños de sí estando alfabetizados y no siendo asalariados accederían a la ciudadanía política. Esta mirada reduce el derecho a tener derecho a las clases propietarias; en cambio el argumento democrático plantea el camino inverso: los que no poseen son, en última instancia, los desfavorecidos por el orden imperante y por tanto -apalancados en el poder del voto mayoritario- son los garantes de propiciar el cambio.

Discutir larga y pormenorizadamente sobre el carácter "responsable" del voto de los propietarios termina pareciéndose mucho más a una defensa de la propiedad existente tal y como es, que a cualquier clase de transformación democrática. Eso no impide poner en la picota la capacidad efectiva del voto popular para modificar semejante estado. En ambos casos, es posible argumentar sobre las ventajas y las limitaciones del camino político recorrido. Convine no confundir los términos: en un caso se está discutiendo sobre la eficacia del voto para modificar las relaciones sociales, y en el otro se trata sencillamente de un orden que se autoperpetúa con la sola legitimación de sus beneficiarios. Dicho de otro modo, en un caso estamos debatiendo una crítica al orden capitalista existente y en el otro estamos sosteniendo que esa crítica carece de fundamento. Es decir, constituye un intento de modificar la lógica societaria condenada al fracaso.

Retomemos el hilo. Es necesario poner en foco que se estaba discutiendo, en el marco de las elecciones tucumanas, cuando se gritaba fraude; se aludía a las archiconocidas maniobras clientelares, jamás erradicadas de la historia nacional, que nada tenían que ver con el emponderamiento del pobrerío frente a la administración Alperovich (que encubrió la impunidad del proxenetismo local, que conservó intacta la desigualdad social, y que no modificó una justicia provincial organizada por la dictadura burguesa terrorista del '76). Para que el grito de fraude fuera un instrumento político de transformación, la sociedad que eligió dos veces como gobernador al general Bussi sin que nadie pusiera en entredicho el carácter democrático de ese resultado tendría que haber cambiado. No sucedió.

Una elección nacional dividida en elecciones provinciales, donde cada oficialismo organiza las fechas según su propia conveniencia, plantea una suerte de visión extremadamente lenta del resultado final. Las PASO, que constituyen una suerte de anticipo para ese resultado, permiten -al menos en teoría- producir algunos reagrupamientos capaces de modificar el desenlace final de la elección. Es claro que el Frente para la Victoria contiene a la primera minoría electoral nacional, lo que no queda tan claro es que esa minoría -según las leyes electorales vigentes- le permita ganar las presidenciales en primera vuelta. La denominada "estrategia opositora" se reduce a intentar impedirlo, esto es: cualquiera menos Scioli. Esta "verdad" resulta excesivamente lábil ya que el "cualquiera menos Scioli" a la hora del conteo oculta un segundo debate; curiosamente, existe una lectura pseudodemocrática de a quién le corresponde primerear en ese caso: a la fuerza ubicada en segundo término. En este punto la estrategia opositora pierde su condición de tal, no sólo porque un segmento de la tercera fuerza no mira con excesivo agrado que Mauricio Macri sea el próximo presidente, sino porque un buen segmento de sus integrantes en rigor de verdad prefiere la presidencia de Scioli a la de Macri. Tal es caso de la vicepresidenta del bloque massista en la legislatura porteña, Mónica López, que declaró que en un eventual balotaje entre Macri y Scioli, votaría a Scioli porque es peronista. Claro que en ese punto la lógica partidaria y la de los grandes medios comerciales, interesados en que el próximo gobierno resulte políticamente más empático que el anterior, no coinciden. Los medios resuelven aritméticamente el diferendo como si los votos dependieran finalmente del abanico de posibilidades que permite el orden político y, por tanto, si ese abanico se reduce sustantivamente, la chance de que gane el segundo crece (tal como lo propone explícitamente Beatriz Sarlo).

Es posible sostener que dicha apuesta a la unificación de candidaturas no constituye una decisión de lo más democrática, ya que estaría manipulando el resultado final. Pero, pragmáticamente y más allá de cuestiones morales, lo cierto es que estas estrategias sólo pueden cumplimentarse antes de las PASO y muy difícilmente después. Es que el nivel de compromiso que cada uno de los dirigentes asume y negocia con sus militantes no puede desconocerse tan sencillamente. En una sociedad donde la labilidad de los vínculos políticos es tan manifiesta como el valor de las prebendas, mandar a la casa sin más trámite al pequeño segmento de los que se movilizan tiene costos irreparables. Costos que ningún dirigente nacional puede asumir si no dispone de una adecuada oferta de contrapartida.

Un clásico de las últimas dos elecciones presidenciales fue la estrategia "republicana" de la oposición, esto es: sostener que otra victoria del oficialismo equivalía a desnaturalizar la lógica política de una sociedad democrática. En ese instante, discursivamente, la oposición pareciera existir organizadamente. No es cierto. Es que el punto de cruce sólo permite oponerse a la decisión oficial sin que la otra coalición, la opositora, abandone el terreno de las generalidades. Es decir, la unidad inicial comienza a desmigajarse. Considerar los argumentos del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Felipe Solá, alcanza para comprenderlo; en un intento de salvar la ropa, Solá llama a reconocer la victoria de Juan Luis Manzur en Tucumán desconociendo el grito unitario de fraude del 24 de agosto.

Basta que la oposición se transforme en una sumatoria imposible de fragmentos para que la derrota del oficialismo se vuelva crecientemente hipotética. Esto propicia que los defensores del fin de ciclo K queden sin juego. El debilitamiento de próximo gobierno, más que depender de un cierto resultado electoral, estaría vinculado a recortar su capacidad legitimatoria. Un gobierno surgido de condiciones "dudosas" tiene dificultades adicionales para desconocer la capacidad de lobby y la presión, por ejemplo, de la banca financiera internacional. Para poder disfrutar de una sentencia en segunda instancia de la justicia neoyorquina con respecto a las decisiones del juez Griesa, es preciso haberse sostenido frente al juez. Y un gobierno "ilegítimo" no estaría en condiciones enfrentar en simultáneo a la "oposición" y a Griesa. Cosa que el gobierno K pudo hacer y cuyo rédito disfrutará el próximo gobierno.

Al mismo tiempo, poner en entredicho la legitimidad del orden político sólo termina teniendo sentido para quienes están en condiciones de sustituirlo radicalmente. La pregunta es: ¿existen las condiciones para semejante posibilidad? Una mirada sudamericana permite darse cuenta de que esa chance existe; basta repasar las recientes movilizaciones opositoras en Venezuela y Brasil, encabalgadas en agudas crisis de precios y abastecimientos -motivadas por la crisis global- y por la incapacidad para salvar los cuellos de botella de economías altamente dependientes del precio internacional de los commodities. Precios que impactan en la distribución del ingreso, en mayor medida que los aumentos nominales del salario. Dicho con sencillez: si el barril de petróleo no supera los 60 dólares, el gobierno de Nicolás Maduro tiembla, sólo un barril de 100 dólares asegura la estabilidad de los seguidores del comandante Chávez.

iNFO|news

 

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