lunes, 26 de junio de 2017

EL PAÍS 26 de junio de 2017 · Actualizado hace 9 hs Opinión Ella y los demás

Imagen: Leandro Teysseire
El cierre de las candidaturas no trajo mayores sorpresas, excepto para quienes confiaron –casi hasta último momento– en que Cristina no se presentaría. Después del acto en Arsenal, si restaban dudas, ningún nombre podía modificar sustancialmente nada porque el gran nombre es ella.
Lo anterior no significa quitarles importancia a algunas decisiones electorales, sino ponerlas en línea con lo que Cristina selló en el Viaducto. La incorporación en rol destacado de Jorge Taiana, figura intachable que supo ser destratada por el kirchnerismo, es un gran gesto de anchura táctica hacia adentro y afuera. Y el acuerdo alcanzado en la lista porteña es otro síntoma de haber hecho todos los esfuerzos para ofrecer la mejor vocación de unidad de que dispone el progresismo, en uno de los distritos más complicados del país. Cambiemos tuvo que refugiarse en que los nombres son lo de menos y deberá yugarla con Macri y Vidal poniéndoles el cuerpo a caras poco conocidas, sin que nadie diga que no puede salirle bien. Massa y Randazzo competirán por ser el mejor macrista y el mejor peronista, respectivamente, y el resto acompañará la escenografía desde su habitual ocupación testimonial. Además de confirmar que probablemente sea hoy la única figura política en el mundo capaz de llenar un estadio, CFK ratificó que la centralidad de la política argentina pasa por ella y avanzó con un discurso que elige la confrontación desde otro lugar. La chanza de quienes la denuestan es que se duranbarbizó, al señalarle haber copiado estéticas macristas cuando en verdad no fue la primera vez en que apeló a disposición física y retórica con búsqueda de consensos más amplios. La épica meramente guerrera de sus discursos tiene que ver con la imagen dejada por “la última” Cristina, en el tramo final de su segunda presidencia, que se vio a la defensiva por el descomunal embate mediático. Como fuere, en la actualidad se le exigía que abriera la mano, que saliera del ombligo de su núcleo duro, que le hablara a un arco más extendido. Eso es lo que hizo y probablemente parte de su militancia no se entusiasmó demasiado con el acto en sí, pero una líder hace lo que tiene que hacer y no lo que siempre sugieran las necesidades anímicas de sus seguidores más fieles. El arco político terminó de quedar girando alrededor de lo que CFK decidiera hasta extremos como el de Sergio Massa, quien avisó que no pensaba dar un solo paso mientras no se supiera qué haría ella exactamente.
El cierre de las candidaturas no trajo mayores sorpresas, excepto para quienes confiaron –casi hasta último momento– en que Cristina no se presentaría. Después del acto en Arsenal, si restaban dudas, ningún nombre podía modificar sustancialmente nada porque el gran nombre es ella.
Lo anterior no significa quitarles importancia a algunas decisiones electorales, sino ponerlas en línea con lo que Cristina selló en el Viaducto. La incorporación en rol destacado de Jorge Taiana, figura intachable que supo ser destratada por el kirchnerismo, es un gran gesto de anchura táctica hacia adentro y afuera. Y el acuerdo alcanzado en la lista porteña es otro síntoma de haber hecho todos los esfuerzos para ofrecer la mejor vocación de unidad de que dispone el progresismo, en uno de los distritos más complicados del país. Cambiemos tuvo que refugiarse en que los nombres son lo de menos y deberá yugarla con Macri y Vidal poniéndoles el cuerpo a caras poco conocidas, sin que nadie diga que no puede salirle bien. Massa y Randazzo competirán por ser el mejor macrista y el mejor peronista, respectivamente, y el resto acompañará la escenografía desde su habitual ocupación testimonial. Además de confirmar que probablemente sea hoy la única figura política en el mundo capaz de llenar un estadio, CFK ratificó que la centralidad de la política argentina pasa por ella y avanzó con un discurso que elige la confrontación desde otro lugar. La chanza de quienes la denuestan es que se duranbarbizó, al señalarle haber copiado estéticas macristas cuando en verdad no fue la primera vez en que apeló a disposición física y retórica con búsqueda de consensos más amplios. La épica meramente guerrera de sus discursos tiene que ver con la imagen dejada por “la última” Cristina, en el tramo final de su segunda presidencia, que se vio a la defensiva por el descomunal embate mediático. Como fuere, en la actualidad se le exigía que abriera la mano, que saliera del ombligo de su núcleo duro, que le hablara a un arco más extendido. Eso es lo que hizo y probablemente parte de su militancia no se entusiasmó demasiado con el acto en sí, pero una líder hace lo que tiene que hacer y no lo que siempre sugieran las necesidades anímicas de sus seguidores más fieles. El arco político terminó de quedar girando alrededor de lo que CFK decidiera hasta extremos como el de Sergio Massa, quien avisó que no pensaba dar un solo paso mientras no se supiera qué haría ella exactamente.  
