Por Natalia Torrado
Las gracias
Pero un día, va a ser inevitable.
Todavía no,
mi nombre recién en el papel.
Maldito.
Todavía mi nombre no es un pájaro.
Sus patas escuálidas se aferran al renglón.
Con pena.
Quiero seguir así, anónima y errónea,
salir de la pesadilla sin altura.
No pretendo.
Soy dicha para siempre. Ya impugnada.
Y el que me pronuncia se hamaca en el aire.
Su truco teje la tela del milagro y su confianza,
un fino lápiz que apunta el terror. De blanco,
todas las hojas se le rinden.
En otoño.
Fui dedicada.
Y mi bautismo es un dictado en dos palabras,
y todos los vaticinios: en sueños le beso un costado.
Y la vergüenza en cada beso es un secreto de infancia.
Todo el secreto es la infancia. Con él. Que me pronuncia.
Y no lo veo sino a través de un ojal, la criatura tenue
del pasadizo. Y en el fondo se parece su imagen a un espejo,
manchado. También yo estoy ahí.
Delgada como un ave. A penas, nacida.
Y el hilo que se corta en la puntada redonda y perpetua de la noche.
También estoy yo. Desorbitada.
Todo se torció aquí. Tan lejos,
jamás voy a volver a verlo.
Con este amor.
Se ha dicho mi nombre y ha sido inevitable,
que este día llegara! Y sus próximos. Y sus hazañas.
Nada más, me abre los ojos. De vidrio,
en su voz, un padre que escucho. Dormida.
Duermo en el nombre que me dio. Padre.
Y toda mi gracia le pertenece, al sacerdote y juez.
Al que obedezco.
Pero un día. Todavía no.
Voy a llamarme, ya. De otra forma,
recién llegada a la boca,
en vuelo.
Bendita.
***
Y el duelo
Madre no puede. Mejor,
protegernos. Del miedo.
Así que con los restos, de su fantasía,
nos armó. Una voluntad,
Monumentak.
El nido del enemigo.
Que no llega. El sentido, demorado,
de nuestra libertad.
Despatriadas, las hermanas,
rondan. Infantiles.
Tienen que dar con la estatura.
De vivir.
Calzan sus pies alados en alguna tierra,
posible.
Para soñar la fábula,
de la descendencia. Soberana.
Van a volver a parirse junto con sus hijos,
y otros hijos,
que las miran.
Su misión ha comenzado.
Terminado, ya.
***
A esta hora
Voy a separarme.
Todo lo que pueda,
de un amor. Cumplido.
A la espera de lo que fue,
en otro lado. Cerca de mí,
lo próximo.
Se asfixia.
Entonces me retracto, de todo cuanto puedo,
no me abandono. No dejo de mirarte,
mientras pego la espalda a las cosas pasadas, y tiro.
Y ya lo sé. Conozco el envión imantado
del castigo. Pero no voy a ser yo,
en ese sueño. Una voluntad sin alas, no.
Qué pecado! Prefiero la ráfaga asombrosa,
que me haga trizas.
Voy a perder, en ese entonces.
Me retraigo.
Lo detengo. Porque he visto suceder,
ya tanto.
Tocada.
Llevo mi historia por los pasajes.
Contenida, por las arenas. En secreto.
Y todas las calles se me curvan al paso,
las plazoletas del recuerdo y sus iglesias.
Estuve ya en este mediterráneo, en otro siglo.
A otra distancia de tus manos, en tus manos.
Y lo que canturreo soleada, nadie lo adivina.
Decir el nombre en otro continente. En otro estado.
Para resistir la puñalada del presente, que ha venido.
Me hago pasar por loca, me hago pasar a mí
en ese tiempo.
Entre el tiempo,
y mi amor. En esta vida,
las estrías de un cielo.
Que se rompe.
Ya se rompe. También aquí,
en esta costanera.
Y me separo. Y puedo.
Pero ya siento el Río de la Plata,
por las piernas. Los peces invisibles,
de un pasado cristalino.
Se inquietan, en esta ciudad.
Miserable,
como una enredadera, retorno.
Y me depreda.
Así diezmada, insólita, recién venida.
Canturreo en mí.
Y lo que nadie adivina:
cerca del mar a viva voz, aquí un susurro.
Las dos amantes,
a esta hora.
Reunidas.
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