Por José Natanson *
¿Qué es hoy el kirchnerismo?
Es, en primer lugar, una cultura política. Durante años confinada a un rincón de la academia, que la consideraba una forma apenas disimulada de referirse a ese pescado resbaloso que los peronistas originarios llamaban “ser nacional”, la cultura política fue rescatada por los estudios pioneros de Gabriel Almond y hoy goza de un status científico equivalente al de variables en apariencia más cuantificables y explicativas. Medida a través de complejas investigaciones de opinión, estudios de comportamiento y grupos focales, la cultura política refiere básicamente al modo en que una sociedad organiza sus intereses y valores, tramita sus conflictos y se da a sí misma un orden que refleja su idiosincrasia y que es, por lo tanto, un saldo provisorio de su historia.
La encuesta de orientaciones ideológicas elaborada por Flacso-Ibarómetro es, en este sentido, contundente. De acuerdo a la investigación, un porcentaje mayoritario de los argentinos (61,8 por ciento) prefiere la intervención del Estado en la economía antes que la mano invisible del mercado, elige las alianzas con los países de la región antes que con las potencias del primer mundo (53,6 por ciento), apoya los juicios por violaciones a los derechos humanos (61,4) y cree que la búsqueda de la igualdad, más que la libertad, debe ser el principal objetivo de un gobierno democrático (50,5 contra 32,8).
Estos resultados, que hubieran sido muy diferentes en otros momentos de nuestra historia, por ejemplo en los 90, son también distintos si se los compara con los de otros países. Y confirman una evidencia: las principales orientaciones políticas de la década kirchnerista definen un núcleo básico de ideas compartido por un porcentaje mayoritario de la población. Ideas que, curiosamente, se encuentran todavía más afianzadas en los sectores medios: el mismo estudio revela que la clase media –definida por ingresos y nivel educativo– apoya estas políticas en porcentajes aún mayores que el promedio social. Como el gallego que habla en prosa sin saberlo, la clase media es kirchnerista sin darse cuenta.
Probablemente aquí radique la principal explicación del súbito “giro estatista” decidido por Mauricio Macri antes de su elección como presidente, que incluyó la promesa, honrada hasta el momento, de mantener bajo control público las jubilaciones, YPF y Aerolíneas. Y seguramente también se encuentren aquí los motivos que dan cuenta de las continuidades entre una gestión y otra, difíciles de apreciar a un lado y otro de la grieta pero no por eso menos reales.
Avancemos con cuidado para evitar los botellazos.
Es cierto que el diseño macroeconómico del macrismo es ostensiblemente neoliberal, que se mueve a dos velocidades –muy rápidamente para transferir recursos a los sectores privilegiados y muy lentamente para compensar los costos– y que su apuesta, en última instancia, consiste en la creación de empleo por vía del crédito para obra pública (es decir deuda) y la inversión privada (es decir derrame). Pero también es verdad que ha decidido sostener en lo esencial el amplio entramado de protección social construido durante el kirchnerismo, tal como demuestran los anuncios formulados por el presidente hace diez días: aunque tardíos e insuficientes para enfrentar una situación que a todas las luces se deteriora, incluyeron mejoras en derechos otorgados durante la década anterior (Asignación Universal y jubilaciones) y una innovación importante (la devolución del IVA a los sectores más vulnerables). Incluso se anunció un aumento para los cooperativistas del plan Argentina Trabaja, considerado clientelismo puro y duro durante la campaña.
Del mismo modo, tan cierto es que el desempleo, consecuencia de los despidos en el Estado y la recesión económica, seguramente aumentará durante el año, como que no se han impulsado iniciativas de flexibilización o precarización de la legislación laboral al estilo menemista, se siguen aplicando los Repro, aunque con menos entusiasmo, y hasta se ha llegado a un “pacto de gobernabilidad” con los movimientos sociales que garantiza la paz de los territorios. El hecho de que en cuatro meses de gestión Macri haya recibido a los líderes sindicales más veces que Cristina en todo su segundo mandato no convierte a su gobierno en un gobierno de los trabajadores sino en uno que se muestra dispuesto a hablar con sus referentes. Hasta cuándo puede durar esta estrategia es la pregunta del momento.
Como sea, estos trazos de continuidad, presentes en materia social y educativa y en menor medida laboral, confirman que el macrismo es algo nuevo, diferente a la vieja derecha conservadora pero también al menemismo de los 90, lo cual –sigamos caminando despacio– no debería leerse como un apoyo sino como un intento por reconocer la forma exacta del animal político en cuestión, así sea para no repetir errores: quizás uno de los principales motivos de la derrota del Frente para la Victoria en las elecciones de octubre haya sido el dogmatismo inconducente con el que concibió a su adversario.
Recuperando el razonamiento inicial, digamos que la prolongación de algunas políticas públicas de una gestión a otra es la reacción pragmática del gobierno ante el conjunto de orientaciones afianzado durante la década kirchnerista. Y como la política no es un arte de intenciones sino de hechos, y como los dirigentes no son juzgados por sus deseos sino por lo que finalmente hacen con ellos, importa menos si el macrismo cree de verdad en las políticas sociales que la evidencia de que las está aplicando.