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Pero la noticia más amplificada de la semana pasada –al punto de haber dispuesto a los medios tradicionales en una de sus tantas cadenas de oración– no fue ni el acto en Arsenal, ni los avatares del plazo para presentar candidatos, ni el salto del dólar y ni siquiera que, por primera vez en su historia, Argentina emitió un bono en dólares cuyo vencimiento es dentro de cien años, con una tasa de interés costosísima. Tampoco permaneció en el primer lugar que Wall Street, a través del banco de inversiones Morgan Stanley, haya aplazado hasta el año que viene, por lo menos, la calificación de Argentina como mercado emergente. La dejó en el rango de país “fronterizo”, que en el lenguaje de la confianza timbera internacional significa competir en la tercera división aunque, en un título digno de su mejor ingenio, PáginaI12 hablara de “El fantasma de la B”. Esos hechos se llevaron sus minutos de fama y uno en particular será eje de campaña oficialista porque, desde ya, la culpa de permanecer en el descenso la tiene Cristina y el peligro de que triunfe en octubre. Ella espanta las inversiones y hasta una buena performance serviría para alertar sobre el infierno en 2019. Mientras tanto, en la consideración mediática, ganó por varios cuerpos “El Rey de la Salada”. 
Adherentes a las teorías conspirativas sostienen que el apresamiento de Jorge Castillo intentó ser una cortina de humo, con unas cuantas intenciones a la vez: angostar el impacto por el acto del martes, reducir el de las malas noticias económicas, trazar imaginario de que el antro delincuencial de La Salada sólo pudo tener crecimiento imparable bajo la corrupción kirchnerista y hacerlo con una espectacularidad disfrazada cual arribo de Los Intocables. En todo caso, el exceso fantasioso también les correspondería a los operadores y publicistas del Gobierno porque, a no mucho andar de la obra, se conoció que las vastas relaciones de Castillo y de su ex socio, Enrique Antequera, comprometen más a los propios que a los ajenos. El monarca de la feria está ligado a los radicales y el mes pasado anunció que competiría por Cambiemos en Lomas de Zamora. Circuló la foto de 2009 en que se ve un Antequera a pura sonrisa junto con Patricia Bullrich, Margarita Stolbizer y Elisa Carrió, en un acto de campaña del GEN. Y pocas horas más tarde se difundía la ligazón societaria panameña entre Castillo y la familia Macri. El viernes, tras haber sido prácticamente el monotema mediático entre miércoles y jueves, los efluvios del asunto comenzaron a extinguirse porque el Gobierno y sus pajes descubrieron que podían estar disparándose a los pies. En muy buena medida es similar a lo que viene ocurriendo con el affaire Odebrecht, porque las implicancias de destaparlo a fondo son tanto o más riesgosas para el clan macrista que sus alcances hacia la gestión del kirchnerismo. Además, y después de todo, a esta altura de la imagen K en el gorilismo ferviente estaríamos hablando de otra mancha en el tigre. Que se corra el velo sobre la corrupción de Casa Rosada y sus socios es una amenaza inquietante porque, sumado a que la economía no brinda síntomas de despegue alguno en el cotidiano popular, el oficialismo se quedaría sin sustento discursivo. Hasta ahora daría resultado la operación de ocultamiento o extravío comunicacional y jurídico sobre Panamá Papers, Correo, Arribas, sin abundar en el conjunto del ataque mamarrachesco de un sector del Poder Judicial que virtualmente es apéndice del Ejecutivo, ni en los negociados con los grupos hegemónicos por el espectro de las comunicaciones ni, claro, en la fiesta de un endeudamiento externo que hipoteca a generaciones con proyección legal que algún día podría revisarse.
