En 1934 John Rockefeller había intentado convencer a un artista comunista, Pablo Picasso, para que inmortalizara el gran muro del Centro Rockefeller y la idea de “la inteligencia humana dominando las fuerzas de la naturaleza”. Picasso no aceptó, por lo cual el poderoso empresario contactó al muralista mexicano Diego Rivera, otro gran artista y conocido marxista de la época, quien antes había trabajado en Estados Unidos pintando otros muros.
Diego Rivera aceptó y viajó a Nueva York con su compañera, la no menos célebre pintora Frida Kahlo. Pero Rivera hizo algunos cambios al boceto original. Asumiendo que la primera enmienda de la constitución de Estados Unidos era válida en cualquier caso, no tuvo reparos en expresar sus opiniones políticas en su mural mezclando a Lincoln con Lenin. En una escena de la película Frida (Julie Taymor 2002), se recuerda el momento en que Nelson, el hijo de John Rockefeller, le pide a Diego Rivera borrar las connotaciones políticas del mural que estaba pintando en el Rockefeller Center. Para peor, Rivera había agregado algunos personajes reales de la época como sospechosa crítica política, como lo hiciera Miguel Ángel en la capilla Sixtina o Dante en su Divina Comedia. De hecho, no podía existir la escuela ni obra alguna del muralismo mexicano sin temas políticos. La idea de que cosas como la crucifixión de Jesús puedan ser algo depurado de su pesado peso político sólo podía ser producto de la cosmovisión de una iglesia que había estado mil años en el poder político, no de un mexicano o de alguien nacido en países periféricos, más bien impotentes, que se había formado en la conciencia de la permanente humillación social y nacional.
Pero aquel muro, el muro de John y Nelson Rockefeller, era un muro privado. Diego argumentó que aquella pintura era suya (“It’s my painting”) y el señor Nelson Rockefeller, cediendo a las presiones de sus amigos, agregó: “on my wall” (“en mi muro”). Consecuentemente, el mural de 18 pies de alto fue destruido.
Desde entonces el inigualable arte muralista mexicano nunca tuvo otra gran oportunidad de que un millonario estadounidense le ofreciera generosamente un gran muro de cinco metros de alto para decir todo lo que el poder político y económico no quiere que se diga.
PUBLICIDAD
Hasta hoy.
Otro millonario, devenido presidente de Estados Unidos por los avatares ciegos de la historia, se ha empeñado en dale a los nuevos muralistas mexicanos la oportunidad de sus vidas construyendo un muro de tres mil kilómetros de largo por diez metros de alto.
La ironía es que una de las condiciones que ha puesto el mecenas Donald Trump en sus pliegues de licitación es que el muro debe verse atractivo e impecable (“beautiful”) desde el norte, sin importar cómo se vea desde el sur. Esta idea revela una escala infantil del universo, ya que asume que los estadounidenses van a poder apreciar semejante obra desde Nueva York o desde Los Angeles, o que por lo menos van a peregrinar y fotografiar el perfecto e insípido Muro de los lamentos II. Irónicamente, la única perspectiva que tendrán los estadounidenses de su muro es la perspectiva sur desde el confort de sus hogares y a través de los medios, de las redes sociales y los libros de arte.
Sólo esta declaración es una muestra de ignorancia y extrema ingenuidad que debería hacer naufragar semejante obra faraónica con un propósito quijotesco. El Muro Trump no será lo suficientemente alto para detener los aviones por donde ingresa la mitad de los inmigrantes ilegales al país, ni lo suficientemente grande para el ingenio de gente desesperada. De concretarse, el muro lucirá impecable y perfecto desde el norte, pero todo el arte, el dolor y la intensidad de la vida se verán desde el sur. Sin la menor duda, el mundo y la historia registrarán esta última perspectiva, la del supuesto perdedor, no la otra, y obviamente estará llena de connotaciones políticas, aparte de existenciales, como todo gran arte.
Se diría que no sólo el arte mexicano sino el país entero deberían sentirse afortunados de semejante expresión surrealista que ni siquiera la compañera de Diego Rivera, Frida Kahlo (ni Siqueiros ni Orozco), hubiese soñado: un muro de más de tres mil kilómetros de largo y diez metros de alto, a un costo de veinte mil millones de dólares, totalmente inútil para impedir la inmigración ilegal pero ideal para el celebérrimo arte muralista mexicano –e ideal para la humillación del exitoso y arrogante hombre de negocios.