lunes, 5 de septiembre de 2011
La Nacion.com
La renuncia opositora a cambiar la historia
Por Carlos Pagni
La anatomía política del país que emergió de las urnas se puede sintetizar en dos números: 50 y 38. El primero es el porcentaje que obtuvo Cristina Kirchner. Indica que su fracción alcanzó por primera vez la mayoría, y que, por lo tanto, su gobierno será muy fuerte. El otro es la diferencia entre ella y el segundo. Indica que sobre el Gobierno habrá un déficit de control. El 50% habla de las capacidades del oficialismo. El 38% habla de la incompetencia de la oposición.
Para la caracterización de la democracia argentina es mucho más revelador el vacío del 38 que la consistencia del 50. Muchos países están regidos por administraciones con gran respaldo popular. En cambio, las sociedades que no cuentan con una alternativa a quienes las gobiernan pagan las consecuencias de ese desequilibrio de poder. El hiato de 38 puntos que hay entre gobierno y oposición es la señal más clara de que la crisis de 2001 sigue abierta. Más aún: al cabo de diez años, podría indicar que se está volviendo crónica.
La asimetría del 38% anticipa que el kirchnerismo verá facilitadas sus pulsiones cesaristas. El balance de poder en el Congreso, por ejemplo, volverá a la frontera de 2007.
La carencia de una alternativa de poder se proyectará también sobre las relaciones entre el Gobierno y la sociedad civil. El empresariado, los sindicatos, la prensa serán territorios más disponibles a la colonización oficial. Es decir, se difundirá un espíritu cortesano propio de las monarquías, no de las repúblicas. Es una falta de armonía que atemoriza la inversión.
Estas deformaciones no son simples vicios del kirchnerismo. Son las consecuencias del formato que ha adquirido la política. Ese diseño sólo será corregido cuando una fuerza, sin necesidad de combinaciones exóticas, alcance un consenso equivalente a, por convenir una cifra, el 35% de los votos. Esa es la tarea que les espera a los rivales del Gobierno. Mejor dicho: ésa es la tarea que está esperando, sobre todo, a la dirigencia no peronista, desde que colapsó el radicalismo, en el año 2001. Es la empresa a la que estaban convocados Mauricio Macri, Francisco De Narváez, Julio Cobos, Elisa Carrió, Ricardo López Murphy, o la dirigencia que quedó al frente del radicalismo residual. Hermes Binner, al parecer, se ha propuesto ahora alcanzar ese objetivo.
La formación de esa organización alternativa demanda operaciones de por sí virtuosas. La primera es la confección de una red humana de suficiente despliegue territorial. Desde el hundimiento de la UCR no hay fuerza política alguna, salvo el peronismo, que pueda ofrecer una prestación tan elemental como la de contar con personal para las fórmulas de presidente y vicepresidente, y de gobernador y vicegobernador de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y Capital Federal. La oposición al kirchnerismo intenta llenar esa grilla con un rompecabezas endiablado. Y no lo logra.
Esa red no debería ser la reproducción del viejo aparato burocrático, sino una urdimbre vinculada con los nuevos sectores y actores que emergieron con el ciclo económico abierto en 2001, aprovechando, entre otros medios, las facilidades de las tecnologías de la información.
La existencia de ese entramado de alcance nacional impulsaría un salto de calidad metodológico: las decisiones y estrategias pasarían a ser el resultado de procesos colectivos. Es decir, pasarían a ser hijas de la interlocución y del debate, sin los cuales no hay ideas. La ausencia de estas prácticas, que tanto se le reprocha al Gobierno, es un rasgo sobresaliente del arco opositor. Con una desventaja: el decisionismo es más patético en quienes carecen de poder.
La construcción de una fuerza que pueda seducir a un 35% del electorado requeriría, además, la elaboración de una imagen del país alternativa a la del oficialismo, y la formulación de un mensaje capaz de comunicarla. El kirchnerismo está en poder de ese activo. Arcaizante, de escasa base empírica, difusa, hay una visión de la Argentina atribuible a los Kirchner. La oposición o carece de ella o comparte la oficial.
