Por Washington Uranga
Cuando están próximos a cumplirse 35 años del asesinato del obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero (24 de marzo de 1980) el papa Francisco firmó ayer en Roma un decreto por el cual aceptó oficialmente el martirio (“in odium fidei”, asesinado por odio a la fe) de quien es reconocido hoy como uno de los máximos luchadores católicos contemporáneos por la liberación. A pesar de que Romero fue asesinado por militares salvadoreños mientras pronunciaba una homilía en la capilla de un hospital para enfermos de cáncer en la capital salvadoreña, y este solo hecho habría servido para reconocer su martirio y posterior santificación, el proceso de canonización estuvo trabado hasta ahora por las resistencias de los sectores conservadores del Vaticano y de la Iglesia Católica en América latina.
A fines de la década del ’70, El Salvador se encontraba en plena guerra civil, que enfrentaba a los militares del Ejército y la Guardia Nacional con organizaciones populares, dentro de las cuales preponderaba el grupo guerrillero Frente Farabundo Martí. El 15 de octubre de 1979, un golpe encabezado por el autodenominado Movimiento de la Juventud Militar derrocó al presidente salvadoreño, general Carlos Humberto Romero (1977-1979), del conservador Partido de Conciliación Nacional (PCN) que gobernaba desde hacía 17 años.
En medio de una situación de enorme violencia política, Romero intentó mediar entre las fuerzas en disputa, pero sin dejar de lado su claro apoyo a las reivindicaciones populares. En noviembre de 1979, conocidas las amenazas contra su vida, el obispo anunció públicamente que su vida corría peligro e hizo una promesa a sus feligreses: “Les aseguro que no abandonaré a mi pueblo y correré todos los riesgos que mi ministerio me exige”. El reconocimiento del martirio hecho ahora por Francisco abre el camino a la santificación del obispo centroamericano –no necesitan probarse milagros para declararlo santo–, lo que significa que la Iglesia lo propone como ejemplo y permite su entronización en los altares.
El Papa ya había adelantado su disposición a la canonización de Romero cuando dialogó con los periodistas en agosto pasado, al regresar de su viaje a Corea. En esa ocasión, Francisco habló de Romero como un “hombre de Dios”. La decisión conocida ayer fue el resultado de un encuentro del Papa con el cardenal Angelo Amato, titular de la Congregación para la Causa de los Santos. En el mismo acto, Francisco reconoció también el martirio de tres sacerdotes asesinados en Perú en 1991 por el grupo Sendero Luminoso. Se trata del cura italiano Alessandro Dordi y de los polacos Zbigniew Strzalkowski y Michel Tomaszek. El criterio adoptado en estos casos por Francisco abre las posibilidades de que en el futuro cercano también se reconozca oficialmente la muerte martirial del obispo de La Rioja Enrique Angelelli, asesinado en nuestro país en 1976.
Al margen del reconocimiento oficial que ahora llega desde el Vaticano a través del decreto firmado por el Papa, desde su muerte Oscar Romero se convirtió en símbolo de los cristianos latinoamericanos comprometidos en las causas populares y en la perspectiva teológica de la liberación. Gregorio Rosa Chávez, arzobispo auxiliar de San Salvador (El Salvador) y quien ha sido el principal impulsor de la causa de canonización del obispo Oscar Romero, había pedido recientemente “que en él no se cumpla la ley del olvido”. Argumentando por la santidad de Romero, el arzobispo sostuvo que “en el siglo veinte hubo millones de mártires, pero el más conocido y el más amado es monseñor Romero. Mueren muchos líderes y se van olvidando. Con él pasa todo lo contrario. La misma ONU le rinde tributo declarando el 24 de marzo el Día Mundial del Derecho a la Verdad como reconocimiento a su trabajo pastoral. Donde quiera que vaya se refieren a él”, sostuvo Rosa Chávez.
El 17 de febrero de 1980, Oscar Romero escribió una carta al presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, pidiendo que cancelara toda ayuda militar a El Salvador. Para entonces, el pequeño país centroamericano era la principal base de operaciones estadounidense contra la revolución sandinista triunfante en la vecina Nicaragua en julio de 1979.
El 23 de marzo de 1980, el día anterior a que se produjera su asesinato, el arzobispo Romero había pronunciado una elocuente homilía en la catedral de San Salvador. Dada la censura noticiosa existente, el obispo solía utilizar su homilía dominical no sólo para reflexionar sobre los textos bíblicos sino para dar información sobre la situación política, económica y social de un país que se encontraba en guerra civil y gobernado por la ultraderecha militar. Bajo el subtítulo “Hechos nacionales”, ese día Romero habló de “una semana tremendamente trágica”, informó que los militares asesinaron en La Laguna a un matrimonio campesino, a sus hijos de 13 y 7 años y a 11 campesinos más. Que en Arcatao en esos mismos días fueron asesinados dos campesinos y un niño, en Calera de Jutiapa otro, y que lo mismo ocurrió con 15 campesinos en Hacienda Colima, y 16 en Suchitoto. En todos los casos la denuncia estaba acompañada de nombres de los muertos y circunstancias en los que ocurrieron los asesinatos.
En esa oportunidad, Romero leyó también en el púlpito un informe de Amnistía Internacional indicando que “a pesar de que el gobierno lo negó” el organismo “ratificó hoy que en El Salvador se violan los derechos humanos a extremos que no se han dado en otros países”. Y agregó que “el vocero de Amnistía dijo que los cadáveres de las víctimas aparecen con los dedos pulgares amarrados a la espalda” y que “también aplicaron a los cadáveres líquidos corrosivos para evitar la identificación de las víctimas por parte de los familiares y para obstaculizar las denuncias de tipo internacional”.
Las homilías de Romero se extendían durante horas cada domingo, ocasión en la que el arzobispo pasaba revista a la realidad nacional e internacional y hacía llamamientos a la paz. La asistencia crecía cada semana y superaba largamente la habitual feligresía católica. Después de registrar los datos del asesinato de más de 200 personas en una semana, el domingo 23 de marzo Romero denunció que la intención del gobierno “es decapitar la organización del pueblo y estorbar el proceso que el pueblo quiere”. Pero advirtió que “sin las raíces en el pueblo ningún gobierno puede tener eficacia, mucho menos cuando quiere implantarnos a fuerza de sangre y dolor”.
Y dirigiéndose a los militares pronunció las frases que, según muchos, fueron el detonante de su asesinato. “Yo quiero hacer un llamamiento especial a los hombres del ejército, en concreto a las bases de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles”, comenzó diciendo. “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios que dice: no matar... Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios... Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla... Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y de que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado”. Y alzando la voz, casi a los gritos, reclamó: “En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”.
Al día siguiente Oscar Romero fue asesinado de un certero balazo en el corazón mientras pronunciaba su último sermón. La muerte nunca fue aclarada por la Justicia, pero todos las pruebas apuntan a que fue ejecutada por un escuadrón paramilitar a las órdenes del mayor Roberto D’Aubuisson, quien posteriormente fuera uno de los fundadores del ultraderechista partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena).
No hay comentarios:
Publicar un comentario