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15/08/2021 Ch-ch-ch-ch-changes David Bowie En este newsletter me voy a dedicar a un tema que no suelo visitar mucho, porque no es de mi expertise, y porque Argentina tiene grandes especialistas en el mismo. Me refiero a política internacional, o geopolítica, o “todo lo que tiene que ver con la competencia por el poderío internacional”, como lo definiría yo. En general, me gusta más leer a Juan Gabriel Tokatlian, Dan Nexon o Ruth Diamint sobre estos temas, pero hoy tengo algunas ideas que necesitan ser expresadas para terminar de tomar forma. Motiva este súbito interés lo que es para mí la noticia principal del día a escala global, que es la retirada de las fuerzas armadas norteamericanas de Afganistán. Éstas se están yendo definitivamente del país luego de 20 años de presencia continuada en ese territorio y de gastar $815.7 mil millones de dólares, según el Pentágono. Esa retirada estaba anunciada, y fue planificada por el ex presidente Donald Trump; Joe Biden anunció que continuaría con el cronograma de retorno de tropas. (Primer dato: Joe Biden rompió con la política de su predecesor en muchos sentidos pero no en éste: política exterior es el área en donde existen más puntos de coincidencia entre demócratas y republicanos.) Se suponía, sin embargo, que esta retirada estaba en preparación desde el gobierno de Obama (otra continuidad). Para esto, el gobierno estadounidense invirtió 83 mil millones de dólares en armas, equipos y entrenamiento para que las fuerzas armadas afganas pudieran profesionalizarse, valerse por sí mismas y hacerle frente a las milicias talibanes. Esto no sucedió. Los talibanes han tomado las ciudades principales del país casi sin resistencia, y se espera que tomen Kabul en pocos días más. Países occidentales están organizando operativos de evacuación desde el aeropuerto de Kabul, en vísperasde la caída de la ciudad. El ejército afgano no duró más de unos pocos días, se leen reportes de autoridades locales que prefieren rendir sus poblados a verlos destruidos, y hay videos notables de grupos talibanes haciéndose con armas, helicópteros, camiones o equipamiento en bases militares abandonadas. No soy, como dije antes, una especialista en el tema. Pero la primera idea que se me aparece es ésta: hace más de veinte años que Estados Unidos no logra obtener ninguno de sus objetivos geopolíticos establecidos públicamente. La ocupación de Irak terminó en un fracaso. La ocupación de Afganistán terminó en un fracaso. La meta, varias veces anunciada, de lograr detener o contrarrestar el ascenso de China al rol de gran potencia económica primero y militar después, no puede mostrar ningún éxito concreto hasta ahora. Esto no significa, por supuesto, que Estados Unidos súbitamente no sea más la potencia hegemónica: su poder para intervenir militarmente sigue siendo casi impensable de tan gigantesco, su población sigue aceptando participar en operaciones de intervención militar a gran escala y su capacidad para disrumpir la vida cotidiana, o sencillamente terminarla, de millones y millones de personas sigue en pie. Pero, ¿hay algo más? Gobernar requiere estabilizar. Lo mismo sucede, por suerte a mucha menor escala y con menor dramatismo, en Latinoamérica. Es cierto, Estados Unidos tiene aún una influencia enorme gracias a una red de organizaciones formales e informales. Puede intervenir para apoyar un gobierno que es de su agrado, o intentar dirigir un proceso electoral, incluso con medidas que van más allá de la legalidad, como sucedió en Bolivia en 2019. Pero... últimamente no tiene muchos éxitos. Perú, Colombia, Chile, Brasil, están o han estado en crisis. No parece tener la capacidad de crear un orden articulado más o menos estable, es decir, aceptado por mayorías, como sucedió en la década del noventa. Otra idea más general. Esto sucede en el segundo año de la pandemia, o, como me gusta llamarlo, “el año en que descubrimos que el orden internacional no existe”. Hemos visto hasta aquí cero coordinación entre las naciones industrializadas para garantizar el stock global de vacunas, para coordinar esquemas compartidos de cuarentena o tests en los puntos de llegada internacional, ni mucho menos para generar compromisos para morigerar el impacto económico en el tercer mundo. Las principales compañías farmacéuticas prefieren hacer lobby para vender dosis de refuerzo al primer mundo que primeras dosis a regiones como África, a pesar de que ya se sabe que es en los brotes masivos en países no vacunados donde han surgido las nuevas cepas que asolan al mundo. Y no hablemos del calentamiento global. No, realmente, no hablemos, porque es demasiado tremendo. Estamos, parece, en un momento de cambio parados en la bisagra. El problema es que, ¿cambio hacia dónde? No lo sabemos, y no lo vamos a saber hasta que nuestro mundo haya efectivamente cambiado. ¿Quién podía decir, cuando George W. Bush bajó de un portaaviones disfrazado de piloto para decir “misión cumplida”, que, veinte años después, ésta sería la situación? La historia es una fuerza sardónica, que se solaza en mostrarnos lo que parece inevitable para luego dar vuelta la foto y decirnos “jajaja, no, al final no era esto sino esto otro”. ¿Qué pueden hacer nuestros gobernantes más que ir surfeando esos cambios? ¿Es necesario, como decía Bowie, un nuevo hombre? Tal vez no puedan hacer mucho, sobre todo si uno vive en un país de ingreso medio, sin gran interés estratégico, situado en el verdadero fin del mundo. Se me ocurre que hace falta tener prudencia, cierta astucia, concentración en la tarea diaria y, sobre todo, no hacer boludeces. Una agenda mínima, pero (como quedó en claro en estos días) que parece demasiado complicada. El mundo no está en un momento propicio para perdonarlas. María Esperanza |
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