El urdido de una organización humana y la formulación de un mensaje demandan una perseverancia propia de las grandes personalidades políticas. La oposición requiere hoy de un Mitre, un Roca, un Yrigoyen, un Perón, un Raúl Alfonsín. Así de simple. Así de exigente. Sobre todo porque no se trata de competir con otro partido, sino con el aparato del Estado, administrado con espíritu faccioso.
Los rivales del Gobierno vienen eludiendo esa tarea a través de cuatro atajos. El primero es la esperanza mesiánica en una figura que genere detrás de sí una ola de adhesión. Por ejemplo: Cobos, al votar contra las retenciones móviles, o Raúl Alfonsín, al fallecer, protagonizaron fenómenos de popularidad que introdujeron en la vapuleada UCR esa corriente de pensamiento mágico.
La segunda vía rápida es la fractura del peronismo. Es la ilusión óptica que produjeron en su momento Carlos Reutemann o Daniel Scioli, de quien muchos siguen esperando su “pronunciamiento de Urquiza”. Figuras muy relevantes como Mauricio Macri o Francisco De Narváez vienen demorando sus carreras con la candorosa expectativa de que gobernadores e intendentes descontentos se sacudirán alguna vez el yugo de los Kirchner. También hombres más curtidos, como Eduardo Duhalde, vendieron y compraron esa fantasía. Las primarias desmintieron esta leyenda.
Otro amuleto del antikirchnerismo es el de la “unidad de la oposición”. El experimento es sencillo cuando el Gobierno está atrapado por una figura demonizada por la opinión pública, como fue entre 2008 y 2010 Néstor Kirchner. Con sólo vituperar al “demonio” muchos opositores consiguen ser vistos como ángeles. Ese método sirve para canalizar un repudio. No para obtener un mandato.
Un rasgo central y riesgoso de esta estrategia es su perezosa confianza en las denuncias de la prensa. Suele suceder que, cuando esas denuncias no conducen a nada por la falta de iniciativa política, las sociedades que las consumen terminan anestesiándose. Es difícil aceptar un infierno sin salida.
La desaparición de Kirchner significó para este curso de acción la pérdida de un activo principal. El empeño por mantenerlo en un contexto distinto al de 2009 mostró una enorme inconsistencia. Recuperada la imagen del Gobierno, el rompecabezas opositor comenzó a mostrar sus juntas mal soldadas.
La oferta opositora de este año comprueba que hay tradiciones y sensibilidades políticas que se resisten a las alquimias electorales. También demuestra que el axioma “Cristina ya ganó” fue asumido como propio por muchos líderes que, ante la perspectiva de una derrota inevitable, apostaron nada más que a conservar su identidad. Es la razón por la cual Binner, en Santa Fe, donde triunfa, exhibe una plasticidad para asociarse que se le desconoce a escala nacional.
Por supuesto, existe una sociología electoral homogénea, que alimentó en su hora al radicalismo, cuya representación está fragmentada de modo artificial. Es bastante evidente que Alfonsín, Binner y Carrió no están separados tanto porque piensen distinto, sino porque quieren lo mismo. Convendría releer a Freud, quien definía como “narcisismo de las pequeñas diferencias” a la obsesión de los que quieren distinguirse de lo más familiar y parecido.
Si las estrategias de la oposición tienen bastante de quimérico es porque se sostienen sobre una misma falla: un tedioso menosprecio sobre la capacidad de la voluntad en la política. El mayor pecado de la oposición radica en la suposición de que se puede llegar al poder por el mero aprovechamiento de una escena organizada por otro. Por las calamidades del Gobierno, por la llegada de un redentor, por la fractura del PJ o por la influencia de la prensa. Detrás de esa fantasía hay una renuncia grave. Es la renuncia a construir la escena, la renuncia a intervenir en el curso de la historia.
GB
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario