Desde aquel ya lejano marzo de 2013, en que la "fumata bianca" anunció su llegada al trono de Pedro, el papa Francisco ganó rápidamente popularidad. Su estilo coloquial y abierto, la vida austera y su combate al generalizado horror de la pederastia en el clero lo rodearon de esperanza. Su actitud compasiva frente a las mujeres que abortaban y su reclamo a los curas que salieran a los barrios pobres a ayudar levantaron aplausos en los sectores más liberales del mundo católico y le abrió amplio crédito en la opinión pública.
Su estilo se distanciaba del de su antecesor, un teólogo alemán reservado y pensativo. Podía parecerse a Juan Pablo II por su fuerte disposición a ubicar a la Iglesia en los problemas contemporáneos, pero mientras aquél fue relevante en la caída del comunismo en Europa del Este y conservador en temas de ética, Francisco lucía como un renovador.
Tres largos años de papado han ido reubicando conceptos, abriendo debates y mostrando a un pontífice universal que desmiente esa condición con una constante presencia en la vida política argentina. Había quienes sembraban la duda de que sus orígenes peronistas podían arrastrarlo a una discutible inclinación. Nadie, en cambio, podía imaginar lo que ha ocurrido, con un Papa que recibe deportistas y faranduleros, conversa horas con una señora Bonafini que se solazó con el criminal atentado de las Torres Gemelas, mientras se entrevistaba sólo veinte minutos con un recién elegido presidente argentino, cuya visita retribuía con rostro adusto y sin esas sonrisas que desparrama ecuménicamente. Uno tras otro, sus gestos son de apoyo a las corrientes populistas argentinas y de clara distancia con el gobierno del presidente Macri, que notoriamente no quiere entrar en conflictos, pero que sólo cosecha desaires. Luego de cada episodio aparece alguna explicación diplomática, pero no hay que ser muy agudo para advertir que previamente no se cuidan las formas a fin de no herir. El famoso rosario enviado a una agitadora procesada, que se enfrenta al gobernador y a la Justicia de su provincia, es el peor de los mensajes por su irrespeto a la institucionalidad cívica que suponía su gesto.
Si esta constante intervención en los asuntos argentinos provoca tantas molestias internas, sin embargo ayuda a explicar aspectos anacrónicos de su visión del mundo contemporáneo. Su concepto de que "no compartir con los pobres los propios bienes es robarles y quitarles la vida", está más cerca del anarquismo de Proudohn que de la democracia moderna, que, más a la derecha o más a la izquierda, ha convalidado la economía de mercado -con todos sus límites- como el sistema que más prosperidad ha distribuido en la sociedad. Su visión social de ignorar sistemáticamente a las vastas clases medias, que son el cimiento de la democracia y la expresión del avance social, lo ubica en una visión primitiva de un cristianismo originario, propio de su tiempo fundacional. Decir que "en lugar de resolver los problemas de los pobres y de pensar en un modo diferente, algunos atinan sólo a proponer una reducción de la natalidad", tiene el doble error de hacer un reduccionismo de propuestas más complejas e ignorar, a la vez, que la natalidad incontrolada de los sectores pobres los condena a su situación.
En el mundo de hoy nadie puede indignarse porque "todo entra dentro del juego de la competitividad", como si fuera posible una economía doméstica incomunicada, de estilo medieval. Abjurar del "mercado libre, la globalización, el crecimiento económico o el consumo" es, inequívocamente, ponerse en el camino del atraso y la pobreza. Venezuela es un cumplido ejemplo de ello entre nosotros y el derrumbe del mundo socialista mostró hasta el hartazgo los niveles de ruina y miseria a los que conduce el colectivismo.
Mientras difunde esta versión tan antihistórica de la económica, ha ido diluyendo las esperanzas del mundo liberal (creyente o no) en reformas éticas que superaran la condenación de los divorciados o del uso de anticonceptivos, que ayudan a que la maternidad sea algo querido y no una fatalidad a la que resignarse.
En su acción internacional, lejos de ayudar a los esfuerzos -heroicos a veces- de los países europeos para ir acogiendo inmigraciones masivas del norte de África y el Medio Oriente, los ha dificultado con una permisividad que ignora restricciones de medios sanitarios y educativos. Su actitud de cuestionar simbólicamente el acuerdo de Europa con Turquía, llevándose al Vaticano tres familias sirias musulmanas, no puede calificarse sino de demagogia. ¿Qué diría si en la maravillosa Plaza San Pedro, bordeada por la columnata de Bernini, se le instalan veinte carpas con miles de inmigrantes? El presunto simbolismo de su actitud, ¿por qué excluyó a los cristianos, que hoy están siendo tan perseguidos como los judíos por Estado Islámico y Al-Qaeda?
No soy católico y me abstengo de mirar al Papa desde esa perspectiva. La suerte de la Iglesia, sin embargo, no me es indiferente. La deseo fuerte y activa para defender la libertad individual, los derechos humanos en todas sus dimensiones, el sistema democrático y una economía dinámica y moderna que -regulada por reparadoras leyes sociales- genere riqueza para poder distribuir. Es desde ese ángulo que se nos ha ido debilitando la esperanza en un Papa latinoamericano que estuviera en la vanguardia de nuestro tiempo, lejos de anacrónicas visiones populistas, incompatibles con una globalidad científica que reclama tanto voces de aliento como propuestas de racionalización.
Pese a todo, todavía esperamos.
Ex presidente de la República Oriental del Uruguay
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