Lo que parece por el momento es que, en la disputa por construcción de subjetividad, la derecha da una lucha pareja y quizás gananciosa. No retroceder hasta el pasado favorable sonaría más fuerte que la realidad de un presente peor. Pero eso requiere –frente al dichoso electorado fluctuante que decide las elecciones y que va de un lado a otro sin ningún problema ideológico– algún favor de la economía y que los personeros actuales no sean vistos tan corruptos como los pretéritos. Para lo primero, el Gobierno se esperanza en que bastarán la caída de la inflación, las inyecciones de obra pública, el dólar domado, cierto efecto de las paritarias en el consumo, las ventas mediáticas de que el futuro está por llegar porque se crece poco pero se crece al fin y, sobre todo, un rechazo a Cristina –en elección nacionalizada a favor o en contra de ella– sustantivamente más poderoso que la malaria de consumo, de pymes e industrias que cierran casi todos los días, de índices de desempleo y subocupación alarmantes. Para lo segundo, para que Macri y su patrulla no aparezcan iguales a los K, para que ¿increíblemente? continúe confiándose en que los ricos no necesitan robar en la función pública, se apuesta a que será suficiente la malla de protección mediática. Esto último podría servirle al Gobierno mientras se cuelgue del travesaño en amparo de su falsa decencia. Cuando pasa a la ofensiva, como con Odebrecht y La Salada, salta de inmediato que carece de delanteros honestos a los que recurrir en el banco o en las inferiores.
El caso de La Salada, de la que según algunos cálculos depende la vestimenta de alrededor de una mitad de los argentinos, por vía directa o indirecta, es emblemático acerca de una discusión de fondo. Esa feria de economía subterránea y ostentosa, cuyas dimensiones y penetración son sindicadas como únicas en el mundo, funciona de equilibrador demográfico-económico en el andar periódico de numerosísimos sectores pobres y clase media. El costo apabullante respecto de condiciones laborales y evasión impositiva nunca es más grave, sino más bien lo contrario, que lo instrumentado por grandes empresas y marcas que roban permanentemente mediante sus estrategias de cartelización, formación de precios, aprovechamiento de un Estado bobo, fuga de capitales, eliminación de retenciones. De las miserias de La Salada participan intendentes, curas, policías, inspectores. Notas periodísticas y trabajos de investigación dan cuenta profusa de todo eso, ¿y todo eso se reduce a que el kirchnerismo fue cómplice y a que los cruzados macristas vienen a resolverlo? ¿Esa es la ecuación? ¿O es qué promedio queda al cabo de un país subdesarrollado donde hubo un tiempo en que la injusticia social se topó con un reparto más equilibrado y otro, éste, que profundiza la malaventura con la pretensión de que llegó para limpiarla de corruptos la voz y el empuje del clan Macri?
Ese clan sabe que de ninguna manera podrá ser así porque lo obturan nada menos que sus intereses de clase y en consecuencia de negocios y tramoyas, sin contraparte de tirar apenas un hueso hacia abajo. Ni uno. Pero si hay tanta gente persuadida para contradecir las evidencias históricas y su propio presente, se entiende que tengan fe. La inteligencia de la pelea electoral no debería darse central, explícita, discursivamente, versus Macri. O Vidal. Está en la capacidad de convencer a la franja oscilante. Eso es lo que debutó el martes en la cancha de Arsenal, con perspectivas de éxito que nadie sabe pronosticar.

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