Sucede que la cultura política opera entre otras cosas como una frontera que define lo que es posible hacer y lo que no, que dibuja, por así decirlo, el perímetro de la tolerancia social: así como la cultura política alfonsín-cafierista desterró el recurso a la violencia como forma de resolver los conflictos sociales, la cultura política pos-neoliberal excluye el ajuste sin compensación: cirugía pero con anestesia. Esto se refleja en la curiosa división de tareas del macrismo: en un gabinete dotado de una homogeneidad social, profesional y fonética inédita desde recuperación de la democracia, los ex gerentes de multinacionales se ocupan de las áreas duras de la gestión (finanzas, energía, empresas públicas), en tanto que aquellos que provienen de la sociedad civil se hacen cargo de las zonas blandas (desarrollo social, medio ambiente). En el particular juego de rol del macrismo, los CEO ajustan y los ONGistas compensan.
Pero hablábamos del kirchnerismo, de su sobrevida como cultura política y como su otra forma principal: el kirchnerismo como minoría intensa. Provisto de un conjunto de recursos institucionales, un liderazgo y un programa (oposición dura), la reaparición de Cristina le devuelve al kirchnerismo parte de la vibración épica y la conexión emocional que había logrado en el período más brillante de su largo ciclo en el poder, aquel que comenzó con una derrota (el voto no positivo) y concluyó con una tragedia (la muerte de Néstor), y que incluyó la estatización de las AFJP, la ley de medios, la ley de matrimonio igualitario y los festejos del Bicentenario.
Mi impresión es que el kirchnerismo se sintió demasiado cómodo en ese papel poco exigente, y que incluso después de haber obtenido el 54 por ciento de los votos siguió funcionando más como oposición de la oposición, como dice Martín Rodríguez, que como una fuerza hegemónica que incorpora e incluye, tal como confirma la trayectoria descendente de sus dos grandes dispositivos simbólicos: el programa 6,7,8, necesario en un contexto defensivo pero que se fue volviendo nocivo conforme iba pasando el tiempo; y el one-hit-wonder Carta Abierta, que tras su célebre hallazgo (el famoso “clima destituyente”) emprendió un camino sinuoso que lo llevó a respaldar al gobierno cuando era el momento de cuestionarlo (cuando era fuerte y estaba a tiempo de introducir correcciones) y a criticarlo (el “voto desgarro”) cuando había llegado el tiempo de apoyarlo más allá de toda crítica.
Con un despliegue hiperactivo aunque un poco redundante en las redes sociales y mucha presencia mediática (que no siempre suma), el kirchnerismo recuperó su centralidad tras la vuelta de su líder, obligó al resto del peronismo a definirse y confirmó que es el único actor político capaz de movilizar multitudes. Y sin embargo, el argumento “Cristina moviliza más que Macri” no es del todo pertinente, porque la estrategia del gobierno no consiste en oponer una movilización a otra sino, más sencillamente, no hacer movilizaciones (no se trata de contestar un cacerolazo con un acto masivo sino de evitar el cacerolazo). Las pruebas están al alcance de la mano (literalmente): Macri no quita a Evita del billete de cien pesos para hacer ingresar a Frondizi o Alsogaray sino para hacerle lugar a la ballena y al hornero. No quiere ganar la batalla cultural: quiere sobrevolarla, y trasladar sus tropas al nuevo teatro de operaciones de las finanzas, la economía y la obra pública.
El regreso de Cristina repuso el clivaje kirchnerismo-anti-kirchnerismo que había empezado desdibujarse. Y su reto a los manifestantes que insultaban a Bossio (“Así no van a convencer a nadie”), así como su propuesta de Frente Ciudadano (nebulosa pero que pareciera apelar a una cierta apertura), demuestra que es más inteligente que el kirchnerismo sunita que la rodea y aplaude. Pero ocurren dos cosas: por un lado, como escribió Verónica Gago, la orden de autogestionar un nuevo espacio resulta contradictoria (la autoorganización desde arriba es un oxímoron). Por otro, no está claro aún cuál será el mecanismo político, la astucia de la razón que traducirá la activación militante, el sustrato afectivo y el ascendente social que conforman el capital político del kirchnerismo en una opción de poder real, lo que en un sistema democrático significa en última instancia una opción capaz de disputar y ganar elecciones.
Concluyamos, también con cuidado.
Como ningún otro ciclo político desde la recuperación de la democracia, el kirchnerismo logró sobrevivir a su desalojo del poder. Y sin embargo, transformado hoy en una cultura política y una minoría intensa, no puede proponerse simplemente como un guardián de las conquistas del pasado, como un eco reivindicante de la década, por más ganada que haya sido. Para que no se reduzca a “un conjunto de personas con algunos recuerdos en común”, como decía Ricardo Sidicaro, el kirchnerismo necesita reinventarse apelando a nuevos sectores, recursos y discursos, una tarea pendiente desde el 2010 pero que debe encarar cuanto antes si quiere superar la derrota, que no es un accidente de la historia ni una conspiración de los poderosos sino el lugar en el que lo puso la sociedad tras las últimas elecciones.
* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org
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